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ofendidita / OPINIÓN

En el lado terrible de la historia

7/02/2021 - 

«Hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear», cuenta Roberto Bolaño en Los detectives salvajes. Y de la misma manera, existen momentos para posicionarse en el lado terrible de la historia, al que pertenecen quienes se dedican sistemáticamente a asfixiar las existencias ajenas, o elegir hacer fuerza para intentar que la vida de los demás sea un poco menos cruel. El debate sobre la Ley Trans promovida por el Ministerio de Igualdad es uno de esos instantes en los que toca decidir en qué coordenadas ideológicas y morales queremos situarnos. Por lo pronto, el minuto y resultado de partidarios y detractores lanza algunas actuaciones un tanto bochornosas. Cercenar las reivindicaciones ajenas hace extraños compañeros de viaje.

A ver, que nuestros carcas de ayer y de hoy se opongan a cualquier mínimo avance es tan previsible como que Winnie the Pooh se pirre por un tarro de miel. Al fin y al cabo, oponerse a que otros individuos ganen derechos y oler a cerrado constituye la base misma de su negociado. Ser reaccionarios es una personalidad y es la suya. La trama se complica cuando en esa trinchera se encuentran codo con codo con gentes que se autodenominan muy progresistas y mucho progresistas. 

Genera, cuanto menos, una miaja de tristeza observar cómo quienes se erigen en garantes de la igualdad se dedican a frivolizar con el dolor ajeno de una comunidad tan discriminada como la trans. Diana de todo tipo de violencias, vulnerables entre las vulnerables, con mucha más dificultades para acceder al mercado laboral y con unas tasas de pobreza y precariedad salvajes. Podríamos pensar que ya es hora de facilitar a esa gente la existencia y dejarles simplemente ser, pero no, amiguitas, no es tan sencillo. Ahí tenemos por ejemplo a la vicepresidenta Carmen Calvo diciendo que “que el género se elija sin más que la voluntad pone en riesgo los criterios de identidad del resto”. Porque eso es justamente lo que hace la gente trans cada mañana, elegir su género como quien elige unos zapatos, una camisa o un tono de pintalabios. Luego lo comentan con sus colegas por un grupo de WhatsApp para coordinarse y ale, a pervertir a la sociedad. O enarbolan como gran argumento que van a alterar los estándares de las competiciones deportivas. Ah, pues nada, si para que unos cuantos conciudadanos puedan ver reconocida su identidad y respetada su forma de estar en el mundo hay que cambiar el reglamento de un club de voleibol, pues no se hace y punto. Que en este mundo hay prioridades, no todo vale. Menos mal que alguien se está dedicando a advertir sobre estos terribles peligros para la ciudadanía, no se habla de otra cosa. 47 millones de españolitos no pueden dormir por las noches pensando que en cualquier momento aparecerá la policía queer en su casa y les obligará a cambiarse de género. 

Otro clásico en esto de socavar la existencia del colectivo trans es reducirles a un compendio de anécdotas turbias. Así, se está cogiendo mucha afición a alertarnos de que, ojo cuidado, ahora un montonazo de hombres se ‘disfrazarán’ de mujer para entrar a los baños y violarnos y nadie lo podrá evitar. Como si los hombres que quieren violar no llevaran violando desde el principio de los tiempos, ¡y sin necesidad de ponerse una falda, oigan! Pero bueno, tú mete miedo, márcate un social panic de categoría, que eso siempre resulta muy edificante, y si consigues que alguna chica trans pase un mal rato usando el lavabo de señoras, pues eso que te llevas para tu causa. También podemos colocar un puesto de control en la entrada de los aseos para comprobar quién tiene vagina y quién no.  Así esa gente tan alarmada podrá seguir tranquilamente con sus cosas. Claro que sí, cariño. 

En esta obsesión por los genitales ajenos, acaban recordando a esos defensores de las esencias proletarias que no conciben que una persona trans pueda ser considerada clase obrera. Poco importa tu situación en la escala social, si no eres un rudo operario de la siderurgia, lo único que haces es dividir a la izquierda. Igual que las feminazis y los migrantes. Qué pesadas, todo el rato dividendo a la izquierda con nuestros debates absurdos y aburguesados sobre la identidad en vez de estar calladitas escuchando cómo esos señores sabios hablan de lo que de verdad importa: sus problemas. Fíjate, que estaban a puntito de tomar el Palacio de Invierno, les quedaba citar un par de veces a Marx y soltar tres o cuatro sentencias solemnes sobre el trabajo y ya se ponían a ello. Pero va y entonces apareció en la empresa un chaval trans y ale, la toma de los medios de producción al garate. Maldito lobby queer, siempre sembrando el mal y la discordia.

Al final, nos vamos chocando una y otra vez con ese rucurrucu constante de que las experiencias ajenas invalidan nuestra experiencia o de que los reconocimientos a otros colectivos ensombrecen los propios. Y venga y dale y vuelta la burra al trigo. Como si la justicia fuera una pizza carbonara y no hubiera porciones para todos.

Pero si algo nos demuestra la historia (además de que combatir a Rusia en invierno suele salir mal) es que por muchas mordazas que le pongas, la vida no se detiene y las conquistas sociales acaban desbordando las reticencias y los recelos que existen a su alrededor. Ya lo siento por los amantes de la parálisis. Y llega un momento en que nos parece inconcebible que alguien que no sea un ultra se haya opuesto a ellos. Ha pasado con el divorcio, el aborto, el matrimonio igualitario y afortunadamente, acabará pasando también con los derechos de las personas trans. Así que toca elegir si dentro de diez años, cuando se hagan emotivos reportajes rememorando las polémicas sobre esta ley, quieres recordar que estuviste haciendo piña con esos Winnie the Pooh reaccionarios que intentaron impedir que un puñado de personas alcancen una vida más digna, más fácil de ser vivida y más feliz.

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