Dentro de unos meses, muy probablemente, no nos acordaremos de la negociación que llevó a forjar el pacto del Botànic 2. No nos acordaremos porque estaremos evaluando la acción cotidiana del gobierno autonómico, su cohesión y la coherencia de su mensaje. Será más importante lo realizado en el día a día que lo ocurrido en unos días de junio. Y para constatar que esto será así sólo hace falta rememorar los días de la negociación del primer Botànic, con la tensión a flor de piel entre los partidos de izquierda y con la pugna entre PSPV y Compromís por dirimir quién ostentaría la presidencia y cómo se repartirían los cargos.
Conviene recordar que, en esa ocasión, las discrepancias llevaron al PSPV a ensayar un pacto con Ciudadanos para la constitución de la mesa de las Cortes Valencianas, antesala de una hipotética investidura, que sólo se truncó por la negativa de Isabel Bonig a abstenerse (Alberto Fabra había insinuado que el PP se abstendría). En aquellos tiempos, Bonig era vista como una ultraliberal agresiva y radical; ahora, en parte por evolución de la dirigente del PP, y en parte por comparación con los nuevos actores políticos en la derecha valenciana, Bonig parece la quintaesencia de la moderación.
De hecho, hubo una "investidura" fallida en la Mesa de las Cortes, con un primer presidente provisional, el socialista Francesc Colomer, que luego fue sustituido por Enric Morera. Pero se formó el Gobierno PSPV-Compromís, las cosas comenzaron a funcionar, y esos días crispados cayeron en el olvido. Sobre todo, una vez quedó clara la sintonía entre Ximo Puig y Mónica Oltra, que no era mera pose, y se logró encajar un Gobierno en el que el mestizaje ha funcionado razonablemente bien (mejor en unas consellerias que en otras).
Ahora hemos tenido un show esperpéntico, con suspensión de las negociaciones, un pleno de investidura aplazado, y enormes tensiones entre los supuestos socios de Gobierno (con su parte de teatrillo y con el entrecruzamiento de versiones interesadas por parte de los partidos, oportunamente filtradas, y a veces dictadas, a los medios). Pero, al final, hay pacto. Y ahora no tiene por qué pasar algo diferente a lo que sucedió entonces, aunque contemos con más actores en juego, y más complejidad: cuatro formaciones políticas (PSPV, Compromís, Podemos y EUPV), cada una con "sus" consellerias (aunque prevalezca el mestizaje), sus intereses y sus dinámicas partidistas. Son muchas las voces que han alertado contra el experimento, como la del director de Valencia Plaza, Javier Alfonso, o la de uno de los consellers salientes, Manuel Alcaraz, de Transparencia, que afirmó en una entrevista en Levante-EMV que el mestizaje del Botànic puede funcionar con dos socios, pero no con tres o cuatro.
Puede funcionar... pero, incluso aunque funcione, el Botànic 2 se enfrenta a retos importantes. En primer lugar: ya no van a poder vivir tan plácidamente, como en la anterior legislatura, de no ser el PP. No ser el PP fue el slogan electoral implícito de 2015: votadnos y echaremos al PP. Se echó al PP (de la Generalitat y de casi todas partes, de hecho) y la ciudadanía tuvo ocasión, por primera vez en dos décadas, de vivir bajo un gobierno de izquierdas en la Generalitat y en la mayoría de los ayuntamientos. Salvo los estresados por la pesadilla del carril bici, que sólo afectaba a la ciudad de València (y hay quien diría que sólo a algunos habitantes del centro que no van en bici), no puede decirse que hayamos estado viviendo bajo el soviet de Massalfassar.
Pero esto también admite una lectura perversa: el Botánic no ha supuesto tanto contraste con el PP porque, después de todo, muchas de sus políticas (¿la mayoría?) son indistinguibles de las del PP. No descarten que dentro de cuatro años las derechas, que llegaron a estas elecciones en malas condiciones, las afronten con un estado de salud mucho mejor, con la divisa electoral implícita de echar a la malvada izquierda... para hacer, más o menos, lo mismo que la izquierda, es decir: lo que hacía el PP antes.
Por otra parte: el Botànic ha sido un gobierno que ha dedicado buena parte de sus energías a la espinosa cuestión de la financiación autonómica. Sobre todo, a lamentarse por la falta de soluciones al respecto. Cuatro años de lamentos, que se unen a los once años de lamentos que, previamente, ensayó el PP, con Camps y con Fabra. Y ya hemos visto que da igual cuál sea la combinación partidista (PP en Valencia y en Madrid; PP en Valencia y PSOE en Madrid; PSOE en Valencia y PP en Madrid; PSOE en Valencia y en Madrid): la respuesta siempre es "vuelva usted mañana". Pero ahora el PSOE de Madrid tendrá, igual que el valenciano, cuatro largos años por delante, durante los cuales, además, es inevitable que el gobierno central afronte la cuestión catalana (o al menos simule hacerlo). Y la excusa enarbolada este último año (la precariedad del Gobierno de Sánchez y sus 84 diputados) ya no servirá de excusa.
Si dentro de cuatro años seguimos sin arreglar el problema (y no sirven paliativos que no afronten la raíz, esto es: que los valencianos pagamos como si fuéramos ricos y recibimos como si necesitásemos menos que los demás, cuando es justo al revés), esta cuestión figurará, claramente, en el debe del Botànic 2.
Finalmente, en cuanto a los problemas más acuciantes (sin contar con la posibilidad, nada lejana, de que durante la próxima legislatura vivamos una desaceleración de la economía), estos cuatro años asistiremos a un proceso de renovación del liderazgo entre los principales referentes del Botànic: en el PSPV, Ximo Puig no repetirá un tercer mandato (al menos, eso ha afirmado en repetidas ocasiones). Y el PSPV, como siempre, y aunque el poder sea el mejor relajante de conflictos que existe, se encuentra dividido. En esta ocasión, sus principales referentes son el propio Puig y el ministro de Fomento y secretario de Organización del PSOE, José Luis Ábalos, que ya alentó una candidatura alternativa a la de Ximo Puig en el último congreso del PSPV, en 2017. Esa sucesión no será nada fácil de gestionar, y puede generar mucho ruido en torno al Botànic en los últimos años de la legislatura.
En Compromís, el problema es doble: la sucesión de Joan Ribó al frente de la alcaldía de València, la joya de la corona de la coalición valencianista, y dilucidar si Mónica Oltra seguirá una tercera legislatura al frente de Compromís. Oltra es joven, pero en 2023 llevará ya 16 años consecutivos en las Cortes Valencianas, y ocho como vicepresidenta. Su gran ocasión de alcanzar la presidencia (aunque ningún sondeo lo supo ver) fue 2015. En las recientes elecciones, el adelanto electoral de Puig socavó sus posibilidades, y aunque el resultado de Compromís fue similar al de 2015, los socialistas se alejaron mucho: a diez escaños, 27 a 17, frente a los cuatro de 2015 (23 a 19). Es improbable que en 2023 pueda producirse un sorpasso.
La solución a los problemas de Oltra, paradójicamente, podría ser sustituir a Ribó como cabeza de cartel en València ciudad. Una solución con muchos elementos a favor: el principal, que Oltra es la única candidata que tiene Compromís que podría mantener, e incluso aumentar, el tirón electoral del alcalde. Pero esto obligaría a afrontar una sucesión muy complicada para el cartel autonómico, hasta ahora basado en un equilibrio inverosímil entre la masa crítica del Bloc y el tirón electoral y carisma de Mónica Oltra.
En resumen: el Botànic 2 no lo tiene nada fácil. Y recuerden que los problemas aquí esbozados parten de la base de que el gobierno, en cuanto a su cohesión interna, funcionará bien. Si las disensiones afloran desde el primer momento, prepárense a asistir a un espectáculo digno de los mejores realities televisivos.