El taxi no es un monopolio, ni siquiera un oligopolio. Un monopolio es Aena, Renfe o en su día Telefónica. El taxi es un servicio público regulado que prestan empresas privadas o –sobre todo– trabajadores autónomos bajo unas normas y tarifas que fija la Administración. Lo hacen en régimen de exclusividad, que no es lo mismo que un monopolio ni que un oligopolio porque los taxistas compiten entre ellos. Una competencia que no es perfecta por la limitación de licencias y por culpa de normas como la obligación, para el usuario, de coger el primer taxi de la parada y no el que más le gusta.
Hago esta aclaración, ahora que la contienda de Barcelona y Madrid se traslada a la Comunitat Valenciana, porque en cada debate sobre el futuro del taxi y los VTC (vehículos de turismo con conductor que utilizan Uber y Cabify) se oye continuamente la palabra "monopolio" por parte de quienes abogan por liberalizar este negocio. No siendo un monopolio sino un sector regulado y con tarifas fijadas por la administración para garantizar el servicio público, la liberalización no es tan fácil porque no puede ser completa... a no ser que deje de ser un servicio público.
¿Liberalizar hasta dónde? Si nos ponemos ultraliberales, debería dejar de considerarse un servicio público y permitir que cualquier persona con un coche y el B-1 pudiera ofrecer el servicios de transporte con conductor en la ciudad al precio que le diera la gana. Pero eso no es posible porque, de entrada, es una actividad económica que se realiza en la vía pública y debe limitarse el número de operadores como se limita la instalación de terrazas y la venta ambulante.
Ahí tenemos una primera limitación, la del número de licencias, tanto de taxis como de VTC. Las de taxi, por cierto, son el mismo número que hace 30 años a pesar de que la población española y sobre todo la de la Comunitat Valenciana ha crecido notablemente y el número de turistas que nos visitan bate récords cada año. En 2018, más de 9 millones de turistas extranjeros visitaron la Comunitat Valenciana, un 3,2% más que el año anterior y más del doble que en el año 2000. A su disposición había el mismo número de taxis que en los años ochenta, época en la que, además, no teníamos los palacios de congresos de València y Castellón ni la EUIPO en Alicante, infraestructuras que generan clientes al taxi.
Objetivamente, los taxistas han salido ganando con esta congelación de licencias, y si no han ganado más es por las ineficiencias de todo sector regulado. Los taxistas se quejan, con razón, de que los VTC que utilizan Uber, Cabify, etc. están haciendo de taxistas sin las restricciones que ellos tienen, pero habría que preguntarse si sus logros regulatorios no han ido a veces en la dirección de parecerse el taxi a un servicio de alquiler con conductor.
Por ejemplo, y hablo de València, que es lo que conozco, cuando en 2003 se implantó la carrera mínima –hoy 4 euros– y años después la tarifa carrera nocturna –hoy 6 euros– en perjuicio de la gente mayor que por dificultades físicas necesita un taxi para recorrer un kilómetro o 700 metros. La Generalitat lo aceptó en perjuicio del servicio público –y de los taxistas, que recorren kilómetros desocupados cuando podrían estar haciendo carreras cortas que no gastarían más tiempo ni recursos–, igual que cuando hace poco adelantó aún más el horario de tarifa nocturna, que antaño empezaba a las 10 de la noche, de manera que ahora a las 9 de la noche –en verano aún es de día– ya te cuesta 6 euros.
Estas concesiones y otras, como que el billete de metro al aeropuerto de Manises cueste un 85% más que si vas a la estación de Rosas, en Manises, a solo un kilómetro de distancia; que no haya un autobús directo desde el centro de la ciudad al aeropuerto; que por la noche no haya un número mínimo de taxis dando servicio –salen los que quieren–, o las trabas que Joan Ribó está poniendo al car sharing en València hacen que la percepción que uno tiene del sector del taxi es que no solo es un sector regulado, sino también protegido. Y eso lo hace antipático. Si además los taxistas cortan las calles y algunos emulan a los estibadores para imponer sus tesis, se vuelve aún más antipáticos.
Mi percepción es que se trata de un negocio al alza, por mucho que se quejen los taxistas, y que la irrupción de las plataformas de VTC –Cabify, Uber, etc– no ha sido tan traumática como pretenden hacer ver. Lo de un 'negocio al alza' algunos se lo tomarán como algo peyorativo, como si ganar dinero fuera reprochable, pero es todo lo contrario, es muy bueno para todos que existan negocios saludables. La prueba de que es un buen negocio es que han surgido competidores.
No me extenderé sobre otras ineficiencias de este servicio público a las que ya me referí en este espacio hace seis meses, como los no pocos taxistas que tratan de engañar a todo usuario con pinta de no ser de aquí. A mí me pasa demasiadas veces cuando voy a un hotel, al Palacio de Congresos o a la estación, y siempre que ocurre es un taxista veterano y español, es decir, el dueño del taxi.
Si has llegado hasta aquí, querido lector, esperarás que ofrezca una solución a este complejo problema. No la tengo y espero que no le pase lo mismo a la consellera María José Salvador. Por si sirve, dos ideas:
La regulación de los VTC no puede pasar por renunciar a la tecnología. Prohibir la geolocalización de los VTC, como se ha hecho en Barcelona, es prohibir el progreso.
La acotación de la actividad de las VTC debe ir acompañada de una serie de reformas a corto y medio en el sector del taxi enfocadas a mejorar el servicio público: eliminación de la tarifa mínima por viaje –la bajada de bandera ya impone un precio mínimo–; capacidad del usuario en las paradas de elegir el taxi –o taxista– que más le agrade; sustitución o compatibilidad del taxímetro con la contratación vía app que permita conocer el precio y recorrido de antemano, establecimiento de un mínimo de taxistas por la noche... Se lo dice uno que va en taxi, no en VTC.