Uno de los cambios impuestos en la nueva normalidad es la forma de pasar consulta. Con el pretexto de la seguridad sanitaria, los médicos de los centros de salud resuelven la mayoría de sus consultas por teléfono. Los pacientes, que lo aguantamos todo, hemos aceptado este fraude que va contra nuestra salud. ¿Qué será lo próximo?
Nada es como antes, como aquellos primeros días de marzo en que el coronavirus era sólo una gripe. El mundo cambia por semanas, y a nosotros los humanos, que somos perezosos y muy lentos de reflejos, nos cuesta adaptarnos a sus sacudidas. Nos agarramos a ese mundo (un mundo enloquecido y cruel), que no otra cosa tenemos, con el miedo de soltarnos de una de sus asas y caernos al vacío.
Hace unas semanas escribí sobre algunos cambios que han devaluado nuestras vidas. Uno de los más visibles es la obligación de tener cita previa para acudir a los organismos públicos y a algunos bancos. Hacienda, Seguridad Social, ayuntamientos, Generalitat… Sin cita previa no atienden en ningún sitio. Has de llamar a un teléfono y armarte de paciencia. Si el número es el de la Seguridad Social, la paciencia ha de ser infinita, más propia de un santo Job que de un ciudadano corriente, porque rara vez cogen la llamada. Si buscas responsables no los encontrarás.
No quiero pensar que las consultas médicas por teléfono anticipen la vuelta a una sanidad de beneficencia para quienes no pueden pagarse la privada
La nueva normalidad nos ha hecho más difícil la vida, que nunca fue fácil, especialmente para los enfermos. Salvo si eres un hipocondríaco, a nadie le resulta agradable acudir al médico, y menos en estos meses en que los voceros del miedo, multiplicados por las televisiones aterradoras, nos advierten de los peligros de contagio. Pero a veces uno, aunque no quiera, se pone enfermo. Te duele la cabeza o la tripa, tienes fiebre, una diarrea te amarga el día… Puede ser que la dolencia revista poca importancia, pero conviene tratarla para salir de dudas.
En la vieja y añorada normalidad, si te ponías malito llamabas o te presentabas en el centro de salud con la tarjeta sanitaria y te daban cita con tu doctor. La lista de espera podía ser larga, de días o semanas, pero sabías que antes o después lo ibas a ver. Esto se ha acabado con la nueva normalidad.
Si crees estar enfermo y tu dolencia no reúne los síntomas de un infarto o una peritonitis aguda, te cogerán los datos y el número de teléfono, y antes de colgar te dirán: “Ya le llamarán”.
Te pasarás las horas del día mirando el móvil por si suena la llamada deseada. A mediodía o a última hora de la tarde, cuando lo des todo por perdido, verás un número larguísimo en tu pantalla y descolgarás con la ilusión de los primeros meses de noviazgo. Puede que estés en la cola del súper o en un salón de masajes. Tu médico se identificará, te preguntará lo que te pasa y te recetará. Y punto. Tú, que no acabas de verlo claro, le sugerirás, con la máxima educación, si no sería mejor que te viese en persona. Pero no te hagas ilusiones porque el doctor, víctima también de una política disparatada, te recordará que la mayoría de las consultas ahora no son presenciales por culpa de la peste china.
Al día siguiente oyes por la radio a un médico de familia avisando de que las consultas por teléfono “han llegado para quedarse”, idéntica expresión que se aplica para el teletrabajo y que ha tenido, entre otros efectos colaterales, la ruina de muchos bares y restaurantes que vivían del menú del día en las zonas de oficinas.
Yo, que soy un pobrecito escribidor, admito mi ignorancia en estas cuestiones, pues doctores tiene la Iglesia, pero no lo acabo de ver claro. Si la docencia a distancia demostró ser un fracaso en el final del curso pasado; de ahí la insistencia del señor Marzà de volver a las clases en las aulas, ¿por qué no pensar lo mismo de las consultas médicas por teléfono? La presencia física del paciente es necesaria. A veces el facultativo tiene que auscultar, tomar la tensión o tocar la parte enferma del cuerpo. Esto parece de sentido común.
Pero, además, los pacientes más humildes y de bajo nivel cultural, aquellos que no saben expresar lo que les pasa o no pueden ir a un médico privado, son los más perjudicados por este fraude. Estoy seguro de que si pudiesen pisar una clínica de pago no les pondrían ningún inconveniente para verlos en persona. A mí me sucedió durante el encierro. Casi me besan en los labios cuando me vieron entrar. Y se supone que el riesgo de contagio es el mismo en estas clínicas que en un ambulatorio.
La carrera de obstáculos para recibir una atención médica en condiciones te lleva a desistir de intentarlo. Decides no llamar al centro de salud y esperar a que el dolor o la tos remita y desaparezca. La naturaleza suele ser el mejor médico. Casi siempre te cura. Pero si persiste el dolor, te automedicas o le pides consejo a tu farmacéutico. Si esto tampoco da resultado acabarás llamando a un familiar o al 112 para que te lleven a las urgencias de un hospital, donde perderás la paciencia y buscarás la complicidad de otros enfermos para despotricar contra un sistema al que no le importas nada.
Con el pretexto de luchar contra el virus, los pacientes recibimos ahora una peor asistencia en la sanidad pública. Ya sucedía con la enseñanza y ahora pasa con la sanidad. No quiero pensar —como sostienen algunas voces del gremio— que esto anticipe la vuelta a una sanidad de beneficencia para quienes no pueden pagarse la privada.
¿No era esta la mejor sanidad pública del mundo?