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Apuntes de filosofía china para estas Navidades

23/12/2018 - 

En este último artículo del año 2018 de Noticias de Oriente, que coincide con la época navideña, procede separarse algo de la inmediatez de la actualidad y tratar de discurrir por derroteros más esenciales o incluso elevados. Estos son días de reencuentros, de alegría o tristeza por las Navidades pasadas, de recuerdos, de exposición prolongada a la familia y los amigos (con los efectos que ello pueda tener). En definitiva, son días de emociones intensas, de mucho ruido y algún exceso (consumista, gastronómico e incluso, a veces, etílico), días de intensidad vital. En este torbellino, es recomendable (aunque solo sea para asegurarnos cierta supervivencia) buscar espacios de recogimiento, treguas necesarias para la reflexión, para el espíritu.

Al hilo de esto, vuelvo a China. Es un lugar común las diferencias que existen entre los chinos y los occidentales. Con ocasión de mis vivencias y relaciones con orientales, me he movido muchas veces entre dos polos opuestos en mi aproximación al mundo chino y sobre toda a las personas que lo integran. Por un lado, el polo de la incomprensión, motivado por las dificultades reales que podemos tener en comprender sus motivaciones, estrategias, la forma de tomar decisiones, fruto de una cultura milenaria que lamentablemente ignoramos. Y, por otro, un enfoque que podría calificar —si se me permite el término técnico jurídico— de iusnaturalista, es decir, que por encima de esa aparente lejanía, de esa falta de similitud, por encima de esos factores que nos separan, existen elementos subyacentes fundamentales que nos aproximan y que compartimos.

Cabe afirmar —y ésta es quizás una de las razones por las cuales los chinos y los españoles tenemos una buena relación— que, entre los occidentales, los españoles (y particularmente los valencianos) tenemos numerosos puntos en común con los chinos. Tratando de evitar caer en los clichés, mi idea es mostrar que compartimos más cosas de las que inicialmente pensamos, lo que sin duda contribuirá a un mejor entendimiento entre ambos.

De esta forma, y yendo a la concreto, la familia es uno de los elementos vertebradores de ambas sociedades. Se trata de uno los pilares más sólidos del sistema. En efecto, como en España, esos lazos familiares han resultado esenciales para mitigar los terribles efectos de la crisis financiera que arrancó en 2007. Y en China, como sucedía en España hace cincuenta años, los padres ancianos son objeto del cuidado por parte de los hijos hasta el punto de que en muchas ocasiones viven con ellos en la cuidad. Conviene explicar que la situación de relativa prosperidad de los hijos como empleados o profesionales es el resultado de un enorme sacrificio vital y económico por parte de los padres.

Recuerdo que cuando entrevistaba en Pekín a candidatos chinos para su incorporación como abogados en nuestra oficina, me resultaba curioso que muchos de los que tenían una formación esmerada y manejo muy solvente del inglés eran de orígenes humildes y sus padres provenían de entornos muchas veces industriales. Para entender esas situaciones, conviene recordar que en China se ha producido en estos años un importante fenómeno de promoción social incentivado por su enorme desarrollo económico. Y la familia china, como la española, disfruta estando junta y celebrando la vida dentro del ámbito del clan. Por lo tanto, la familia constituye en ambas culturas, en general, una eficaz herramienta de ayuda mutua nada desdeñable para la estabilidad y el orden social.

La familia es adicionalmente un elemento esencial de la ética de Confucio. Confucio, que es el nombre en latín que le dieron los jesuitas y que en chino es conocido como el Maestro Kong, constituye una de las presencias permanentes en el pensamiento del gigante asiático. Por lo que sabemos —y nada a ciencia cierta, ya que lo histórico y legendario tienden a confundirse—, vivió en el siglo VI antes de Cristo (es curioso constatar que precisamente en ese siglo se produce la eclosión de la filosofía en los otros dos grandes polos de la civilización mundial: la India y Grecia). Confucio fue un hombre de su tiempo, caracterizado por la inestabilidad política (guerras civiles claramente feudales entre los diferentes territorios chinos) y personal (perdió a su padre cuando solo contaba con tres años y pasó penurias económicas). Estas circunstancias determinaron su defensa del orden, de las jerarquías dentro de la sociedad y de la seguridad. Inauguró la llamada tradición de los letrados (con estimulantes continuadores como Meng Ke —o el latinizado Mencio— y Xun Kuang). Este trío de pensadores tiene una simetría coincidente y sorpresiva con la Grecia clásica. Así, a grandes rasgos, Confucio se podría comparar con Sócrates; Mencio, con Platón; y Xuan Kuang, con Aristóteles.

El legado de Confucio es profundamente moral y persigue consolidar una estructura social sólida. En este sentido, Confucio entendía que las dos grandes cualidades y virtudes que deben presidir la vida social, y que se erigen en la clave de una civilización vertebrada, eran la benevolencia (ren) y la rectitud (yi). Estos dos conceptos constituyen las piedras angulares de su pensamiento filosófico. Como resume el antropólogo y filósofo Jesús Mosterín, con benevolencia Confucio hacía alusión a la más alta virtud moral. Está en la cúspide de la jerarquía confuciana con la que nos referimos al amor hacia los demás (lo que constituye un elemento esencial del legado de Cristo) y es una guía ética que nos enseña cómo comportarnos. En consecuencia, su incidencia práctica es inmediata. No tiene, pues, una repercusión únicamente intelectual o conceptual. Muy al contrario, es acción en marcha, la llamada voluntad actuante. Por lo que respecta a la rectitud (yi), Confucio se refería a hacer en cada circunstancia lo que el deber exige. En este sentido, se trata de un concepto Kantiano avant la lettre, al poder entenderse como un imperativo categórico. Se contrapone claramente al beneficio personal o subjetivo (li). Este aparato filosófico se proyecta en las relaciones sociales más relevantes: la relación padre/hijo, hermano mayor/hermano menor, súbdito/ soberano. De aquí podemos concluir que si se es un buen padre, se debería ser también un soberano correcto; si se es un buen hijo, igualmente se debería ser un buen súbdito. En consecuencia, la proyección de estas dos virtudes dan como resultado el cumplimiento de las normas y del deber. Esta filosofía es a su vez  profundamente humanista, ya que parte de la pretensión de que el hombre rige el destino de la sociedad. En Occidente tendremos que esperar prácticamente hasta las aportaciones de Maquiavelo para lograr una autonomía humanista análoga. Esto hace que la disciplina y la consistencia resulten inherentes al sistema. A la vez —qué duda cabe—, es un antídoto eficaz frente a las fuerzas caóticas o la entropía. Para una sociedad tan numerosa, diversa y dinámica como la china, es una herramienta necesaria. La China de Mao rompió, con su adanismo, estos equilibrios, pero los valores confucianos están de vuelta y han llegado a ser un elemento inspirador de la política del presidente Xi Jiping.

No obstante, por mucho que el hombre pretenda controlar el universo, por mucho que desee que prevalezca un orden, no se puede negar que ese afán muchas veces es vano. Y es precisamente esta realidad la que refleja el taoísmo, que, en mi opinión, tuvo un digno continuador en la obra de Frederich Niezstche. Esta escuela, liderada por Zhuang Zhou (siglo IV antes de Cristo), recibe su nombre del Tao, que constituye un concepto estimulante y complejo: con él se pretende englobar a todo el universo, a sus fuerzas dispersas, a los cambios. En el centro de esta construcción intelectual se encuentra la regla de que nada se destruye y todo se transforma (frase inmortalizada en una buena canción de Jorge Drexler). E igualmente su impacto en tratar de regir la propia conducta de los hombres es claro: se impone una vida sencilla, discreta, flexible a los vaivenes que marque el destino, e invita a un acercamiento y una comunión con la naturaleza como forma de alcanzar la sabiduría, anticipándose así al pensamiento ecologista de pensadores tan relevantes y tan en boga en la actualidad como Thoreau o el poeta Walt Whitman. Este determinismo natural se refleja precisamente en acontecimientos como el año lunar chino o determinadas fiestas cristianas con orígenes paganos y agrícolas (como nuestro querido San José).

Las reflexiones anteriores nos permiten concluir que al final el pensamiento occidental y el chino convergen en numerosos puntos, ya que ambos pretenden dar respuestas a las grandes preguntas de nuestra existencia. Esas respuestas, muchas veces coincidentes, debería contribuir a reducir las brechas culturales que puedan darse y a un mayor entendimiento entre ambas partes. Y con esta imagen de concordia y armonía, os deseo unas felices Navidades y todo el mejor para el 2019.

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