Recuerdo una noche de invierno de hace tres años, una lluvia torrencial que no cesaba y al voluntario de Open Arms oteando sobre el hotspot de Lesbos, intentando avistar desde el otero entre perros y agua alguna lancha en el mar, antes de que encallara en la abrupta costa de esta isla en medio del mar Egeo. Noche cerrada y perros. Rayos y truenos. Ataviada con impermeables de plástico, una representación de la Generalitat Valenciana se adentró en las entrañas de la tragedia de los miles de refugiados que en aquel momento cruzaban el Mediterráneo, huyendo de la guerra en Siria, procedentes de la ruta turca. Tan cerca y tan lejos.
Noche de perros y gatos. Noche interminable, cuando los agentes de Frontex, como el sargento de la Guardia Civil que se encargaba de la identificación dactilar, fichaban a los refugiados en el campamento y les daban el salvoconducto que les permitiría viajar durante seis meses por el resto de Europa para pedir asilo en cualquier país de la Unión. Eran los privilegiados. Se veía a familias con niños, a chicos y chicas de aspecto occidental y con la esperanza en su sonrisa cuando atravesaban la alambrada que les separaba del paraíso europeo, en medio de la lluvia.
En el otro lado, los perros y los gatos poblaban Lesbos. También las ratas. Especialmente en el campamento de Moria, el hotspot ilegal, el que acogía a los desahuciados de Lesbos, a los que no cabían, a los que no estaban en la lista de países elegidos para entrar en Europa… Aquella noche, en Moria, el agua entraba en los barracones y penetraba en la tienda que hacía de enfermería, donde un médico voluntario español atendía resfriados y vómitos de última hora. En la improvisada cocina, con un umbral de agua y barro, los cocineros preparaban un gran caldero para el día siguiente. La comitiva institucional valenciana, calada hasta los huesos, fue invitada a saborear el “rancho” de los refugiados, un gesto que en aquella fría y mojada madrugada fue de agradecer.
Empapada de agua y horror, la representación de la Generalitat Valenciana se reafirmó en el cometido que la había llevado hasta allí sin permiso del Estado español: la firma de un convenio bilateral con el Gobierno regional del Egeo Norte y con el del Egeo Sur, para fletar un barco con mil refugiados hasta la costa valenciana. Nunca pudo ser. Faltó lealtad institucional desde Madrid. Esta iniciativa, apoyada desde Presidencia y capitaneada por la vicepresidenta Mónica Oltra, fue torpedeada por la abogacía del Estado con la única excusa de que los inmigrantes de terceros países son competencia estatal.
Vale, pues pedimos permiso. El documento que llegó del Gobierno de Mariano Rajoy, avisando que incluso no éramos competentes para firmar el convenio bilateral, no daba ninguna opción, aunque en su párrafo final abría un resquicio jurídico a la cooperación interinstitucional. No hubo voluntad política desde Madrid y aquellos mil refugiados, cifra por debajo de la cuota de 1.400 que le tocaban al País Valencià -de los 17.000 que la Unión Europea había asignado a España- nunca llegaron.
Este proyecto valenciano, que quiso seguir Catalunya, llegó a oídos del comisario de interior de la Unión Europea y sus técnicos, y también de los de Inmigración. Se llevaron las manos a la cabeza al conocer las trabas que el gobierno del PP ponía al transporte de los refugiados, el principal escollo para cumplir con el mandato europeo.
La Generalitat Valenciana se resarció de esta falta de lealtad por parte de España con el recibimiento del Aquarius en el puerto de Valencia, hace un año, para acoger a 629 inmigrantes que iban a la deriva, ya con el gobierno socialista de Pedro Sánchez que dio un ejemplo al resto de Europa. De nuevo, otros 121 inmigrantes han sido rescatados en alta mar, esta vez por el Open Arms.
La Unión Europea, a escondidas y casi en secreto, ofrecerá a los Estados miembros que voluntariamente acojan a estos parias de la tierra, como hace una semana cuando el gobierno de Salvini cerró los puertos italianos. Es el protocolo cuando no hay norma al respecto. Irlanda, Luxemburgo, la iglesia católica y algunos más abrieron sus puertas. Ahora es València y es Barcelona, quienes esperan con los puertos abiertos… como perros entre la tormenta.