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ofendidita / OPINIÓN

Contra las patrullas de la putrefacción, el rugido de mil selvas

11/07/2021 - 

VALÈNCIA. Mientras crece la lista de personas LGTBI apaleadas por atreverse a existir en el espacio público, un sector de la población considera que los asuntos auténticamente relevantes para la sociedad son: dejar claro que las tías no tienen gracia, defender su derecho a comer grasientísimo lomo empanado y quejarse porque ahora si vas a violar a una muchacha y se queda paralizada por el pánico se considera que no hay consentimiento. ¡Ah! Y explicarnos que matar a alguien al grito de ‘maricón de mierda’ no es homofobia, sino una cuestión léxica tremendamente compleja y subjetiva.

Pero resulta que las palabras que utilizamos nos construyen y construyen también el relato que esbozamos de los demás. Los asesinos de Samuel Luiz podrían haber elegido cualquier otro término, podrían haberle dicho ‘gilipollas’ o ‘cabrón’, pero no. Le llamaron maricón igual que cuando linchen a un MENA (y gracias a VOX y la Audiencia Provincial de Madrid el crimen está al caer) le llamarán ‘moro de mierda’ aunque no conozcan las coordenadas geográficas de las que proviene. Igual que a nosotras nos llaman zorras en cuanto tienen ocasión. Como dice Begoña Gómez Urzaiz, “lo que te llaman mientras te matan importa”. No perdamos, por cierto, la oportunidad que el horror de estas semanas no está brindando de subrayar que aquí los feminismos y el colectivo LGTBI tenemos que ir cogiditos de la mano como las gemelas de El Resplandor (y si podemos dar la mitad de yuyu que ellas a quienes tenemos enfrente, estupendo), porque la raíz de las agresiones que sufrimos es la misma: suponer una amenaza para su mazmorra rancia y pocha.

El asunto es que, cuando se quedan sin argumentos, a la patrulla de la putrefacción le sale la vena Noam Chomsky y se vuelven todos lingüistas preocupadísimos por el correcto uso del idioma. Ahí nos intentan convencer con piruetas discursivas de que un insulto solo es homófobo si tienes un documento firmado bajo notario en el que la persona agredida describe con todo lujo de detalles cada aspecto de su identidad. Ni caso, otra cortinilla de humo absurda para no decir que son unos papanatas intolerantes preñados de ira. Como la época en la que nos martilleaban con el “Que se casen, pero que no le llamen matrimonio”. A ver, cariño, cuando se habla de discurso de odio, el odio está en el emisor, no en el receptor. 

Foto: ESTRELLA JOVER

El odio está en los esputos que sueltas por la boca, José Miguel de mis entretelas, no en la diana que hayas elegido para volcar tu bilis revenida. Pero vamos, que les da igual, que nos van a seguir enredando en jueguecitos de diccionario. No importa cuantísimas personas LGTBI cuenten todas las veces que un desconocido les ha gritado ‘bujarra’, ‘bollera’ o ‘travelo’ por la calle; no importa cuántos episodios de acoso escolar relaten; no importan que se abran en canal y cuenten que de niños les llamaron ‘maricón’ antes incluso de saber qué quería decir esa palabra. Todo vale con tal de no asumir que los caldos de cultivo de violencia acaba generando, oh sorpresa, violencia. Y que de la sangre en las palabras a la sangre en las manos hay un camino diminuto. La historia lo ha demostrado ya mil veces, pero here we go again.

Ante un panorama tan pardo, resulta difícil no dejarse llevar por el desánimo y asumir que la batalla ya está perdida, que la jauría reaccionaria se sale de nuevo con la suya. Pero caer en la desesperanza es regalarles una victoria demasiado fácil a todos esos trileros dialécticos que nos cuentan por enésima vez y desde sus diversos púlpitos mediáticos lo mucho que les afecta la cultura de la cancelación. Es muy curiosa esta dictadura de lo políticamente correcto en la que vivimos, pues mientras que sus supuestas víctimas no paran de denunciarla en tertulias, columnas y libros de tapa dura, los tiranos brillibrilli se dedican a engrosar la nómina de asesinados y agredidos. Un régimen del terror y la censura rarísimo.

Detrás de las mofas, la violencia y el azuzamiento hay un miedo tremebundo a perder el mango de la sartén. Están rabiosos porque constatan que el mundo que dominaban desaparece y, en su lugar, van surgiendo otras 356 galaxias que estamos construyendo sin su beneplácito ni sus parámetros. Y eso no lo pueden consentir. ¿Cómo osamos ejercer la imaginación sin su permiso? ¡A ellos, que se creen la medida de todas las cosas! ¡A ellos, que llevan sentando cátedra sobre qué es gracioso, adecuado o decente desde el principio de los tiempos! El universo al que pertenecen se les pudre, hediondo, entre las manos. Supongo que genera mucha frustración, aunque no sé si tanta como sentir que la calle no es un espacio seguro para ti y la gente a la que quieres y que, además, a las autoridades les importa un pito tu supervivencia.

Acostumbrados a aplastar con su bota cualquier cuello que les desagrade, la patrulla pútrida no acepta que están dejando de ser los protagonistas de todas las narrativas, que la existencia ya no se cuenta únicamente en sus propios términos. Míralos, incapaces de asumir que esa otredad que tanto desprecian y temen quiera germinar en voz alta en lugar de quedarse en casa, silenciosa, oculta, tratando de pasar desapercibida bajo el radar de una normatividad implacable y asfixiante. Por eso han vuelto, si es que alguna vez se fueron, las cantinelas de “cada uno en su casa que haga lo que quiera”. En tu cuarto puedes tener pluma, pero en la calle intenta parecer ‘normal’. Así vestida provocando, luego no te quejes si te pasa algo.

Existir en el espacio público sin encajar en los esquemas heteropatriarcales (aquí van las risitas condescendientes de tertuliano casposo que se cree enfant terrible y gimotea cuando decidimos nombrar la realidad con palabras que no le gustan) es comprar una papeleta para la rifa del castigo. Alguien tendrá que meter en vereda a toda esa gente desviada: feminazis protestonas, maricas que intentan disfrutar en sociedad, personas trans hartas de ser objetivo de todos los abusos y vulnerabilidades. Disciplina y mano dura. Nos pueden acosar verbalmente, nos pueden amenazar, nos pueden pegar, violar y matar. Ya lo hacen, lo llevan haciendo desde siempre. Me sé de memoria los insultos que me lanzarían si leyeran este texto. Ese es su repertorio, no saben hacer otra cosa. Por eso entregarse al abatimiento es darles vía libre para que sigan campando a sus anchas tropecientos siglos más. Muerte, sufrimiento y humillación al débil, al subalterno vital.

Después de un silencio casi eterno, decidimos que ya no íbamos a callarnos más. Y eso les da pavor, pues solo conciben la diferencia como una peligro para su estatus y sus privilegios. Bajo esa lectura del distinto como enemigo, gestionan su odio desde el gregarismo: pegan palizas en grupo, violan en grupo y también en grupo ríen la penúltima gracieta fascistoide del amigo, esa que perpetúa el sustrato en el que acaba floreciendo todo lo demás. Y encima ahora se sienten políticamente legitimados para desatar la brutalidad más descarnada y regodearse en ella. Pero estamos ya muy hartos de tener que hablar bajito para no incomodar, llevamos dentro el temblor de un Jumanji infinito. Saberse vulnerable es también una forma de articular la lucha. Y frente a la patrulla de la putrefacción tenemos el rugido de mil selvas.

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