REM tenían razón. Hasta que dejaron de tenerla. Acuñaron una frase, el título de una de sus canciones más conocidas, que durante años nos ha venido muy bien para tantear cómo de cerca estaba el apocalipsis
VALÈNCIA. Es el fin del mundo (según lo que sabemos), dice el estribillo de la popular It’s The End Of The World (As We Know It). Fue grabada en 1986, cuando nuestro planeta vivía en la edad media de las telecomunicaciones y mantenía unas reservas de sentido común dignas. Con la ayuda del cine, la literatura o el cómic, los terrícolas imaginábamos nuestro final de maneras muy concretas. Una guerra nuclear. El típico meteorito que elige estamparse contra la corteza terrestre en Boise, Idaho. Una invasión alienígena de las que no deja títere con cabeza. A nadie le dio por pensar que el fin del mundo no tenía porque empezar de repente, a partir de un hecho concreto. Nadie imaginó –o a lo mejor es que preferimos hacer como que no nos enterábamos- que el fin del mundo pudiera ser algo cuidadosamente cocinado por sus propios habitantes, un cúmulo de errores, estupideces y aberraciones que viniera a demostrar que, en realidad, es un milagro que hayamos podido llegar hasta aquí.
El fin del mundo no sucederá de repente, no ocurrirá un buen día. Es algo que ya está en marcha y esto, como dicen mis amigos de Barcelona, no viene de un día. Hace bastante que empezó. No puedo constatar esto con más teoría científica que mi propio escepticismo. Al principio pensé que lo que se acababa era mi mundo, un mundo compartido con otras personas que también han crecido y vivido la primera mitad de sus vidas aferradas a músicos, cineastas, pensadores, pintores, fotógrafos, escritores cuyos cuerpos se van desconectando paulatinamente de esta dimensión. Pero no. Luego he llegado a la conclusión de que estas catástrofes culturales también son una especie de elegía, un prólogo poético que anticipa una nueva era. Se mueren los tótems culturales del siglo en el que nací y el vacío que dejan se llena con el murmullo del caos. Gana terreno esa inestabilidad que ya no es exclusiva de un país o de un continente. Parece una epidemia. El fruto de una estupidez global que quizá haya tenido precedentes en la historia, pero si es así, no me consuela porque se supone que deberíamos evolucionar, ir a mejor, y no todo lo contrario.
Ezra Furman, uno de los músicos más interesantes de la última década, ha sacado un álbum explosivo y doloroso a partes iguales donde expresa sin tapujos la desolación que le produce este mundo en el que los débiles parecen eternamente condenados a ser pisoteados por los más fuertes, aunque estos sean minoría. Twelve Nudes es la catarsis de un individuo que duda seriamente de que alguna vez las cosas cambien, y lo único que puede hacer es conectar su guitarra, subir el volumen del ampli y gritar. Personajes tan vergonzosos como Trump o Bolsonaro son elegidos democráticamente por los votantes de sus países. Los tenemos ahí cada día, esparciendo discursos que son la antítesis de la empatía y la integración que exigen los nuevos tiempos, aunque sólo sea para evitar que el mundo acabe reventando de odio. Están lejos, pensarás, pero sus decisiones y sus actos son un problema de todos. Entonces enciendes el televisor y sale Inés Arrimadas hablando, y como para no coger una guitarra o en su defecto, tocar la batería con cacerolas.
No quiero olvidar que David Byrne ha estado dando una serie de conferencias bajo el epígrafe Reasons To Be Cheerful (Motivos para estar contento). Estaban enfocadas a destacar noticias esperanzadoras que ayudan a creer que no todo está perdido para la raza humana. Temas relativos al compromiso social, las energías alternativas, la educación, la integración, la igualdad. Reasons To Be Cheerful se ha convertido recientemente en un boletín digital, y yo me he suscrito a él para combatir esa sensación que no es exactamente pesimismo, es falta de esperanza. Un día respiras tranquilo y te vas a la cama feliz porque las elecciones las ha ganado la izquierda. Pero partir del día siguiente te pasas cinco meses viendo como la izquierda es incapaz de ponerse de acuerdo para hacer el trabajo que le hemos encomendado una gran mayoría. Un barco rescata a gente moribunda del mar y a su capitana la acusan de pirata, de traficante de esclavos, y por supuesto, también la llaman zorra porque ser mujer tiene ese lamentable plus cuando llega la hora de los agravios. El Amazonas se quema, montones de hectáreas de todo el mundo se queman, el mar se llena de plástico y las orillas de las playas están invadidas por las basuras más increíbles. Las tempestades son cada vez más virulentas e imprevisibles, como si el proceso para quitarnos de en medio por desagradecidos y antipáticos hubiese dado comienzo. Hay gente que todavía encuentra divertido correr delante de un toro asustado y cabreado cuya muerte por embestida acaba siendo difundida porque alguien la ha grabado con su teléfono móvil.
Así que sí, el fin del mundo ya está en marcha. Forma parte de nuestra vida cotidiana, como las noticias sobre el tiempo, los selfis –¿cómo no vamos a estar sumidos en un apocalipsis a medio plazo si nos inventamos palabras así de feas?-, las cervezas con los amigos, las buenas ideas, el papel higiénico, los atardeceres espectaculares, el dolor de cabeza o las novelas que te secuestran. El modo más optimista de afrontar esto es aceptar que el apocalipsis forma parte del escenario cotidiano, y que como se trata de un proceso lento, ni siquiera tenemos que sentir el miedo que produce lo inminente. Es triste pero no hay solución. Lo sé cada vez que echo un vistazo a los comentarios en las redes sociales y constato que de lo que se trata de de alzar la voz y hacer valer el discurso propio. De leer a gente enfadada denunciando estoy y lo otro, pero que luego es incapaz de predicar con el ejemplo. De leer a gente que prefiere alimentar la confusión a afrontar la realidad. No tenemos remedio.