La encrucijada / OPINIÓN

Elogio del gris

16/02/2021 - 

En los pequeños municipios valencianos solían existir los conocidos como homens bons. Eran reconocidas como personas de trellat, como ejemplo del sentido común aplicado a los conflictos de la vida cotidiana. Su presencia respondía a una circunstancia añadida: en aquellos tiempos, el desconocimiento de las letras había depositado en la memoria oral un gran número de acuerdos entre los vecinos. Podían ser las lindes de los huertos, el precio y condiciones de la compraventa de productos agrarios, los derechos de servidumbre, la distribución del agua de riego…

El contrato verbal, -la palabra dada-, constituía la masa madre de unos pactos que evitaban las formalidades escritas. Si en la novela de Mario Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo, la oposición de los rebeldes brasileños se dirigía a la introducción del sistema métrico decimal y del censo porque el primero provocaba la pérdida de sus referentes de medición y el segundo permitía el reclutamiento de sus hijos, en el campo valenciano existía una difusa desconfianza hacia quienes empleaban fórmulas jurídicas sofisticadas: por la incomprensión de la jerga, el coste del servicio y la pérdida de aquella tranquilidad consuetudinaria que les proporcionaba el control de sus actos sin la presencia de alejados intermediarios.

El hombre bueno carecía de instrumentos coercitivos o de alicientes para asentar sus decisiones entre quienes demandaban su intervención. Era su carisma, su neutralidad, su capacidad de razonar con la equidad como base sustentadora, lo que conducía al acatamiento de sus palabras. Una justicia intuitiva que se alimentaba de la experiencia acumulada, el conocimiento tácito y la ancestral conducción de los conflictos.

Por el contrario, la percepción compartida de lo que es justo y mejor para las sociedades y la existencia de lo que los romanos denominaban la auctoritas, resultan caras de encontrar en nuestras sociedades. Pese a la riqueza democrática existente, se ha producido un desplazamiento que, desde el enfrentamiento maleable y reconducible, ha conducido a oposiciones frontales y agresivas. Las cosas son blancas o negras, sin que se admitan matices intermedios. Algo, por necesidad, tiene que ser verdad absoluta o mentira incólume. El de enfrente es enemigo, no adversario. La razón tejedora de complicidades se aparta. La sensibilidad humanitaria se oxida al expulsarse de las preocupaciones personales lo que es ajeno a la esfera de la propia vida.

Foto: KIKE TABERNER

¿Resulta identificable lo que resulta importante para todos cuando cunde el apetito de extremar las relaciones sociales? Como mínimo, se abren heridas de difícil cicatrización. Disponemos de un conocido ejemplo en Estados Unidos que nos acompañará largo trecho con sus erupciones de odio, resentimiento y desprecio. Pero tampoco en marcos más cercanos puede apostarse por la fortaleza de las posiciones dialogantes y acordantes. Las recientes elecciones catalanas han venido precedidas por la reiteración de actitudes aislacionistas que niegan la existencia o la legitimidad de lo que piensa la mitad de la ciudadanía. Una tóxica obsesión por la llevanza al presente de lo que, en el mejor de los casos, fue un proyecto fracasado, desalentador de la convivencia y cocina de incertidumbres. Tan obsesiva que, en presencia del mayor problema sanitario de los últimos cien años y del mayor retroceso económico desde la guerra civil, el lenguaje de una importante fracción del cuerpo político ha desdeñado discutir a fondo sobre la pandemia y sus salidas. Como si nada hubiera cambiado. Como si el dolor y el luto no habitaran ahora en decenas de miles de hogares. Como si la angustia ante el futuro económico fuera cosa de aguafiestas. Como si salir de este profundo agujero estuviera al alcance de gobiernos con celosas dietas de aislamiento.

El anterior no constituye el único ejemplo observable de impasibilidad ante lo urgente y necesario. La respuesta a la pandemia ha evolucionado hacia un estadio de progresiva insensibilización sobre sus consecuencias para la salud ajena. Más allá de grupos demográficos concretos, confiados en su resistencia a la enfermedad, quizás estamos constatando la fragilidad del capital social acumulado por nuestra sociedad. Un capital que se alimenta de relaciones sociales basadas sobre la confianza. De gente que contempla la idea de comunidad como una fundición de visiones compartidas que, al reforzar las oportunidades de todos, robustecen las individuales. Desde esta visión, lo frecuente es que nos duela el dolor ajeno, que compartamos las angustias de quienes están más expuestos al riesgo, que sostengamos como deber propio lo que, para los comunafóbicos, representa una obligación atentatoria de estrechos afanes personales.

Los hombres buenos, aunque no lo pensaran explícitamente, trabajaban con el gris como color preferente. El respeto que se les dispensaba obedecía a su razón dialogante, a la transparencia de sus reflexiones, a la aspiración de que el conflicto no concluyera en la ampliación de las disonancias, sino en la armonización de las diferencias. En la síntesis de lo que era blanco para unos y negro para otros. Adaptar algunos de sus rasgos constituyentes resulta posible. El gris existe y puede ser el mejor color de nuestro tiempo: el color del pacto. Porque ese mismo tiempo nos ha mostrado, en poco más de una década, lo indomable de las fuerzas económicas y de las formas de vida más elementales. Ahora, como humildes reconocedores de nuestras limitaciones, algo muy primario parece reclamarnos más cohesión y una viva revisión de muchos de los paradigmas hasta ahora dominantes.

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