El ciudadano medio, Carabel del siglo XXI, contempla estupefacto cómo ciertos universitarios gozan el derecho a la huelga mientras otros tienen vedado entrar en clase; se asombra de que las hordas ejerzan el derecho de manifestación y los transportistas pierdan el derecho al trabajo; enloquece al comprender que paga el Ibi porque la casa es de su propiedad, pero el okupa no lo paga porque la casa es ajena y encima no lo echa nadie; se revuelca por el suelo, echando espumarajos, cuando su coche bien cuidado paga la misma itv que una carraca llena de mataduras; comprueba, entre temblores, que la Constitución es un embuste monumental, que las leyes y sentencias únicamente llueven sobre los infelices, que no se impiden los vandalismos anunciados, que se repiten elecciones y se duplican impuestos, que se anteponen los muertos a los vivos...
El ciudadano raso, el bueno de Carabel, presa de la turbación y el desengaño, siente un crujido en la conciencia, un algo que se rompe, y, como el personaje de Fernández Flórez, ensaya una versión perversa de sí mismo, un yo malvado que le resarza de tanta contrariedad. El malvado Carabel, en un principio, se siente fuerte, revolucionario y transgresor. Quiere hacer suyas las actitudes de todos esos atorrantes que llenan los telediarios. Quiere, como ellos, ser malo y salir indemne, hacer gamberradas y tener bula, desahogar sus frustraciones rompiéndolo todo y luego irse de rositas contemplando el amanecer, exhausto pero feliz.
El bueno de Carabel, con su maldad recién estrenada, quiere hacer de las suyas haciendo las de los otros. Quiere ser malo, pero no le sale; producir un estropicio, pero no se atreve. Así que acaba resignándose, como todos los pusilánimes, al desdibujado limbo de lo retorcido, al maquiavelismo de chicha y nabo, a la rebeldía pacata del trabajito sin factura, la reforma sin permiso y la especulación de poca monta. Casi toda la mohatra de arte menor es puro despecho, puro arrechucho, fraudes que no enriquecen pero alivian, desquites parvos de Carabeles maleados, de Carabeles mochongos, de Carabeles trastornados por el jolgorio reinante. Porque al bueno de Carabel, que somos usted y yo —aunque mire usted para otro lado—, no le va la marcha: el bueno de Carabel quiere permanecer en buena paz y compaña, pasar desapercibido y trabajar lo menos posible —no ponga usted cara de vinagre, que aquí, en la invisible abstracción de la lectura, no le ve nadie, y sabe usted tan bien como yo cuán acertado estuvo Umbral cuando afirmó que los españoles viven esperando que les toque la lotería—.
Sin embargo, sucede que al bueno de Carabel no le dejan tranquilo; que le inflan a impuestos, alguno de los cuales tiene que pagar dos y tres veces; que le obligan a presenciar cómo unos cuantos barateros, malvados de verdad, hacen cadenilla con las agujas del trile, cómo esputan cinismo de autoinculpación, cómo arengan la violencia y hacen mutis por el foro. El bueno de Carabel se indigna y quiere ser malo, pero no pasa de la travesura enervante y la picaresca ridícula, igual que aquel malvado Carabel del siglo xx, que dinamitaba la caja y no conseguía desvalijarla, que sudaba tinta pero no lograba sisar un céntimo. Los papeles de Panamá son cosa de ricos; y el español del arroyo, sin galones de alto copete ni alamares influyentes, en esta vorágine de independentismos desatados, de gobiernos inoperantes, de vergajazos a la Carta Magna, de boñigas penales y encanallamientos políticos, adquiere un parecido notable con el maltrecho Carabel de la novela; con el Carabel indignado, soliviantado, enajenado e impotente; con el Carabel defraudado, traicionado y escandalizado.
El bueno de Carabel vota infructuosamente, paga humillantemente y vive ficticiamente; busca voz sin encontrarla, que decía Larra, y por eso emite un rugidillo atiplado, postizo, irrisorio, acomplejado y ostentosamente inverosímil. La debacle de las instituciones genera malvados Carabeles, personajes hilarantes, ñoños y anonadados. El malvado carabel, hoy como ayer, es el retrato del español herido, inerme y atónito, que no sabe a qué maldad atenerse y sigue, como Alonso Quijano, recibiendo coces y pedradas. El bueno de Carabel desayuna el tasajo del agravio comparativo, almuerza la rebanada negra de la exacción, merienda el encurtido rancio de la cólera, lo riega todo con la vinaza repugnante del espanto y se acuesta sin cenar.