Definitivamente se acabó la entente cordiale del Botànic, que más o menos ha ido manteniéndose, contra viento y marea, durante estos últimos años. Este pacto de Gobierno comenzó con dificultades, allá por junio de 2015. La izquierda llevaba veinte años esperando a volver a la Generalitat. En las elecciones autonómicas de 2015 consiguió, globalmente, el mejor resultado en mucho tiempo. 55 diputados de 99, más que suficiente para configurar una mayoría legislativa y de Gobierno. Y ahí surgieron las primeras dificultades, entre lo que entonces era la izquierda mayoritaria, pero declinante (el PSPV), y las alternativas minoritarias, pero con aspiraciones de ocupar dicho espacio (Compromís y Podemos), a su vez aliadas entre sí.
Se produjo un pulso en toda regla por ver en qué condiciones se establecería el gobierno de coalición, y quién ostentaría la preeminencia. Y ganó el PSPV, cuyo líder, Ximo Puig, alcanzó la presidencia de la Generalitat. Una victoria que entonces pareció pírrica, dado el peso específico de Compromís y, sobre todo, la popularidad, visibilidad y capacidad de maniobra, en Valencia y en Madrid, adquiridos por Mónica Oltra.
Sin embargo, el PSPV, a partir de la presidencia y de la gestión de una coalición de Gobierno cuyos socios nunca amagaron con repetir, en la práctica, el pulso de 2015, ha logrado cimentar un control de la agenda política y del discurso público en la Comunidad Valenciana que resultan insólitos si atendemos a los diputados de que disponían (y disponen), muy alejados de la mayoría absoluta. El arriesgado adelanto electoral, pensado para impedir cualquier veleidad de sorpasso o mayoría interna (Compromís y Podemos frente al PSPV) en la coalición de Gobierno, cumplió su objetivo. Desde entonces, Mónica Oltra y Compromís quedaron en segundo plano, y el liderazgo de Puig se asentó.
Llegamos ahora a la degeneración, hasta cierto punto previsible si atendemos a lo sucedido desde 2019, de esta coalición de Gobierno, y en particular de las relaciones bilaterales entre Puig y Oltra. El president ha ganado notoriedad en España y credibilidad en la Comunidad Valenciana con su gestión de la pandemia, vista en general en términos positivos, sobre todo porque las cifras, por ahora, son mucho mejores que en el resto de España. En el recuerdo imperan los aviones con material médico chino llegados a la Comunitat Valenciana en los peores momentos de la primera ola de la pandemia, y no tanto deslices como la obsesión por mantener abierto el ocio nocturno en verano.
Compromís ha pasado de un segundo plano en lo que se refiere a la gestión de la pandemia a poner sobre la mesa el debate de si la Generalitat debería acometer con mayor dureza y decisión las medidas de prevención y contención de dicha pandemia o, por el contrario, es mejor continuar con la proporcionalidad de las medidas adoptadas hasta ahora. Aquí, personalmente, soy más “oltrista” que “puigista” y creo que es mejor pasarnos por exceso que por defecto con las medidas de prevención, porque las consecuencias económicas y sociales son mucho peores si nos quedamos cortos que si nos pasamos. Pero lo que me interesa evaluar aquí no es tanto quién puede tener razón en el debate, sino lo que implica que la vicepresidenta y el presidente de la Generalitat se enzarcen en una disputa sobre una cuestión tan importante. Hasta ahora, estas eran cosas que pasaban en la Comunidad de Madrid, el “rompeolas de las Españas” en lo que se refiere a ofrecernos espectáculos político-mediáticos de todo tipo. Pero ahora el show se ha hecho extensivo a la Comunitat Valenciana, antaño un “oasis” en el contexto de una España convulsa.
Tampoco me interesa demasiado saber quién tiene “la culpa” de las distensiones, porque en estas cosas las culpas siempre están muy repartidas. El caso es que parece tratarse de un desencuentro de fondo, una paulatina incompatibilidad expresada en continuos roces y visiones divergentes de cómo debería gestionarse la administración autonómica (proyectada también a muchos ayuntamientos en lo que también tenemos mini-botánicos). El “espacio del cambio”, significativamente debilitado, se aleja del PSPV porque también el PSPV se aleja de ellos y explicita una incomodidad que ya venía de lejos, mientras coquetea con Ciudadanos como alternativa poco verosímil. Esta es una jugada recurrente en el PSPV, que ya intentó en 2015 y que más o menos aparece en lontananza cuando se tercia: un “espacio del recambio” opuesto al “espacio del cambio”.
Lo interesante del asunto es que estas disensiones se producen precisamente en un momento en el que, en España, el PSOE parece decantarse por los socios de la investidura frente a la alternativa del recambio de Ciudadanos. Socios que son muy incómodos en términos mediáticos y simbólicos (independentistas de ERC, independentistas de Bildu cuyos orígenes devienen en parte de la izquierda abertzale y, a su vez, del terrorismo etarra), pero con los que quizás es más fácil pactar, a la hora de la verdad. Y, sobre todo, que configuran una mayoría en el Congreso más verosímil en el largo plazo que una apuesta por Ciudadanos, pues el espacio político de este partido puede verse muy debilitado como consecuencia de la apuesta de Pablo Casado por diferenciar nítidamente al PP de Vox y buscar el crecimiento por el centro.
En la Comunitat Valenciana, es inviable pensar, dentro de dos o tres años, en una mayoría de Gobierno en la que participe el PSPV y que no sea con sus actuales socios. Con Ciudadanos, las cifras no dan, y previsiblemente tampoco sumen después de unos hipotéticos nuevos comicios autonómicos. Con el PP no van a pactar un gobierno de Gran Coalición, si la alternativa Compromís-Unidas Podemos sigue estando ahí. Al final, nos encontramos ante el problema de siempre: el PSPV quiere gobernar como si tuviera mayoría absoluta… Y están muy lejos de conseguir ese escenario. Sus socios se resisten y de cuando en cuando se rebelan, porque la verdad es que el PSPV en esto comienza a ser como los actuales gestores del Valencia CF. Quieren que los socios estén por ahí, si es que no queda otro remedio; pero que no molesten.