CASTELLÓ. El próximo 11 de febrero se cumplirán 150 años de la proclamación de la I República Española, un periodo que, salvo para los historiadores, es poco conocido. El primer intento republicano se podría resumir de esta manera: duró once meses y contó con cuatro presidentes de Gobierno. Durante este tiempo, los partidos no se pusieron de acuerdo para aprobar la nueva Constitución y lo finiquitó un golpe de Estado. Una síntesis/balance tan contundente que no requiere, en principio, ninguna añadidura. Sin embargo, debemos profundizar un poco más para conocer los entresijos de ese complejo momento histórico y no quedarnos con una estereotipada etiqueta. Las cosas complicadas no conviene simplificarlas, porque así nunca se llegan a entender.
Dos años antes, con el destronamiento de la reina Isabel II, las Cortes ofrecieron la corona a Amadeo I de Saboya y, tras su aceptación, procedieron a su proclamación como rey de España. Pero, ante la situación insostenible y la hostilidad hacia su persona, abdicó el 11 de febrero de 1873. Los historiadores cuentan que en cierta ocasión exclamó: “Non capisco niente; questa è una gabbia di pazzi!” (No entiendo nada; esto es una jaula de locos).
Las Cortes se reunieron inmediatamente y proclamaron la República sin añadir nada más, es decir, si era unitaria o federal. La intervención de Emilio Castelar —uno de los mejores oradores del parlamentarismo español— es un fiel reflejo de la incertidumbre política que se vivía entonces: “Señores, con Fernando VII, murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con la renuncia de don Amadeo de Saboya, la monarquía democrática. Nadie ha acabado con ella, ha muerto por sí misma; nadie trae la república, la traen todas las circunstancias. La trae una conspiración de la sociedad, de la naturaleza y de la historia”. En otras palabras, la República fue una necesidad: no existía otra opción.
Se eligió como presidente a Estanislao Figueras para dirigir la nueva forma de Estado, pero desde el primer momento tuvo que afrontar un complicado escenario. Por un lado, existía el temor a que la extensión de los movimientos de la Primera Internacional de 1864 y de la Comuna de París de 1871 pudieran contaminar la recién nacida República. Y, por otro, en el plano nacional, hubo que afrontar dos guerras —las carlistas y la de Cuba—, lidiar con buena parte de los parlamentarios que seguían siendo monárquicos y, por si faltara poco, controlar a una población —con más de un 80% de analfabetos— donde muchos malinterpretaban la esencia de los valores republicanos y creían que suponía derogar las normas de convivencia e incumplir la ley.
El 1 de junio se convocaron elecciones generales y, una semana más tarde, las Cortes declararon la República federal como forma de Estado, confirmaron a Estanislao Figueras como presidente del ejecutivo y establecieron una comisión para elaborar una nueva Constitución. Pocos días después, de forma inesperada, dimitió.
Se cuenta que el político catalán pronunció en un Consejo de Ministros la siguiente frase: “Estic fins als collons de tots nosaltres!” (hay fuentes que dicen que fue en castellano: “¡Estoy hasta los cojones de todos nosotros!”). Pero ¿qué hay de cierto en esta frase? ¿Es un bulo o sucedió en realidad? Es posible que la dijera, pero no lo podemos asegurar porque no existen testimonios directos ni referencias en prensa o en los archivos. Tal vez sea una de las muchas leyendas que envuelven a la I República, pero es tan buena que a muchos nos gustaría que fuera cierta.
Lo concerniente a su repentina salida del país y su posterior dimisión, sí se sabe con certeza. Lo relata Josefina Carabias en su magnífico libro Azaña. Los que le llamábamos don Manuel: “Aquel buen señor, abrumado por los problemas que cada día le caían encima a su Gobierno, se fue una tarde a pasear por el Retiro y, después de haber estado un buen rato oyendo cantar a los pájaros, tomó un coche y, en lugar de dirigirse al Ministerio de la Puerta del Sol, donde lo estaban esperando para presidir el Consejo de Ministros, dijo al cochero que lo llevase a la Estación del Norte. Como entonces no había teléfono, resultaba difícil a los ministros tratar de localizarlo. Pensaron en una indisposición pasajera (…). Ya de madrugada, les llegó un telegrama desde París: ‘Llegué bien. No me esperen. Acepten dimisión irrevocable. Todas mis disculpas y afectuosos saludos. Firmado: Figueras’”.
A Figueras le sucedieron otros tres presidentes: Francisco Pi y Margall, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar. Todos fueron presidentes de Gobierno, no de la República, pues hasta que no se dispusiera de una Constitución no existía la máxima figura del Estado. Durante estos gobiernos, la comisión creada para trabajar en la nueva Constitución estableció de forma provisional en uno de sus artículos que la nación española se componía de diecisiete estados y varios territorios. Debemos señalar que estos estados no se correspondían con las comunidades autónomas de la actualidad. La coincidencia en el número es pura casualidad.
Pero algunos parlamentarios, impacientes por la tardanza de la comisión en tramitar la nueva Constitución, decidieron no esperar y regresaron a sus ciudades y provincias, coordinándose entre ellos para declarar la República federal. Para ello, se instauraron comités de gobierno locales administrados por el pueblo, pero la situación pronto se descontroló y derivó en un cantonalismo —es decir, el fraccionamiento del Estado en territorios prácticamente independientes— que se extendió veloz por toda la geografía. Cartagena, epicentro de la insurrección, acuñó moneda propia, estableció su política internacional y a punto estuvo de declarar la guerra a Prusia —ya tenían una con el Gobierno de Madrid—. Por otro lado, decenas de provincias y capitales proclamaron su independencia y algunas se enfrentaron entre sí… Un auténtico desatino que contribuyó a demoler la República.
Mientras tanto, como dando la razón a los políticos impacientes, la comisión seguía enquistada y sin visos de avanzar: únicamente había elaborado un proyecto de Constitución. A principios de enero de 1874, las Cortes destituyeron a Castelar y, cuando se estaba votando al candidato nominado para nuevo presidente, irrumpieron en el hemiciclo el Ejército y la Guardia Civil disparando tiros al aire, bajo el mando del general Manuel Pavía. De esta forma se puso fin a este corto periodo de nuestra historia que, probablemente, pasará inadvertido entre otros aniversarios más amables, días mundiales y la vorágine de noticias de todo tipo que nos inundan en estos tiempos que corren.