VALÈNCIA. Hay hombres que tienen un concepto tan triste y equivocado de la masculinidad que piensan que uno es más macho cuanto más golpea. Suelen ser los mismos que luego atacan en manadas. Son hombres tan supuestamente hombres que no son capaces de asumir sus actos en solitario, necesitan a otros como ellos, fatalmente errados también en su idea de la masculinidad, para ejecutar sus abusos. Decía el personaje de Adriana La Cerva en un capítulo de Los Soprano que se sabe mucho acerca de un hombre por el modo en que trata a una mujer, y así es. Una de las principales maneras que tiene un hombre de representarse a sí mismo es a través de su relación con las mujeres. Y no hablo de la relación erótica, me refiero a la relación humana. Un hombre respetuoso, conciliador, sin miedo a aceptar que hay que cambiar cosas de uno mismo para que el mundo sea más justo, es, a mi manera de verlo y parafraseando la letra de Dinarama, un hombre de verdad. Y, a continuación, está el modo en que un hombre se relaciona con sus congéneres. Tal vez esto resulte menos revelador porque, aquí ya no hablamos del binomio hombre-mujer sino del binomio hombre-hombre, y esa unidad de género evita que exista un contraste. A estas alturas del siglo XXI, también podemos afirmar que se conoce mucho acerca de un hombre por cómo se relaciona con otros hombres, especialmente con aquellos que no son heterosexuales y, por extensión, con cualquier individuo que forme parte del colectivo LGTBQ.
Imagino, aunque eso no es eximente de nada, que cuando alguien acumula tanto odio contra otro u otros es porque en realidad teme algo. Algo acerca de su propia masculinidad, por ejemplo. Existen hombres que, si tienen a un homosexual cerca, se les enciende la señal de alerta. A mí no me gustan los callos, pero si comparto mesa con alguien y pide callos, no siento ni pánico ni rechazo. No me intimida que otra persona coma, a mi lado, algo que a mí no me gusta. De hecho, me parece estupendo estar rodeado de personas que tienen gustos e ideas diferentes a los míos, siempre y cuando todo eso no se traduzca en odio, falsedad e involucionismo. No me gustan los callos, pero no me preocupa lo más mínimo la idea de acabar comiendo callos simplemente porque alguien sentado a mi lado lo haga. Y a lo mejor, quién sabe, algún día acabo comiendo callos yo también, pero hacerlo o no es algo que ni me quita ni me pone nada como ser humano. He sido fumador y luego dejé de serlo. Me saqué el carné de conducir a los cuarenta años porque hasta ese momento, conducir me parecía algo estresante. De joven detestaba el ejercicio físico, pero desde hace dos décadas intento mantenerme en forma yendo a un gimnasio. También he tenido vida heterosexual, pero actualmente, mi tendencia erótica y afectiva es homosexual. El individuo que soy es el compendio de experiencias y conocimientos que he ido acumulando a lo largo de mi vida. Mi orientación sexual no me hace ser mejor o peor persona. El modo en que me relaciono conmigo mismo y con los demás, sí.
Mi idea de la masculinidad como concepto social gira en torno a asuntos que, por desgracia, algunos de mis congéneres (quiero pensar que no son tantos, aunque uno de mis defectos es que siempre peco de optimista) consideran simples mariconadas. Hay una serie de tópicos nocivos que siguen presentes, y lo triste es que no falte quien se jacta de seguirlos. Los hombres no lloran es uno de los greatest hits de esa masculinidad reaccionaria. Es una frase que, pronunciada por determinados varones, parece que quede incompleta si al final no terminas añadiendo “solamente eyaculan”. Un hombre que no tiene miedo a mostrar sus sentimientos me parece mucho más hombre que aquel que se empeña en esconderlos. Ir en contra de la naturaleza -y las emociones son parte de la nuestra- solamente provoca represión y frustración. A mí, aceptar la propia vulnerabilidad también me parece un buen indicativo de valentía. Todo lo demás es basura.
No estamos en una guerra. Ningún colectivo sexual ha venido a colonizar y someter a otro. La razón es muy sencilla: La diversidad sexual es tan vieja como las civilizaciones. Pero cuando hablo de diversidad sexual no hablo únicamente de tendencias catalogadas. Hablo de comportamientos. Empeñarse en definir las pulsiones sexuales humanas es una labor tan absurda como estéril. El deseo rara vez se rige por leyes estrictas. El abanico de posibilidades de atracción es inabarcable, susceptible de cambiar con el tiempo o con las circunstancias de cada cual. La masculinidad consiste también en entender que el deseo puede fluir en direcciones imprevistas, durante unos minutos, unas horas, durante media vida, o simplemente, no hacerlo. Pero tanto si es así como si no, estas cuestiones no tienen nada que ver con lo que significa ser un hombre.
A Foucault le parecía intolerable que la identificación de nuestra propia sexualidad se haya convertido en algo central para expresar lo que somos. La sociedad no solo nos presiona para que nos interroguemos (y, llegado el caso, confesemos) sobre la naturaleza de nuestras apetencias sexuales. Pensemos que la homosexualidad no irrumpe como término hasta el siglo XIX; lo hizo de la mano del psiquiatra Richard von Krafft-Ebing, que, como no podía ser de otra manera, determinó que todo aquel comportamiento sexual que no estuviese dirigido a procrear era una desviación. Recordemos también como los nazis celebraban la virilidad como un valor esencial. Le rendían culto con estatuas e imponiendo estereotipos físicos, señalando como inferiores a aquellos que no representaran ese ideal. Y claro, tanta adoración es lo que tiene, que al final la línea que separa la teoría de la práctica se hace tan borrosa que acabas enamorándote de tu capitán. Hoy, la creencia de que el homosexual es un ser inferior, nocivo, peligroso, sigue incrustada en determinados subconscientes. El maricón es una criatura que merece recibir su castigo a manos de esos hombres que creen que, intimidando, golpeando y asesinando son más hombres. Pero los que hace unos días golpearon a Samuel Luiz en A Coruña hasta matarlo, de hombres solamente tienen la testosterona. Ser maricón no te hace ser menos hombre. Convertir el odio y la violencia en una bandera no te hace ser más hombre, te hace ser un cobarde y un ignorante, lo opuesto de lo que todo hombre que se precie de serlo debería aspirar a ser.