VALÈNCIA. "Los españoles se merecen un Gobierno que no les mienta". Así comenzó su intervención Pablo Casado en el pleno del Congreso de los Diputados convocado esta semana para autorizar la prórroga del estado de alarma hasta el día 26 de abril. La frase reproduce literalmente lo que dijo el entonces portavoz de la Ejecutiva del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, cuando compareció ante los medios de comunicación el día 13 de marzo de 2004. Dos días antes, se habían producido los atentados terroristas en varios trenes de cercanías de Madrid que asesinaron casi a 200 personas. El 11M provocó una vorágine de declaraciones, actuaciones, crispación, movilización ciudadana, polarización política y, en fin, decantación del electorado que se produjo tres días después, el domingo 14 de marzo. El PSOE ganaba claramente las elecciones, por cinco puntos de diferencia, y mejoraba su número de escaños en 39 (de 125 en 2000 a 164 en 2004), mientras que al PP le sucedía justo lo contrario (de 182 a 148, es decir, 34 escaños menos).
Lo sucedido esos días, y sobre todo el resultado electoral, fue un trauma para la derecha española. Al PP siempre le ha costado rectificar cualquier decisión, y muy especialmente al PP de José María Aznar, que percibía (y percibe) debilidad en cualquier cambio de parecer, aunque la realidad esté pidiendo a gritos que se rectifique. De manera que nunca se reconoció el error (que se favoreció la hipótesis de la autoría de ETA, no necesariamente por motivos malévolos de interés electoral), y en lugar de eso se elaboró una complicada teoría de la conspiración en cuyo centro se ubicaba el PSOE, y Pérez Rubalcaba como conspirador máximo.
Ahora, la oposición, y muy particularmente la actual dirección del PP, ve en esta crisis la oportunidad de devolver el golpe. Sin duda, no podía evitarse que España se viera afectada por la pandemia, pero había muchas formas de afrontarlo. Las cifras y los hechos, considerados en su conjunto, parecen indicar que el Gobierno español ha cometido errores de apreciación y de ejecución de importancia significativa, y que su manera de afrontar la pandemia ha sido menos eficaz que la de la mayoría de los países de nuestro entorno. Si bien es muy pronto para certificar este balance, parece indudable que se trata ahora mismo de una visión mayoritaria en la sociedad española, de la que no participan sólo los votantes de PP y Vox (pero que sería casi unánime entre ellos).
Sin duda, estamos viviendo momentos parecidos al 11M. De hecho, mucho peores, por el alcance de la crisis en todos los órdenes, pero sobre todo en el frente sanitario y humano. Por contraste, la crisis política parece algo de importancia muy menor frente a la muerte de miles de personas, el confinamiento de casi toda la población (hoy mismo se cumplen cuatro semanas desde su comienzo) y la destrucción del tejido productivo, expresado en el cierre de miles de empresas y negocios y la pérdida del empleo de casi un millón de personas. Pero, sin duda, la crisis existe. Y es denotativa del tipo de dirigentes políticos que tenemos, incapaces de establecer consensos y buscar puntos en común, de poner en sordina los aspectos más terribles de la crítica, los que responsabilizan directamente al presidente del Gobierno de las muertes (como si estuviera deseando que se produjeran) o piensan que la oposición se alegra con cada fallecido más, siempre y cuando se le puedan imputar al Gobierno.
Naturalmente, también hay grandes diferencias, en términos políticos, entre lo sucedido entonces y la situación de ahora. Entonces nos dirigíamos hacia unas elecciones (lo que envenenó aún más aquellos días); ahora acabamos de salir del enésimo proceso electoral, con la formación de un Gobierno. Entonces la responsabilidad de la gestión le correspondía nítidamente al Gobierno español. Ahora todas las miradas confluyen en torno al Gobierno central y el ministerio de Sanidad, pero realmente la gestión sanitaria, como es sabido, corresponde a las comunidades autónomas, y en las dos CCAA más golpeadas hasta la fecha por el CoVid-19, Madrid y Cataluña, gobiernan partidos que no están en el Ejecutivo central. Entonces, por último, la dialéctica Gobierno-oposición se concentraba en torno a dos partidos, PP y PSOE, mientras que ahora las cosas son mucho más complicadas. El PSOE lidera un gobierno de coalición con un partido que se ubica a su izquierda, Unidas Podemos, mientras que el PP busca no quedarse atrás en la competencia con el partido ultraderechista Vox por la hegemonía en la derecha española.
Del 11M se salió con un enfrentamiento durísimo entre gobierno y oposición que duró toda la legislatura y cuyos efectos, en realidad, continúan plenamente vigentes. Es pronto para saber si el profundo desencuentro entre los partidos políticos, sobre todo entre el Gobierno, por un lado, y PP y Vox, por otro, se mantendrá enquistado o empeorará en los próximos meses, que también van a ser muy difíciles. En estos momentos parece que el Gobierno está más interesado en buscar consensos, tras unas semanas en las que se ha comportado como si tuviera mayoría absoluta y no necesitase rendir cuentas a nadie; esto le ha enajenado el apoyo de los demás partidos políticos y de muchos actores sociales, algunos de los cuales son, en principio, sus aliados naturales (y otros, necesarios para salir lo mejor parados que sea posible de esta crisis). Además, ha intensificado la impresión de la ciudadanía de que la responsabilidad de lo sucedido ha de concentrarse en el Gobierno central, en lugar de distribuirse también con otras instituciones y organismos.
Todo ello incrementa, como siempre con nuestra actual clase política, la importancia del "relato" de los acontecimientos: la percepción ciudadana de lo que haya pasado estos meses y, en particular, su desenlace. Esa es la batalla que se está librando desde el principio, con estrategias cambiantes, pero con el mismo objetivo siempre: que dicho relato nos deje bien a nosotros y mal a nuestros oponentes. El peligro evidente de establecer un orden de prioridades así es que la importancia de los hechos, de la gestión del problema, palidece ante el afán por imponerse en la narrativa de los hechos, lo que la gente piense que ha sucedido.