VALÈNCIA. Recuerdo los recreos del colegio, el intercambio de cromos de fútbol. El del jugador que no tenía, para conseguirlo, me costaba muchos cromos de los que tenía repetidos. Ése era el precio. Pero, claro, era un juego de niños, estábamos en el colegio, es comprensible e incluso deseable que los niños vayan aprendiendo ya desde pequeños que nuestras raíces, entre otras muchas, son fenicias.
Cuando el gobierno, cualquier gobierno, cambia el cromo de la prórroga del estado de alarma por el cromo de la derogación de la reforma laboral, ya no estamos hablando de cosas de niños. Hablamos de problemas de adultos que siguen resolviéndose como si niños fuéramos. Como cuando no dejábamos a alguien jugar porque la pelota era nuestra. No sean niños, por favor, que esto va de adultos: de economía, de subsistencia, de vida digna.
No quiero entrar en política, no es el objetivo de estas líneas. Es muy alto el nivel de hastío al que nos han llevado nuestros políticos a mí y a miles de ciudadanos. Vaya por delante que nunca me identifiqué con unas siglas concretas, siempre consideré que cualquiera de ellas encorseta las ideas del individuo. Claro que todos tenemos dentro un animal político, pero siempre he pensado que, en todos los colores, en todas las siglas, hay ideas buenas e ideas malas, muy malas.
Mientras esté vigente nuestra constitución, su artículo 38 reconoce la libertad de empresa en el marco de una economía de mercado, y además “exige” de los poderes públicos, en relación con esta libertad de empresa y economía de mercado, garanticen y protejan su ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la economía general. Esto no es demagogia, es un mandato constitucional.
Estoy ya muy cansado de que cuando, en el ejercicio de la libertad de pensamiento y de opinión, dice alguien lo que piensa, enseguida vienen los grandes demagogos a encasillar a las personas: facha porque te gusta tu país, antidemócrata porque defiendes ideas contrarias a las del vocero de turno.
Tengo un amigo italiano al que he preguntado si su bandera es denostada por algún ciudadano, del signo que sea: la respuesta es no; si algún italiano no reconoce su himno como propio, o lo silba: misma respuesta, no.
Mientras en nuestro país se sigan viendo las cosas como rojo o azul, blanco o negro, nazi o marxista-leninista, mal nos irá. Aunque he de decir que estas dicotomías y polarizaciones siguen dando mucho rédito a algunos. Continuar así solo abre brechas cada vez más grandes, genera y acrecienta el odio y hace imposible el acercamiento y los grandes consensos. Me niego a pensar que es eso lo que se busca.
Y ahora, si cabe, debo explicar el por qué del título de este artículo. Para mí, debiera hablarse de reforma laboral contestando a varias preguntas, dadas las circunstancias actuales que nos llevan irrevocablemente a la mayor crisis económica vivida en muchos años: ¿Queremos apostar por la creación de empleo, por la creación de riqueza, o queremos un país intervenido, que incremente su pobreza, y que nos lleve a situaciones nunca vividas?, ¿queremos reaccionar o bajamos los brazos?
Si queremos crear riqueza, generar empleo y, en definitiva, combatir el paro, sólo hace falta echar un vistazo atrás, qué hemos hecho en los últimos cuarenta años, con independencia del gobierno de turno. No hace falta inventar recetas nuevas cuyo resultado desconocemos.
Hablar del mercado de trabajo, de la creación de riqueza, necesariamente debe pasar por la flexibilidad de las relaciones laborales y del mercado de trabajo: en la entrada al mismo, mediante la contratación; durante la vigencia de la relación laboral, para la conservación de la misma, y en la salida del mercado de trabajo, mediante la extinción del contrato.
Respecto a la contratación laboral, el primer gobierno que la introdujo como remedio fue el socialista de Felipe González: en 1984, con una tasa de desempleo del 21,08% y 2,7 millones de parados. Introdujo numerosos contratos temporales, eliminando sus restricciones. De entre todos ellos, particularmente deben destacarse el contrato de fomento del empleo, que fue un contrato sin causa, y el de lanzamiento de nueva actividad o nuevo servicio, posteriormente derogados, pero cuyos resultados para combatir el empleo fueron muy positivos.
Una década más tarde, otro gobierno socialista, también de Felipe González, y ante una tasa de desempleo del 24,2%, incidió en la contratación temporal, incluso se legalizaron las empresas de trabajo temporal. Esto provocó la segunda huelga general contra los gobiernos socialistas.
En 2010 (durante el gobierno de Jose Luis Rodríguez Zapatero), se ampliaron colectivos en el contrato para el fomento de la contratación indefinida, se ampliaron los ámbitos en los contratos formativos, se ampliaron también de 4 a 5 años en los contratos en prácticas la posibilidad de concertarlos desde la finalización de los estudios y lo hicieron también los títulos habilitantes.
Hoy, con datos del 30 de abril de 2020, hay en nuestro país 3.831.200 personas paradas, y ello sin contar las afectadas por los ERTE, que a principios del mes de abril eran cerca de 3 millones, bajo el paraguas de 374.000 expedientes. ERTE que pueden ser pan de hoy y hambre de mañana; más bien esto último, si las políticas toman el rumbo de atemorizar al empresario y frenar sus iniciativas.
Sí, las del empresario, ése que algunos se empeñan en demonizar y tildarlo del origen de todos los males. Ése, el empresario, teniendo en cuenta que en nuestro país el 97,23% de las empresas son pymes con menos de 250 trabajadores, pero sobre todo que el 94,48% de todo el conjunto empresarial está formado por “microempresas”, aquellas que cuentan con menos de 10 trabajadores, y que ascienden al número de casi 3.500.000 en España. ¿Es realmente nuestro típico empresario un demonio, o más bien uno más de entre los trabajadores?
Por tanto, la contratación temporal, que se traduce en la facilidad de que una persona se incorpore al mercado de trabajo, no es cosa ni de derechas ni de izquierdas, sino que se convierte en una necesidad debido a las circunstancias. No es una idea de blancos o azules, sino la única idea posible bajo la bandera de la responsabilidad.
En relación con la flexibilidad durante la vigencia de la relación laboral, entendida como aquella que permite modificar y adaptar el vínculo laboral a los continuos cambios y vaivenes que pueden acontecer en la empresa, destacamos como pilares de la reforma de 2012 (gobierno del PP), la flexibilidad en la distribución irregular del tiempo de trabajo; la potenciación de la duración y adaptación de la jornada para permitir una mayor compatibilidad entre el derecho a la conciliación de la vida personal, familiar y laboral de los trabajadores y la mejora de la productividad en las empresas; la modificación de la inaplicación de las condiciones previstas en los convenios colectivos, la disminución de dos años a un año el plazo desde la denuncia del convenio sin que se haya acordado uno nuevo o dictado laudo, para la pérdida de vigencia del mismo. Esto se relaciona con la ultraactividad de los convenios. Si se mantuviera la ultraactividad per secula seculorum, las relaciones laborales se petrificarían, manteniendo las mismas con independencia de las circunstancias concretas.
¿Es esto realmente un retroceso? ¿no es mejor la posibilidad de adaptar las condiciones de trabajo en atención a las circunstancias concretas de cada momento que hacerlas imposibles, generando con ello problemas importantes de competitividad y abocando al país a una mayor destrucción de empleo? ¿No atiende mejor a la concreta situación de una empresa un convenio de empresa que uno sectorial, en el que se reparte pan para todos, con independencia de la necesidad de cada uno?
¿Realmente se pretende que las relaciones laborales se aburguesen y se acomoden? Si es así, digámoslo, pero seamos valientes, y por tanto digamos también que con ello convertimos un país con iniciativa en un país aletargado, en un país hacia la cola del mundo. Nuestros padres se jubilaban en la misma empresa en la que empezaban, eso ya no es así desde hace mucho, no es real.
Y finalmente, flexibilidad en la salida del mercado de trabajo, o lo que es lo mismo, en la extinción del contrato.
En las distintas reformas (gobiernos del PSOE y PP), se han ido rebajando las restricciones al despido. Todos los gobiernos, de un lado y de otro.
El problema en la salida del mercado de trabajo no es si la indemnización es de 20, de 33 o de 45 días por año. No es este el debate, y si se circunscribe a ello estamos simplificando las cosas.
Si nos centramos en el problema, que es un tejido industrial no acorde con los tiempos actuales y anclado en el pasado, y el tejido industrial se moderniza, y se consigue que, cuando una persona se encuentre en paro tarde poco en encontrar un nuevo empleo, ¿es tan importante la indemnización? Debe irse al foco del problema, la reducción del desempleo. Si esto se consiguiese, el importe de la indemnización pasaría a un segundo plano.
¿Y respecto a la eliminación de la autorización administrativa en los despidos y suspensiones colectivos de contratos? Estas medidas adoptadas por la empresa, recordemos, están supeditadas a su impugnación judicial. Visto lo visto, todavía confío más en un Tribunal de Justicia que en la Administración. Por tanto, si una medida no es conforme a derecho, así la calificarán los tribunales.
Finalmente, no quiero evitar hablar acerca del teletrabajo. Dicen que ha llegado para quedarse, démosle la bienvenida. Lo que no he leído es que el teletrabajo se introdujo en la reforma laboral de 2012 (gobierno del PP). Recordémoslo.
Por tanto, buenas ideas no entienden de colores, sino sobre todo de sentido común.
Santiago Blanes es Director Jurídico del Departamento Laboral de TOMARIAL