Los primeros compases de la pandemia del covid-19 han deparado, como uno de sus muchos efectos colaterales, la rápida evolución de las actitudes de mucha gente, a veces hasta lugares de destino totalmente insospechados. Por ejemplo: ¿quién nos iba a decir a nosotros que los principales defensores del derecho de manifestación contra un Gobierno opresor que utiliza a las fuerzas de seguridad para reprimir estarían en el barrio de Salamanca e irían a la "mani" ataviados con elegantes "fachalecos", sin importar la temperatura ambiente? La situación es tan desconcertante que ha sido tildada por algunos de "Borjamani", en obvia alusión al perfil del activista que se moviliza contra el Gobierno (hay múltiples denominaciones alternativas, todas con mucha miga, como "kale pochola" o "Caye borroka").
Una de las evoluciones vitales más interesantes, por el grado de cambio que a veces conlleva, es la que podemos observar entre los "gripistas". Es decir, los que, cuando apareció el coronavirus, le quitaban hierro al asunto, pues les parecía exagerado que se adoptaran medidas contra la extensión del contagio. No en vano, decían, el coronavirus no era sino "una simple gripe". Algo totalmente normal, porque la inmensa mayoría de la población no se había enfrentado nunca a una crisis semejante, y es difícil asimilar que algo así pueda suceder, por mucho que lo hubiéramos visto o leído muchas veces en obras de ficción, e incluso por mucho que lo estuviéramos viendo en otros países que nos precedieron en el impacto del virus: muchos no lo vieron venir, y algunos -bastantes- pensaron que la cosa no sería para tanto, a la hora de la verdad.
Con el tiempo, los gripistas de ayer han evolucionado en tres sentidos totalmente diferentes. Por un lado, los que en su día se reían de los que aventuraban que el coronavirus no era ninguna tontería y ahora dicen que ya ha pasado lo peor y hay que abrir las terrazas y los bares y "convivir con el virus", y si hay que manifestarse ataviados con el fachaleco de campaña para exigir nuestro derecho constitucional al vermut de las doce logrado con el sudor de nuestra frente rentista, nos manifestamos. Eso sí, hay que reconocerles coherencia en su gripismo: gripistas de la primera y de la última hora. Todo ello compatible con acusar al Gobierno de todos los desmanes imaginables.
En segundo lugar, tenemos a los que en su día igualmente se reían de quienes aventuraban que el coronavirus no era ninguna tontería, pero cuando vieron que la cosa iba en serio, transmutaron su gripismo a marchas forzadas, y con la fe del converso defendieron desde entonces que la situación es gravísima y, de hecho, se han vuelto más papistas que el Papa: toda precaución es poca frente al virus, qué barbaridad que la gente salga por ahí por la calle, impunemente, yo me pienso quedar confinado en mi casa hasta 2025. A este colectivo hay que reconocerle, no coherencia, sino capacidad de adaptación a la realidad, que ya no es, ni de lejos, la que teníamos antes. Aunque a veces se pasen de exceso de celo.
Por último (no es una categoría necesariamente excluyente respecto de la anterior), tenemos a los gripistas que en su momento se fiaron del Gobierno cuando les decía que la situación estaba controlada y aquí no pasaba nada, y ahora continúan fiándose y defendiendo la mayoría de sus iniciativas. Esta tercera categoría de gripistas "oficialistas" suele utilizar muy a menudo el argumento de que es muy fácil ser capitanes à posteriori. Y es verdad, es mucho más fácil hablar à posteriori que actuar à priori. Muchos de los errores que ha ido cometiendo el Gobierno son comprensibles, individualmente considerados. Pero, en su conjunto, si sumamos todo, el balance ya no es tan positivo. Y la idea de que "no se podía saber" y que "todos han actuado igual" es, sencillamente, falsa, como cualquiera que compare puede constatar. Y la comparación, por desgracia, no nos deja en muy buen lugar, si bien sería absurdo negar que algo hemos mejorado en las últimas semanas.
Es evidente que una ventaja de gestionar esta pandemia, para los gobiernos, es que las críticas en la calle han quedado bastante desactivadas durante un tiempo. Por mucho que uno se oponga a la política del gobierno, aglomerarse en protesta es un contrasentido respecto a todo lo que estamos viviendo. Y es, sin duda, un problema, porque a los recortes en las libertades que ya vienen inducidos por la gestión gubernamental de la crisis hemos de añadir los que el riesgo de contagio también conlleva.
Por eso, es a un tiempo admirable y alucinante ver a esa gente que se congrega en el barrio de Salamanca de Madrid protestando contra el Gobierno español, día tras día. Es un espectáculo digno de ver, por el mencionado contexto, porque no es habitual ver a la clase alta lanzarse a la calle para protestar, y porque hay una contradicción en sus mismos términos entre protestar para echar en cara al Gobierno las deficiencias de la gestión de una crisis sanitaria, que en España ha generado más muertos por millón de habitantes que en la mayoría de países de nuestro entorno, y que se busque con las protestas suspender las restricciones del estado de alarma, que se abran los comercios y las terrazas de los bares, que los ciudadanos puedan circular con total libertad... En el epicentro de la pandemia en España, donde la infección dista mucho de estar controlada. Porque, total, ya lo hemos superado y no es para tanto, la economía (y quien dice "economía" dice (vermú") es más importante.
Por no hablar del hecho evidente de que la protesta pueda agravar dicha crisis, por la vía de desperdigar y extender el contagio entre quienes protestan. Aunque parece también claro que, para los manifestantes, hay pandemias mucho peores que el coronavirus; este Gobierno "socialcomunista venezolano", sin ir más lejos. Sobre todo porque, recuerden, el coronavirus es para ellos una simple gripe sin importancia... que ya ha matado a 27.000 personas.