Nos movemos siempre entre la envidia y la destrucción y juzgamos a veces sin atender la presunción. Y eso es un peligro cuando viene además de un cargo público
No somos muy dados a la hora de alegrarnos o celebrar los éxitos de nuestros vecinos y/o coetáneos más próximos. Somos una sociedad más bien dada a la envidia, o a derrumbar lo que alguien alcanza o logra personalmente. Somos una sociedad cainita. Si quemamos un año de trabajo y un pastizal con las fallas para, supuestamente, purificarnos y de paso dejar la ciudad arruinada por mucha transición ecológica que tengamos a base de ministerios, consellerias y concejalías, cómo no vamos a quemar al vecino en cuanto cometa un error o a ponerlo en solfa cuando suene la flauta. Es la sana envidia, que se dice.
Tenemos grandes artistas de todo tipo y disciplinas, pero cuando alcanzan cierto nivel comenzamos a buscarles la vuelta. Con un único objetivo, malmeter, como recuerda el argot. Y si nos ponemos simplemente en la piel de cualquier “contrincante” directo relacionado con el sector, ya ni atendemos consecuencias. A por ellos, directamente.
Afortunadamente, no todos somos así. O sólo un poco. Pero que una simple acusación partidista por ansia de poder o ambición intente acabar con una carrera de largo recorrido, pues no sé qué quieren que les diga, salvo si vivimos en una sociedad puritana y tan falsa como algunas que me conozco. No es este texto una defensa de nadie porque para algo están los tribunales, sumarios o jurados y las instrucciones de oficio. Así que poner el dedo en el ojo de alguien sin tener pruebas y evidencias reales es un peligro. Nadie es culpable hasta que se demuestra, dicen estos políticos de mesa camilla que siempre añaden esa coletilla para tapar sus propias vergüenzas de compadreo estilo: “respetemos la presunción de inocencia”.
Por ello me extrañó que nuestra Vice Oltra, actualmente algo desorientada, pusiera el ojo en nuestro tenor más universal y cuestionara que en Les Arts lleve en su Centro de Perfeccionamiento el nombre de Plácido Domingo. Me pareció un atrevimiento excesivamente frívolo y hasta peligroso cuando se ha de hablar de presunción y no tanto de reflexión conjunta. Más aún con su complicada situación personal pululando y aún más tratándose de un cargo político y público que habla por todos desde un Gobierno.
Saltó la charca y acabó mojada. El rumbo de la historia y los acontecimientos pueden dar la vuelta y acabar exigiendo muchas explicaciones y/o disculpas. Dudar en la intimidad es una cosa, pero dejar señuelos o advertencias públicas sin estar en posesión ni conocimiento de la verdad es un peligro. Más aún en el mundo de la política, donde todos estudian e investigan a todos. Pero no, por aquí condenamos antes de escuchar o juzgar. Cuestionar es deporte autóctono, como la pelota y la suelta de vaquillas. Suerte que aún no hemos entrado en la liga nacional de lanzamiento de huesos de aceituna. Que igual.
No pretendía ser esto una defensa del tenor, hoy barítono, ni de su forma de ser, ni de cantar o de su capacidad de seducción y poder en un mundo de ambiciones y poder en el que siempre han mandado los clanes, las familias y sobre todos los agentes y las agencias.
El tiempo será quien ponga a cada uno en su sitio. Y cuando se le declare culpable o no, que pague por sus actos o disfrute de sus alegrías, pero no antes. Eso es un atrevimiento muy grande que puede volverse en contra y pasar una factura enorme. Ese mundo de divos y divas, donde el poder del clan es infinito, puede convertir un teatro de ópera que aspira a estar en el Olimpo, en un cine de barrio. Así que, cuidado. Porque como se cierre el grifo, la factura costará el doble. Y ahí no se juega con la política de ir por casa estilo Marzá que ya se la tuvo que envainar en una ocasión.
Ahí te cierran el chiringuito sin contemplaciones. Así que, frivolidades las justas, que nos jugamos una pasta sin pruebas y simplemente para dejar evidencia de poderío político de poca monta, pero de mucho calado exterior. Menos aún cuando sale de una voz política que hoy está pero mañana nos puede dejar arruinados sin ya estar. Una imprudencia muy considerable.
Mi reflexión inicialmente venía a centrar su idea en torno a la envidia y las traiciones. Y también a celebrar que una artista como Carmen Calvo, a quien admiro, haya sido reconocida por el portal Arteinformado, referente del sector del arte contemporáneo, como uno/a de los diez artistas españoles con mayor índice de notoriedad en 2019. Yo sí me alegro. Aunque sé que muchos más no lo harán. Es lo nuestro.
Según la publicación seis hombres y cuatro mujeres forman también esa lista en la que figuran también Luis Gordillo, Antoni Muntadas, Esther Ferrer, Jaume Plensa, Dora García, Juan Uslé, Soledad Sevilla, Daniel Canogar y Chema Madoz. De esos diez, siete son Premios Nacionales. Dos valencianas figuran en la alineación. Es como para estar contentos. Dice mucho de un trabajo silencioso y una gran intensidad y dedicación emocional.
En el arte actualmente sólo hay supervivientes, pero el mercado hoy no aúpa si no ofrece garantías. Pero nadie del sector, seguramente, lo reconocerá. Porque su trabajo, eminentemente, no es local, ni provincial ni incluso nacional, sino más bien internacional, como el caso de Miquel Navarro, no en la lista de este año pero perfectamente reconocible en anteriores y/o posteriores. Esta gente no vive del marketing, como el del plátano famoso, sino de su trabajo diario. Y no necesita ruido para dejar impronta. Deja obra.
Estoy contento del reconocimiento a Carmen Calvo Y no sólo por admiración, sino por sinceridad. Es una gran artista que desde su estudio próximo a la calle Turia crea cada mañana y es solidaria con quien se lo pide. Su éxito es de todos. Y además se lo merece. No tengo problema en reconocerlo. Queda escrito. El tiempo, trabajo, esfuerzo y la honestidad pone a cada uno en su sitio más allá de posibles habladurías. Muchos preferimos sumar antes que destruir. Aunque aún sea lo más complicado y no esté basado en el amiguismo.