En política, el tiempo es variable. Una semana se puede hacer eterna, y un año puede pasar volando: ya hace más de doce meses de las elecciones del 10N, de las que surgió el actual Congreso, un cuarto de la legislatura. Pero tres años siguen siendo tres años, y si se aprueban los presupuestos, que así parece, y sin ser viable ninguna mayoría contra el gobierno, los partidos de la oposición tienen tiempo de sobra para jugar al juego de la sillita hasta que solo quede uno. Agotada la “vía de Colón” con el NO de Casado a la moción de Abascal, es la única manera de llegar a la Moncloa.
En los últimos 40 años, la derecha unida en torno al Partido Popular solo ha podido acceder al poder en dos supuestos: pacto con los nacionalistas de derechas (Aznar en 1996, Rajoy en 2016), o mayoría absoluta (Aznar en 2000, Rajoy en 2011). El primer supuesto, con Abascal clamando “¡las autonomías son culpables!” desde todas las tribunas, y con evidente éxito de crítica y público en la derecha españolista (entendida en sentido amplio: partidos, medios y “núcleos irradiadores” varios), ahora mismo es imposible: ni el PNV ni la penúltima marca electoral de CiU van a apoyar un gobierno recentralizador. La opción intermedia, el llamado “trifachito”, con Ciudadanos amarrando suficientes votos en el centro para hacerlo posible, ha fallado en las dos convocatorias de 2019. Probablemente nunca fue una opción realista (y de haber funcionado lo habría hecho bajo hegemonía naranja, cosa que a Casado tampoco le interesa). Y la mayoría absoluta también es imposible mientras el voto de derechas esté dispersado en tres partidos y Abascal le sirva a la izquierda para azuzar el voto del miedo. Es decir, que Pablo Casado sabe desde hace tiempo que la vuelta del PP al gobierno pasa por encima de VOX. El problema era escenificar la ruptura: mientras el eje del programa de la derecha fuese el programa de Colón, VOX solo podía ser percibido como “un PP sin complejos”, y Casado no podía argüir una diferencia programática. Y con el nivel de retórica desplegado estos últimos años, donde el gobierno es “ilegítimo”, “totalitario”, “traidor”, “ultra” y de ahí para arriba, iniciar cualquier pelea interna en la derecha era abrir el melón a ser acusado de traidor y cómplice de los socialcomunistas.
Pero la moción de censura, con Abascal hablando de “estercoleros multiculturales”, “élites globalistas”, el “virus chino”, Soros, una UE “totalitaria”, y otros delirios conspiranoicos, ha propiciado la excusa perfecta y un escenario inmejorable para la ruptura. Significativamente, Casado no anunció el “no” –ni siquiera quiso abstenerse, seguramente su primera opción- hasta haber oído dicho discurso, por mucho que luego lo haya vendido como premeditado en largos paseos por el parque del Retiro. En realidad, tras describir Abascal a la UE como "un megaestado federal que se parece demasiado a la República Popular China, a la Unión Soviética o a la Europa soñada por Hitler", Casado no tenía más opción que votar que “no”. En Bruselas saben leer. No solo eso, también tienen (y esto sí es uno de los grandes tabúes en nuestro discurso político) cierta capacidad de influir en elecciones nacionales: abrir o cerrar procedimientos, acceso a créditos del BCE, meter 1000 millones más en algún paquete de ayuda… Cosas pequeñas y aparentemente “técnicas”, pero que pueden inclinar la balanza si se usan bien (y que ya se han usado… pero mayormente contra partidos que no son de la cuerda de VOX sino todo lo contrario; solo hay que comparar el trato recibido por el gobierno griego de Syriza con el guante blanco que se les aplica al PiS polaco y al Fidesz húngaro, los modelos políticos de Abascal, para que sus acusaciones de una UE que promociona el marxismo cultural resulten ridículas).
El caso es que Casado no se podía permitir tener esa artillería en contra. Bastante difícil lo va a tener pese a todo: entre un PSOE predecible, apoyado en un Podemos domesticado que ha barrido bajo la alfombra toda la retórica de “una disolución ordenada de la zona euro”, y un PP que solo podría gobernar con un VOX echado al monte, la Comisión lo va a tener muy claro. Que Sánchez pacte con Bildu a von der Leyen le da igual. Aún así, el “no” de Casado le ha ganado alabanzas generalizadas (en lugar de, por ejemplo, reproches por “votar lo mismo que ERC y Bildu”), lo que parece indicar que su cambio de rumbo ha sido bendecido por las fuerzas vivas de la derecha.
En cierto modo, es un ultimátum a los votantes: olvidaros de otras opciones, votad al PP u os esperan años y años de gobierno socialcomunista. Pero es importante recordar que esto que se vende como “el nuevo PP” es en realidad el viejo PP de toda la vida, el que logró la hegemonía sobre la derecha bajo Fraga y se convirtió en una máquina electoral bajo Aznar, todo con una sencilla fórmula: aplastar cualquier alternativa y ser la única opción, a la que tarde o temprano vuelvan los electores. Con los medios de comunicación afines bendiciendo las maniobras necesarias, igual que están haciendo ahora tras el apaleamiento público propiciado a la moción. Parece mentira que Abascal, en 20 años de militancia en el PP, no haya aprendido esa lección fundamental. Y todo para soltar un discurso digno de un adolescente estadounidense tuiteando desde el sótano de la casa de sus padres. Subcontratar tu ideología a Steve Bannon es lo que tiene. Sin duda tendrá su público en España, uno además bastante fiel que difícilmente volverá al PP, pero sobre eso no montas una mayoría de gobierno. Por ahora, VOX se ha metido en una trinchera fácilmente defendible, pero de la que no puede salir.
¿Y Cs? Pues volviendo también al centro, con Arrimadas intentando salvar lo salvable. Que con 10 escaños es muy poco. Y encima Albert Rivera le afea cualquier acercamiento al PSOE. Rivera podría haber sido vicepresidente si en mayo de 2019 hubiese usado sus 57 diputados para pactar con Pedro Sánchez un gobierno sin nacionalistas y con mayoría absoluta. Cierto que había prometido explícitamente no pactar con Sánchez, y que eso es lo que querían sus votantes, pero Cs se fundó sobre una promesa implícita de evitar a toda costa que los nacionalistas pudiesen influir en el gobierno, algo que tampoco querían sus votantes. Los votantes, como todos, a menudo quieren cosas contradictorias; manejar esas tensiones y que no te estallen en la cara es imprescindible para estar en política. Rivera podría haber pactado sin problemas y ser vicepresidente hasta 2040, alternando entre PSOE y PP: el precio a pagar es que ya nunca, nunca, nunca habría podido ser presidente del gobierno. Y la ambición pudo más que la prudencia. Por su culpa, Ciudadanos fue el primero en caerse del juego de la silla. Quedan dos.