VALÈNCIA. Mi infancia tiene dos escenarios que podría considerar como laboratorios musicales. Hablo de dos ámbitos en cuyo interior quedaba expuesto a una serie de canciones que, más allá de que me gustaran más o menos en su momento, se me quedaron grabadas para siempre. Uno de ellos es la cocina de nuestra primera casa. Era un piso casa no muy grande y era fácil escuchar a mi madre cantando desde cualquier punto. Estoy seguro de que también cantaba mientras planchaba en el salón o cuando hacía la cama, pero la recuerdo sobre todo haciéndolo en la cocina. A base de escucharla conozco docenas de coplas que entonces no pensaba que tuviesen más intérprete que mi madre. Yo era un niño y las conocía únicamente a través de su voz. Para mí era como si fuesen suyas.
El otro escenario fue el coche familiar. A mi padre siempre le han gustado los coches y en aquellos tiempos –mediados de los años setenta-, un auto sin música no era un coche completo. Lo he contado aquí mismo en otras ocasiones y estoy seguro de que seguiré haciéndolo más adelante, porque las canciones que sonaban en aquel casete y aquel ocho pistas –aparato que reproducía de unos armatostes llamado cartuchos que no tuvieron una vida comercial demasiado exitosa- conforman los cimientos más profundos de mi educación musical. Antes que Lou Reed, antes incluso que el descubrimiento del rock a través de la banda sonora de Tommy, estuvieron Moncho El Gitano del Bolero, Nino Bravo y Tom Jones. Mi padre nunca ha tenido oído para la música, así que el surtido de discos estaba supeditado a recomendaciones de gente cercana. Su primo Fernando tenía mucho predicamento respecto a lo que sonaba en ese coche. Más que primos, yo diría que Fernando y Ramón fueron una especie de hermanos que, por estas cosas de la vida difícil de la posguerra, crecieron juntos mientras abandonaban la adolescencia y se convertían en jóvenes.
La música crea unos lazos entre las personas que nada más puede crear. En nuestro coche sonaba música recomendada por el tío Fernando, a veces cintas prestadas, como aquella de Donna Summer. Fue así como I Remember Yesterday, pasó a ser el primer disco que me cogió por sorpresa. Cuando digo esto me refiero a que no fue una música que yo eligiera, sino al revés. A Lou Reed y a Patti Smith los elegí yo cuando todavía estaba en EGB. En cambio, Donna Summer me vino dada por las circunstancias y he de decir que fue una muy placentera revelación. El álbum, música discotequera que apelaba a mis instintos más básicos, me encantaba. Pero lo que me fascinaba más allá de cualquier lógica era escuchar ‘I Feel Love’, con ese sonido tan nuevo, cromado, extraterrestre.
Esas eran las canciones que nos acompañaban en nuestros trayectos domingueros a la playa o al campo. La primera vez que vi la portada original de Sticky Fingers fue en manos de mi prima Mari Carmen, un día en la Cañada, visitando a Fernando y a Maruja. Recuerdo también, en la comunión de alguien, a mi primo Fernando hablándome entusiasmado de Jesucristo Superstar y recomendándome el álbum, que era doble, y la película. Pero por encima de todo, estaba ‘I Feel Love’, uno de los primeros momentos en los que la experiencia de escuchar música se convirtió en algo más, en algo casi erótico.
Como decía antes, existen nexos que sólo la música puede crear. Hay muchas otras cosas que me unen a mis tíos y a mis primos. Los días de navidad en la Plaza del Collado en casa de la tía Avelina. Los rincones de la Ciutat Vella por donde está diseminada su historia que es también parte de la mía. Las aventuras en la playa de la Patacona, cuando aún había merenderos, y un patín de agua que dio mucho de sí. Esos domingos de visita en los que la música era el único vaso comunicante con mi primo porque a mí no me gustaba jugar al fútbol y menos aún al tenis. A partir de cierto momento de nuestras vidas, el tiempo transcurre dejando una capa invisible que son los recuerdos. No tienen otra función más que recordarnos quiénes fuimos y quiénes somos. Cuáles son nuestras raíces. Y el misterio de por qué algunos afectos perduran más allá de la lógica, del roce, de la cotidianeidad. Quizá sea así porque lo que acertamos a ver de ellos sólo es un tallo que jamás será más fuerte que sus raíces.
Ahora puedo imaginarme de varias maneras el momento en el que el tío Fernando le dice a su primo Ramón que escuche a Donna Summer. Quizá fue después de un partido de tenis, o saliendo de ver jugar al Levante. Donna Summer en aquel coche, creo que por aquel entonces era el Ford Capri naranja con las franjas negras, como el de Starsky & Hutch. La voz de Donna Summer acompañándome cuando íbamos a la Pobla de Farnals y yo no quería que llegásemos nunca para que no se rompiera el estado hipnótico, el trance sensual al que me inducía la canción, ‘I Feel Love’, la voz tan cálida entre aquellos chispazos tan emocionantemente fríos. El milagro nunca se producía y el coche no se elevaba rumbo al espacio exterior. El sueño terminaba cuando llegábamos al apartamento y otra realidad daba comienzo, cerca del mar. Ese mar que el tío Fernando tanto quiso y del cual, desde esta misma mañana, ya forma parte, para que la muerte nos deje algo de poesía, para que sepamos donde buscarle cuando llegue el momento.