VALÈNCIA. Ahora mismo, en alguna parte, alguien debe estar hablando sobre estos cinco años (five years, what a surprise) sin David Bowie. Ahora mismo, en algún informativo o en algún programa de radio, en algún post, alguien estará refriéndose a él como el camaleón con la misma entrega con la que otros han estado echándole la culpa de nuestros males más recientes al difunto año 2020, como si los años o los meses fueran culpables de nuestra creciente inoperancia como especie. El 10 de enero de 2016 Fangoria declararon el año 0 D. B. (después de Bowie) y no me parece una mala manera de medir al tiempo para los que somos creyentes, básicamente porque tampoco se me ocurre ninguna más apropiada cuando la fractura entre el siglo XX y el XXI ya es un hecho. La letra de Life on Mars? sigue ofreciéndonos estampas poéticas para ayudarnos a digerir el inenarrable caos del presente. Resulta que Mickey Mouse no se convirtió en vaca sino en Donald Trump, y la película ya no es una película, es una serie, pero sigue siendo un rollazo deprimente porque la hemos visto -en los últimos diez meses- un millar de veces o más. Es de ese tipo de series que deberían concluir antes de alcanzar una tediosa e incomprensible deriva.
La muerte de Bowie nos cogió totalmente por sorpresa porque si un icono de la cultura popular podía ser considerado inmortal, ese era él. Era como un dios, omnipresente y todopoderoso, porque había conseguido trascender su condición humana, desafiar al olvido e incluso a la muerte. Una vez aceptado el hecho de que el ser humano llamado David Robert Jones, el padre de Duncan y Alexandria, el marido de Imán Abdulmajid, falleció a causa de un cáncer de hígado, hay que reconocer también que el dios Bowie sigue vivo. No nos dará música nueva, pero no paran de editarse discos suyos. Nuevas ediciones de lo que ya conocemos, material antiguo que no conocíamos; cajas que recopilan etapas de su obra, álbumes en directo. Lo más destacable es que, más allá de la maniobra comercial -explotar grabaciones de sobra amortizadas- de una industria que ya no tiene su principal fuente de ingresos en la venta masiva de discos, la gran mayoría de esos lanzamientos con el nombre de Bowie aportan algo. Por su amplitud, impacto y transversalidad, la obra de Bowie, como la de los Beatles, es un objeto de estudio cuyo interés aumenta con el tiempo.
Bowie no ha resucitado al quinto año, y no voy a decir que no era necesario; para los creyentes como yo, sí lo es, y si he de aceptar que el mundo moderno puede verse asolado por una pandemia o que hemos terminado por invitar a la extrema derecha a nuestra mesa, también necesito creer que el día menos pensado me encontraré a Bowie en las pinadas de El Saler. No ha resucitado, pero sigue con nosotros. Es imagen y es sonido. Es como el logo de los Ramones y el plátano de Warhol, algo que hace tiempo que dejó de pertenecer a los devotos y que es de dominio público. La gente se pinta el rayo de Aladdin Sane en la cara y se ve a sí misma como protagonista de Heroes porque el arte, sobre todo el popular, existe para eso. Un creador da forma a una obra que expresa sus temores o sus obsesiones, sus ilusiones o sus delirios, y después le entrega eso al mundo para que la consuma como quiera. Cuando un artista muere, su obra lo mantiene vivo. En el caso de Bowie, el calado de su obra en nuestra vida cotidiana equivale a una forma de resurrección que no se nos había pasado por la cabeza que pudiera ser posible.
Bowie no fue ni la primera ni la última estrella pop que ha muerto, pero con su desaparición nos dimos cuenta de que este tipo de ausencias cobra una mayor resonancia en el siglo XXI, que va imponiendo sus propios parámetros culturales en medio de una fragmentación que dificulta la consolidación de referentes artísticos y creativos como los de antaño, aquellos que estaban hecho para formar parte de la Historia. Si Prince hubiese fallecido en, pongamos por caso, 2005, su pérdida no habría dolido tanto. Lo mismo puede decirse de Leonard Cohen. Y mucho me temo que, en este sentido, al igual que en tantos otros, Lou Reed, muerto en 2013, también se adelantó a su tiempo. ¿Qué pasaría si Bowie siguiera vivo en 2021? ¿Le gustaría Billie Eilish, querría colaborar él también con Rosalía? ¿Incorporaría el reguetón, fulminando así de un disgusto a millares de fans en el mundo no latino? Para muchos, Bowie es el rasero perfecto para medir el presente, de la misma manera que podría haberlo sido Warhol de no haberse muerto demasiado pronto.
Nos habíamos acostumbrado a que Bowie animara este siglo. Lo hizo con discos -el excelente Heathen (2002) el menos acertado Reality (2004)-. Luego, mientras internet cogía fuerza y las redes sociales empezaban a definirse, desafió las nuevas reglas del juego -la omnipresencia a través de redes y móviles- y desapareció sin dar explicaciones. A una buena parte de ese mundo que hoy le llora le vino muy bien abrazar la teoría de que estaba muriéndose. De repente podías verlo más fresco que una rosa en una gala benéfica, charlando con Rihanna, pero eso no era noticia o no interesaba que lo fuera. Al guardar silencio y no preocuparse por desmentir rumores, Bowie actuó también como indicativo de nuestro tiempo. Is the terror of knowing what the world is about, cantaba en Under pressure: es el horror de saber en qué consiste este mundo. Cuando decidió volver, lo hizo por sorpresa y nos alegró el comienzo de 2013, esas primeras semanas del año nuevo que, por regla general, suelen ser una especie de tiempo muerto e inservible. Lo mismo pasó exactamente cuando, al cumplirse tres años de aquel retorno, no tuvo más remedio que desaparecer, mortalmente enfermo como estaba -esta vez sí-, para siempre. Ahora, cinco años después del desvanecimiento definitivo, seguimos impregnándonos de Bowie, aunque él ya no esté. El criticado biopic, Stardust, llega en unos días a los cines británicos -suponiendo, claro está, que dentro de unos días alguien en Inglaterra pueda ir al cine-. Remi Carreres acaba de publicar otro single, Art Decade / Neuköln, con aproximaciones experimentales a algunos de los temas más experimentales de Bowie. La Factoría de Arte y Desarrollo acaba de inaugurar una exposición titulada Bowie Devotion, con obra de artistas españoles como Pablo Sycet y Miluca Sanz. Y tengo mucha fe en el manuscrito que un compañero de profesión ha prometido enviarme y del que solamente puedo decir lo que es evidente, que es un texto que gira en torno a Bowie. Seguirán saliendo vinilos de colores y picture discs para el Record Store Day, además cofres lujosos de cara a las navidades. Bowie seguirá sin resucitar, pero nos ha dejado pistas de sobra para ayudarnos a comprender mejor este mundo que nos creó y que nosotros, a su vez, hemos creado. Creo que podemos apañarnos. Yo, desde luego, puedo.
La Navidad está hecha para la felicidad de los niños. En cambio, a un adulto le basta con fingir alegría y recordar los años de nieves y gracias de su infancia. No queda casi nada de aquel tiempo en que la gente se felicitaba las Pascuas por carta y era costumbre pedir el aguinaldo