La muerte, el miedo o la soledad. Si algo tienen en común estos tres temas es que a nadie –absolutamente a nadie– le gusta hablar sobre ellos. No son cómodos. Tampoco agradables. Cuando, además, toca exponerlos delante del público infantil, las dudas se multiplican. Las voces expertas, no obstante, son claras al respecto: no solo «podemos» contar estos temas, sino que «debemos» hacerlo.
VALÈNCIA. En El pato y la muerte (Arcos de la Frontera: Barbara Fiore Editora, 2007), el ilustrador alemán Wolf Erlbruch habla, sin tapujos, sobre uno de los temas tabú en la literatura infantil: sí –efectivamente– la muerte. El pato protagonista se da cuenta de que un misterioso personaje, ataviado con un traje a cuadros y una flor negra en la mano, le sigue a todas partes. Le pregunta, directamente, quién es. «La muerte», contesta este. Se inicia así una conmovedora conversación donde el creador no aporta respuestas, pero sí una necesaria y sencilla reflexión sobre la muerte y –como no podía ser de otra forma– la vida.
Este es uno de los libros que, según Lola Fernández de Sevilla, dramaturga y doctora en Filosofía, mejor explican uno de los grandes temas tabú para niños y niñas. Premio Juan Cervera de investigación sobre teatro para la infancia y la juventud 2018, Fernández de Sevilla también es una de las expertas que participan en las Jornadas JALEO’21 de animación a la lectura que claudicarán el próximo viernes 16 de julio. En la última jornada, ella será la encargada de defender la ponencia Dibujar el mapa: los temas tabú en la escritura para la infancia. Una disertación que da para mucho.
«Un tema tabú es aquello de lo que cuesta hablar; un tema que cuesta verbalizar, que genera conflicto en su formulación», explica la dramaturga. «En teatro para adultos, la categoría de tabú está diluida, pero en la literatura y el teatro para la infancia los contenidos son más sesgados. Existe un miedo muy fuerte a no asustar, a no traumatizar, que en el fondo es un temor de las personas adultas a encarar qué clase de mundo tenemos, construimos y, en definitiva, vamos a legar», añade.
En su obra Ogros, espinacas y demás… Cómo contar lo terrible a niños y niñas en el teatro (Editorial Traficantes, 2019), Lola Fernández de Sevilla explora, precisamente, multitud de temas considerados «tabú». El colegio. La separación. Las espinacas. Las inyecciones. ¿A dónde se ha ido el abuelo? ¿Yo también me voy a morir? ¿Qué es una guerra? «Analizo la idea de qué es lo terrible y por qué deberíamos contarlo o no a la infancia. La conclusión es que sí. No solo podemos, sino que debemos», sostiene.
En la misma línea se expresa Alberto Soler, psicólogo y coautor del cuento ilustrado Tengo miedo (B de Blok, 2021). Este surgió, precisamente, por la necesidad de aportar material para acompañar a las familias –además de a los pequeños y pequeñas– cuando aparece el miedo, ese sentimiento pegajoso que, para Soler, también es «necesario y deseable». «A veces parece que queramos evitarles también cualquier tipo de emoción o sensación desagradables», reflexiona el psicólogo.
«La muerte, el sexo y las emociones desagradables son parte de la vida. No se los vamos a poder evitar siempre, por mucho que queramos. Si pudiéramos, tampoco sería recomendable, en realidad», incide Alberto Soler. Eso sí: existen muchas formas de expresar estos temas.
«El enfoque es lo que marca la diferencia», apunta, por otro lado, Fernández de Sevilla. Por eso, sus ojos miran hacia la ilustración, donde los lenguajes tienden más a lo abstracto y no tanto a lo realista o lo figurativo. «Los niños y las niñas tienen una gran capacidad para comprender lo abstracto. De hecho, no van al teatro a entender, por ejemplo, sino a sumergirse en una experiencia, que es lo que deberíamos hacer todos», compara.
Para Miguel López, maestro de infantil, autor de más de 15 libros infantiles, y más conocido como Hematocrítico en Twitter –donde atesora más de 143.000 seguidores–, alguien que lo hace especialmente bien en este terreno es el escritor británico Roahl Dahl. «Un maestro como él es capaz de hablarle a los niños y las niñas de las cosas más terribles», opina. En el ámbito nacional también hay, en sus palabras, una autora que no tiene nada que envidiarle: Ledicia Costas, Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 2015. «Es especialista en hablar de muerte para niños y niñas y lo hace como nadie», asevera.
Ledicia Costas cuenta su secreto: el humor macabro. Es el que, confiesa, ha utilizado en sus libros Escarlatina, la cocinera cadáver (Anaya Infantil y Juvenil, 2015) o en la colección Los minimuertos (Alfaguara Juvenil, 2021), ambos con la muerte como uno de los temas centrales, y con un resultado que califica de «magnífico». «Apostar por los grandes temas, pero bien contados, me parece fundamental», señala.
La escritora y actriz canadiense Suzanne Lebeau es otra de las grandes exponentes en esas arenas movedizas donde se baña el tabú en la literatura infantil. El incisivo artículo De la censura a la autocensura recoge algunos de sus pensamientos al respecto. En el texto, Lebeau sostiene que la «convicción íntima» que tiene cada adulto de saber lo que es bueno para los niños o niñas es «totalmente subjetiva». Y explica por qué: «Está basada en recuerdos de infancia, en una nostalgia de lo que hubiera querido vivir o de lo que vivió, y sobre todo, matizada por la tradicional relación niño-adulto de subordinación didáctica en la que el adulto es el que sabe y el niño el que aprende».
Desde ese falso altar moral, las personas adultas deciden qué contar y cómo hacerlo. E, incluso, introducen un elemento que lo transforma todo: la llamada «moralina».
La gran mayoría de clásicos de Disney beben de un referente común: los cuentos del siglo XX. Las películas que conocemos, sin embargo, se toman una licencia creativa: la de modificar, o edulcorar, ciertos finales. Y lo hacen de forma drástica.
«Los cuentos tradicionales han sido muy depurados. Se cuentan añadiendo siempre la moralina, que no estaba incluida inicialmente. Teresa Colomer, experta en literatura infantil, dice algo así como que no hay mejor documento para entender una época que ver la literatura infantil que se produce en esa época», señala Lola Fernández de Sevilla, crítica. «La literatura infantil refleja, en realidad, los miedos de los adultos. Les contamos a los niños y las niñas cómo deberían ver el mundo más que cómo realmente es», expone.
Películas como La sirenita, Cenicienta o El jorobado de Notre Dame poco tienen que ver con sus homólogos literarios, en muchas ocasiones, más cruentos y violentos que las versiones firmadas por la compañía cinematográfica, que suaviza muchas de sus escenas, incluso sus finales. Para el psicólogo Alberto Soler no es positivo «edulcorar todo». Y va más allá: son este tipo de ejemplos, precisamente, los permiten que los niños y las niñas se enfrenten a situaciones o realidades «de forma controlada, sin tener ellos mismos una gran implicación emocional». Estas realidades alternativas cumplen la función de «ensayo» o «vacuna» dice: los prepara para enfrentarse mejor a esas situaciones en la vida real.
«No están muy informados, pero son curiosos, abiertos […] preocupados por el estado del mundo y de sus habitantes», reflexiona Suzanne Lebeau, por otro lado, al hablar sobre los pequeños y las pequeñas. ¿Por qué, entonces, se menosprecia su capacidad por entender el mundo que les rodea?
«Por mi experiencia, los niños suelen sorprendernos para bien», cuenta el psicólogo Alberto Soler, implicado en diversos proyectos sobre crianza e infancia. «Suelen entender bastante más de lo que pensamos y también son más fuertes de lo que solemos imaginar. No quiere decir esto que no tengamos que ser cuidados con los contenidos que les ofrecemos, pero tampoco hace falta hablarles como si no entendieran nada hasta la adolescencia», manifiesta.
Ello entronca con otra cuestión presente en la literatura infantil: el escribir «para» educar, una idea a la que se oponen Miguel López (Hematocrítico) y Ledicia Costas. Al menos, parcialmente. «Un libro infantil tiene el mismo propósito que un libro para adultos. Debe emocionar, asustar, hacer reír, intrigar, enganchar… ¿educar? También, pero en la misma proporción», opina López.
«Considero un error asociar la literatura infantil a lo didáctico», apunta la también escritora Ledicia Costas. «La función de un libro infantil no es educar. La literatura para niños y niñas tiene que ser un espacio de transgresión, de diversión, de emoción, de aventuras… Si además aprenden algo, estupendo. Pero de manera transversal», puntualiza.
Y es que no es ninguna sorpresa: los niños y las niñas, de la misma forma que las personas adultas, quieren disfrutar ante todo de una buena lectura. Distintos públicos y lenguajes, pero mismos criterios al fin y al cabo.
Ni las personas adultas, ni los niños y las niñas conciben ya su existencia sin Internet, esa red omnisciente que conecta todo y donde todo –absolutamente todo– cabe. Por ello, el psicólogo Alberto Soler considera que ya no tiene sentido ocultarles a los niños o niñas según qué temas, y es mejor introducírselos antes de que encuentren la información sin la ayuda o aclaraciones pertinentes. En la literatura, y también en la vida.
Por eso mismo, la mediación que ejercen las personas adultas en determinadas circunstancias sigue siendo necesaria. Nadie podrá cambiar los cuentos de antaño: ni la culpa de la Caperucita Roja por su lucir su inocencia de escarlata; ni el matrimonio que libera a Blancanieves de su estado catatónico; ni la posibilidad de convertir a un monstruo en un hombre, a base de dulzura, como sucede en la Bella y la Bestia. Precisamente por ese motivo hace falta «acompañar a los pequeños y pequeñas», en palabras de Miguel López.
«Cuando ves una película o cuentas un cuento que consideras que tiene momentos peliagudos, tienes que estar ahí para responder las dudas que puedan surgir o explicar por qué ese contenido es machista o racista», agrega el maestro de infantil y tuitero. Para Ledicia Costas, por otro lado, la respuesta no pasa por descartar los cuentos, sino por encontrar un término medio. «Se puede acompañar a los niños y niñas con una lectura crítica y constructiva, y hacerles entender que algunos libros pertenecen a una época donde la sociedad era menos igualitaria que ahora», opina.
Contextualizar en lugar de prohibir. Y emplear las obras culturales como un trampolín; solo eso. Suzanne Lebeau también tiene una sabia reflexión en torno al papel e importancia de las expresiones artísticas: «Decía con fineza de espíritu un maestro: “¿Crees que una hora de espectáculo puede perturbar suficientemente a un niño para que su vida cambie? Jamás un espectáculo será tan determinante como lo que el niño vive cada día y durante años”». Por ello, Lebeau alega lo siguiente: «El arte, el teatro, si debe ser un disparador, un detonador… no será sino eso: un disparador o un detonador». La literatura infantil, entre tabúes, moralinas y soberbia didáctica, se encuentra en ese camino.