tiempos modernos

Alberto Olmos: “No sé ni lo que digo la mayor parte del tiempo”

24/06/2020 - 

VALÈNCIA. En su libro Ejército enemigo, Alberto Olmos recordaba una frase de la película Acción Mutante que bien podría convertirse en su lema: "Todo el mundo es tonto o moderno". Con esta actitud corrosiva, provocadora y tremendamente divertida, Olmos ha ido encontrando una voz propia -anteriormente bajo el pseudónimo Juan Mal-herido- en el que ha ido desplegando una insólita mirada hacia todo lo que le rodea y empleando los libros como palanca para hablar de cualquier cosa. Todo ello se recoge ahora en Cuando el Vips era la mejor librería de la ciudad, un volumen publicado por Círculo de Tiza con una selección de sus mejores columnas. Con Olmos hablamos de papel que ocupa la literatura en estos Tiempos Modernos.

- Empiezas el libro con una cita de Rachel Cusk que dice: “Sus amigos le habían dicho que si quería hacer carrera como escritor tenía que dejar de destrozar el trabajo de otros, pero eso era como pedirle a un pájaro que no volara o a un gato que no cazara” ¿Te han dicho algo así tus amigos alguna vez?
Pues es que estaba leyendo Prestigio, que es la novela fascinante de esta autora que aborda qué es el mundo editorial y qué significa escribir literatura, es decir, no obras estrictamente comerciales. Y me sentí muy identificado con esa cita. Si alguien sabe de literatura debían ser los autores pero en España hay un tabú para no destrozar el trabajo ajeno. No es nada normal que un autor lea un libro de otro autor y comenté que le parece una basura. Eso es tabú. Pero pasa aquí porque, por ejemplo, en la obra crítica de Coetzee se pone a parir una novela de Philip Roth. Y eso es enriquecedor. Pero parece que en España este sistema es un poco raro porque los que más saben de literatura -los autores- están a merced de los que saben menos –los críticos, los editores, incluso los libreros-.

- Creo que has dicho en alguna ocasión que te interesan más bien poco las críticas o reseñas que sólo alaban constantemente, que prefieres a los que van en contra de lo establecido. Y esto se ve también en algunas de tus columnas más sociales en las que, por supuesto, no eres un negacionista del cambio climático -por poner un ejemplo- pero sí aborreces la figura de Greta Thunberg. Se trata de los matices, ¿no?
- Exacto. En este aplanamiento de la inteligencia en el que vivimos, cualquier persona que diga algo que rompa con lo establecido ha hecho, no ya un esfuerzo sólo por pensarlo, sino por atreverse a decirlo. La referencia aquí es Juan Manuel de Prada al que no frecuento personalmente ni tampoco leo de rodillas, pero es el ejemplo que siempre tengo en mente porque lo auténticamente punky en este país es Juan Manuel de Prada, desde hace muchos años. Él sostiene su propia postura y esto es casi una especie protegida. Porque lo que no puede ser es que todos digamos que el mejor libro es A, la mejor peli es B y las ideas correctas son estas cinco y a quien disienta, lo machamos. Y yo creo que no, que a quien disienta hay que protegerle porque nos hace, al menos, dudar un poco. Es que si no, estamos 'aborregaos' todo el día.

- En una de las columnas del libro dices que triunfar sale carísimo, al menos en escrúpulos. ¿No hay posibilidad de triunfo en este país sin dejarte los escrúpulos en el camino?
- Bueno, quizás sí, si tienes el talento más exagerado, quizás puedes salir adelante desde el principio. O si tienes suerte y escribes un libro y vendes un montón, pues ahí tienes una burbuja en la que protegerte porque claro, el dinero es el que manda. En general -y no sólo en la literatura, también en otros sectores-, uno tiene una imagen muy romántica, según la cual, si te esfuerzas al máximo, lo vas a conseguir. La verdad es que hay enormes entramados detrás de cada sector que tienen que ver mucho con los familiares, amigos, contactos, con quién te acuestas, si eres hijo de alguien. Y eso elimina muchas vocaciones artísticas y profesionales. No puedes ser político -lo vemos en el gobierno actual y con el del PP, por supuesto-, tener ideas liberales o socialdemócratas y querer que simplemente te voten, porque estando ahí te obligan a que pongas de candidato a Europa a una vieja gloria del PP o del PSOE porque si no, se muere de hambre o a no sé quién que es pareja de algún jefe o jefa. En fin, pues se te quitan las ganas y no puedes triunfar porque es imposible tragar con tanto. En Podemos, por ejemplo, se acabó imponiendo un estilo más 'macarrista' y perdió el sector de los 'errejonistas' que era un poco más cultivado. También queda muy espectacular y comercial decir: “Con escrúpulos no se puede triunfar”, y tampoco quiero parecer simplote, pero lo que quiero reflejar es que todos los sueños románticos que nos venden de pequeños de periodismo o literatura, jamás tienen que ver con la realidad, ni siquiera en las películas. Ninguna se parece a la realidad. Todo tiene un punto un poco turbio.

- Tu estilo en estas columnas es muy preciso. Tiras muchísimo de sentido del humor y algunas columnas pueden leerse casi como monólogos de stand-up comedy pero aplicadas a la literatura. Me gusta el ejemplo de tu columna dedicada a Andrea Levy o el dedicado a Karl Ove Knausgard.
- Es verdad, un elemento singular de mis columnas es que me las planteo como monólogos. No como si las fuera a leer delante de público pero sí como broma o provocación. No sé si alguna forma de hacer humor se me pega de los monólogos que veo en Netflix de gente como Chappelle, pero lo que sí se me pega es la actitud, es el hecho de pensar: “Mira estos cabrones, ganan un pastón diciendo lo que les da la gana en Netflix”. Dicen burradas tranquilamente y se arriesgan. Así que esa idea de decir lo que me salga es muy buena para el humor pero también en la literatura. Se trata de sorprenderte a ti mismo. Yo me pongo a escribir, me dejo llevar, trato de quitarme prejuicios y puedo decir: “Todos los poetas son unos gilipollas”. Así, sin más. Y no es que lo piense, simplemente lo suelto. Y ya luego me digo a mí mismo: “A ver qué dices ahora para que esa frase tenga sentido”. Desde luego, yo no me siento delante del ordenador y digo: “Venga, voy a hacer algo humorístico”. Te tiene que salir y esa vis cómica me sale. Y tiene que ver con la intención de desacralizar la literatura. El propio título del libro parte de una columna que hice en El Confidencial pero hay mucha gente en Madrid que lo ha entendido como que tenía mucho cariño a la tienda del Vips, como algo nostálgico. Pero la gracia del título es que a todo el mundo le encanta Tipos Infames o La Buena Vida -que me parecen estupendas- pero a mí lo que me gustaba era la librería del Vips. Podría ser más radical y decir que la librería que a mí más me gusta es la del Carrefour. Entonces ahí hay algo ya gracioso, una provocación que planteas incluso hacia ti mismo. Y te obligas a argumentar esa afirmación. Todo queda entre profundo, gracioso, te descoloca... De hecho, yo mismo me río mucho cuando lo escribo.

- Es que se nota que trabajas mucho en la primera frase de la columna. Algunas funcionan casi como aforismo: “La novela negra no tiene nada que envidiar a la peste negra, ni siquiera los  muertos” / “2,95 euros cuesta contemplar el enternecedor y, a veces, lamentable ocaso de los sueños literarios”/ “No es necesariamente incontestable que los argentinos sean la gente más insufrible del planeta”.
- Bueno, no es que yo compita contra nadie pero sí que es verdad que hay un montón de artículos y cosas interesantes por ahí para leer o hacer, así que la primera frase tiene que ser genial. Debe ser sentenciosa y siempre la tengo clara. Le doy muchas vueltas y el proceso es que como no tengo otro artículo que hacer, el miércoles ya pienso el tema, el jueves lo escribo, el viernes lo corrijo y el lunes siguiente otra vez. Y le voy añadiendo capas, cambio adjetivos, algunos comentarios exactos. Y pulo el texto hasta el final. Pero volviendo a tu pregunta, el comienzo sí es puro. En el artículo me siento cómodo con él cuando la primera parte que se me ocurre es simpática. Y si no me sale no lo escribo. Cuando lo tengo, me da confianza y entonces sigo.

- Parece complicado definir qué es buena literatura  y qué no lo es. Pero hay una definición que tú empleas para definir a Levrero y dices, mencionando también a Piglia, que los buenos autores “achican la materia narrativa hasta reducirla al átomo mismo de su ser en el mundo, que es el ser en el mundo de todos nosotros”.
- ¡Madre mía! ¿Eso es mío, dices, no? Escribo tanto que un día me lees una frase de Umbral y me creo que es mía... Ojalá. Es complicado porque no quiero engañar a nadie pero mucha de las ideas más absolutistas que uno suelta sobre literatura son del momento. Es decir, yo no tengo ni idea de lo que digo la mayor parte del tiempo. Por eso hay una serie de artículos en los que decía que no tenía ni puta idea sobre algo y me ponía a escribir sobre ello porque me salía mejor. Pero en este caso que me citas sí sé que tiene que ver con el yo. Justo en estos momentos de autoficción que vivimos -también en las series de televisión, porque he visto que a mi novia le gusta la nueva serie de Berto Romero que él mismo define como 'autoficción'-, uno puede escribir sobre muchas cosas pero si hablas sobre ti mismo, hay algo en el tratamiento de esa cotidianidad absolutamente plana y es que a nadie le importa. Es muy difícil que lo doméstico se convierta en íntimo. Y esa es la gran diferencia entre lo íntimo y lo doméstico: lo íntimo te importa. Por eso a mí me alucina gente que utiliza sus columnitas para decir lo que han hecho ese día o con quien ha quedado. Y a mí qué me importa. Lo fundamental es que exista empatía que suele surgir a través de lo patético. Pero es difícil, la verdad, no sé decir en qué punto alguien dice ‘yo’ y no se está apelando sólo a él mismo.

- Sí, pero fíjate que tú hablas mucho del género diarístico -Trapiello, González Ruano, Ricardo Piglia- que están constantemente bordeando los límites entre lo doméstico y lo íntimo.
- Bueno, esos diarios están escritos como Dios y, además, conecto mucho con ellos porque hablan de las miserias de la literatura. También hay un punto muy interesante cuando haces gala de tus defectos. Esto es algo que hacía El Gran Wyoming que no sé si sigue haciendo de echarse flores constantemente. Ser soberbio y vanidoso está mal pero ser exageradamente soberbio y vanidoso es gracioso porque te estás riendo de ti mismo. Es el clásico chiste o situación de stand-up es el que sale y te dice: “No follo nada”. Ahí ya estamos enganchados.

- ¿Cómo empiezas a escribir a propósito de temas que no son esencialmente literarios?
- Bueno, me lo pidió Daniel Arjona, el jefe de cultura de El Confidencial. Pero yo en mis columnas donde hablaba ya de libros, realmente utilizaba los libros para hablar de otras cosas. Yo no hacía críticas estrictamente literarias. No sé, por ejemplo, con el último libro de Daniel Gascón -Un hipster en la España vacía- hago una reseña y me sirve para hablar de lo que yo quiero, aunque al libro le dedique dos líneas. Pero el libro, por supuesto que me lo leo y de hecho me ha gustado mucho, pero es una excusa. Ya estaba ahí en el límite de hablar de otros temas que no eran librescos y sólo necesité ese empujón. Por ejemplo, cuando llegó el coronavirus yo me notó angustiado porque no había otro tema y teníamos que buscarnos la vida y tratar el mismo tema pero desde otro punto de vista. Cuando al pandemia se naturalizó ya me relajé más y pude hablar de otros asuntos.

- El libro tiene un epílogo donde recoges cinco especie de reglas a propósito de qué es escribir bien y que habías publicado en Zenda. Y una de esas leyes es: “Contra el diccionario. La buena literatura no tiene nada que ver con el vocabulario”. Reviertes aquí un dogma bastante establecido, según el cual, en casa de todo buen escritor debe haber uno o muchos diccionarios, ¿no?
- Evidentemente, cuando tengo la mala idea de ser escritor, leía mucho a Baroja y tenía un cuaderno donde apuntaba palabras que aprendía y luego tenía la tentación subsiguiente de utilizaba. Y es normal que en la juventud nos queramos hacer con un capital léxico para poder afrontar nuestra profesión. Pero luego te das cuenta que eso no sirve. La gran enseñanza es que escribir tiene que parecer muy fácil, que lo haces del tirón. Javier Marías, por ejemplo, tiene un estilo muy enrevesado pero a mí me gusta mucho porque parece que le sale solo. En general, el gran estilo absoluto que a mí me gustaría tocar es algo entre Juan Rulfo y Mercé Rodoreda. Es esta prosa coloquial pero muy retórica, es decir, que tenga metáforas pero hechas con dos palabras. Es esa lírica de la palabra común. Ese es el estilo más depurado y envidiable. Claro que yo consulto el diccionario porque tengo mis momentos de flaqueza y, claro, puedes empedrar el texto de palabrejas pero si tienes que parar de escribir para buscar una palabra es que algo no está bien, no es natural.

- En este libro dices a menudo que la literatura no le importa a nadie y me acordaba de otro libro tuyo, Alabanza, en el que te imaginabas un futuro inmediato en el que la literatura ha desaparecido de la sociedad. ¿No sé si crees que ese futuro está más cerca que nunca?
- Absolutamente. Lo veo en mi entorno. Tenemos un montón de libros y tenemos problemas para leer porque tenemos hijos, series, Twitter... y, claro, la lectura es completamente anacrónica, porque para leer bien tienes que estar tú solo. En los libros no hay nadie más que tú. Con la películas o las series puedes establecer incluso una conversación por redes sociales porque todo el mundo la está viendo al mismo tiempo pero un libro no. Estás solo y desconectado. Es un acto bastante antisocial. Entre que hay muchas opciones de ocio y que la lectura sigue siendo un acto impenetrable pues lo veo complicado. Requiere un esfuerzo, la verdad. No sería yo el que tiene más interés en que la literatura se derrumbe porque no tengo más remedio que seguir siendo escritor pero sí creo que es difícil que la gente lea porque ya no es sólo leer, sino que además sepan apreciar la literatura de verdad.

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