Las olas encadenadas se volvieron maremoto. Y el maremoto, como todos los desastres naturales, sin estar programado para destruir según qué vidas, por genética, cuenta bancaria, o código postal, acabó afectando más a los más frágiles [esta acertada metáfora se la he leído a Jorge Galindo]. El impacto desigual de la pandemia está ya hoy fuera de discusión.
La cuarta ola, será la ola de la salud mental, que afectará al 30% de la población y especialmente a aquellos que están en la primera línea de trabajo contra la covid, señalaba Clara R. San Miguel en la Asamblea de Madrid, reivindicando la necesidad de convertir evitarlo en prioridad política.
Esa cuarta ola puede ser terrible para los sanitarios, sobrepasados por la eterización de la situación, sacrificándose ante una sociedad hipócrita que ya ni siquiera les aplaude. Los Green New Deal, los fondos New Generation, o cualquier medida que pretenda transformar la sociedad en este momento debería también priorizar, aunque parezca que la urgencia nos pueda, la transformación del sistema de salud.
No es suficiente con tratar a los sanitarios con respeto y dotarlos de suficientes recursos. Se trata sobre todo de garantizar la sostenibilidad de la vida de las personas, empezando por su salud mental, y repensar el sistema. Ya nadie puede negar que la salud es un bien público, central, imprescindible, construido de manera amplia sobre nuestra interdependencia. Hablamos de infraestructuras sanitarias y condiciones laborales, pero también de combatir la soledad, aumentar la accesibilidad a los espacios naturales, fomentar la vida activa, la buena alimentación o respirar aire de calidad.
La cuarta ola de la salud mental será también un maremoto de consecuencias (no tan) inesperadas debido al impacto asimétrico de la pandemia entre los más afortunados y los menos en cuanto a las condiciones laborales —aquí hay también una cuestión generacional—, entre aquellos que tienen el privilegio de teletrabajar y los que no, entre los que disponen de una vivienda de calidad y los que no la tienen.
Cuanto más dure el periodo de educación telemática, el impacto sobre la desigualdad futura será mayor, por una brecha evidente entre los que disponen y los que no de recursos en el hogar (padres como mentores, tecnología, silencio). Se ensanchará la brecha entre aquellos que están viviendo esto en edad temprana.
Con un ascensor social en funcionamiento precario, una supuesta meritocracia construida sobre privilegios, el prolongado pseudo-confinamiento está causando que nos encerremos en nuestras burbujas socioeconómicas particulares. Con el distanciamiento físico o unas rutinas que solo nos permiten ir al trabajo, ya no nos mezclamos con nadie distinto.
Y no es una cuestión trivial. Nuestra democracia y nuestras ciudades, pero también los sistemas de innovación, están construidos sobre la diversidad, la mezcla, la posibilidad de lo inesperado. Sin las ventanas abiertas que abren otros idiomas, sin el esfuerzo necesario para entender y trabajar con alguien distinto, estamos perdidos.
Nuestro encierro nos acaba convirtiendo en habitantes de urbanizaciones virtuales cerradas. Urbanizaciones que, como las que describe el arquitecto Paulo Mendes da Rocha, son privadas porque son privativas, privan de muchas cosas, como de que un/a estudiante de medicina se pueda enamorar de un/a bailarín/a.
Es posible que una de las consecuencias más graves y menos visibles de todos esto sea la rotura definitiva de ese maltrecho ascensor social, que venía hasta ahora funcionando gracias a la energía de la diversidad. Gracias también a los besos posibles entre gente distinta.