VALÈNCIA. Con los cimientos de la vulgaridad y el relativismo asentados, y construido el edificio de la componenda, la tergiversación, el disparatorio y el embuste, ha llegado el momento de un -ismo nuevo, un -ismo cuya existencia, después del sutilismo y el pitañismo, nos parecía inverosímil; un -ismo inconcebible por lo absurdo, que ha tomado cuerpo alimentándose de resignaciones, debilidades, tibiezas y malevolencias, y que se nos ha echado encima para mucho tiempo.
Hemos inaugurado, sin comerlo ni beberlo a causa de la opacidad bolchevoide, y mientras pensábamos que las anuencias, las permisividades, los temores y las correcciones políticas no tendrían consecuencias, la era del jaimitismo absoluto, que vale tanto como la cumbre más alta de la rebelión de las masas, el ápice de la estupidez rampante, la entronización de los boloños y el derrocamiento de la seriedad. Ha empezado la época del zaíno y el gallofero, del mullidor y el tragaldabas, del embaucador y el advenedizo. Ya no habrá en el congreso intercambio de ideas.
A partir de ahora el parlamentarismo consistirá en indignaciones de una parte y befas de la otra, en espumarajos de coraje ante accesos de risa, en porfía frente a cachondeo, en estupefacción contra cinismo, en dignidad versus desvergüenza. Iniciamos una decadencia inaudita, una temporada negra de secretismo y revancha, de reticencia y libertinaje, de censura e injusticia. Jaimito tú porque te inducen a serlo; Jaimito yo por lo mismo; Jaimitos ellos porque lo han sido siempre agazapados en la tiniebla y ahora lo serán a plena luz para evidencia suya y afrenta general. Jaimitos todos como el del chiste, aquel infante resabiado y perdido en un entorno que lo degradaba y lo abochornaba.
Nos moveremos en las circunstancias bajas y deformes que nos impongan; deglutiremos la bazofia vomitiva que nos traigan y buscaremos eufemismos como quien busca trufas, con el perro del pundonor y el aguijón de la necesidad, porque nos habrán tapado las fauces con la mordaza humillante del pensamiento único. Todo cambiará con el jaimitismo: el poder se alambicará, la información escaseará, y el vecindario no se dará mucha cuenta porque andará ocupado escarbándose la faltriquera.
Las realidades no se corresponderán con las apariencias: los garañones comparecerán, orgullosos y espetados, en las altas tribunas; las marimantas vestirán de ancianas indefensas; los colegios y los medios de comunicación públicos encontrarán refugio en la negra secta de la propaganda, y a poco acabarán transmutados en rebujos de distorsiones, mixtificaciones, manipulaciones y animaladas; una trulla de paniaguados invadirá los edificios oficiales para ocupar las divisiones, compartimentos, covachuelas y madrigueras que abrirá la fecunda imaginación perrofláutica; volverán las checas pero con otro aspecto, el comunismo con otro nombre, la carestía tal como fue y el anticlericalismo como siempre ha sido.
Es la hora de la masa rebelada, del mastuerzo engreído, del gandul en la poltrona y el capaz en la picota, del yo soy como soy, del todo vale y del rechazo a las verdades objetivas. La sociedad —esta sociedad repleta de ignorantes y teleadictos— ha compuesto, mediante las urnas, un estupendo autorretrato. Culmina en España la rebelión de las masas, que no es un acontecimiento súbito, sino un proceso multisectorial y multifactorial que se ha larvado en el progresivo achabacanamiento de las diferentes capas de la sociedad y asoma la pezuña en el desquiciado paisaje del parlamento, ese centón de atorrancias, incoherencias, chantajes y avilanteces.
La población se va convirtiendo en un hatajo de jaimitones, deslenguados pero aturdidos a más no poder; avanza, curullera del silencio y el otorgamiento, hacia la jaimitada suprema del olvido y el despiste, de la enérgica protesta de fogueo, de la revancha extemporánea y exageradamente casposa de la guerra civil. Somos jaimitos por nuestra indiferencia y nuestra ordinariez. Son jaimitos por su intolerancia, su vetustez y su terquedad. Empieza el jaimitismo colectivo para deleite del fascio libertario; la transformación de la política en bochinche; la degradación de las instituciones; la saturación de los organismos públicos con la cáfila de capigorristas e impresentables que abundan por doquier; la proliferación de mesas, mesitas y mesazas, de fotocopiadoras y máquinas de café, de biombos y antedespachos en las esquinas y en los descansillos.
Vienen las falacias descaradas, las contorsiones argumentativas, los despropósitos y las arbitrariedades, el espectáculo y la contradicción, la ocurrencia pura y la inoperancia deliberada. Vienen las argucias de brocha gorda y las imposiciones de garrafón, el clientelismo bananero y la incertidumbre bursátil. Es el fin de la política y el principio de todas las involuciones; la sustitución del bien común por el bien comunal, que suena parecido pero significa otra cosa, y que tomará cuerpo en el florecimiento de unos falansterios específicos, centros particulares que con membretes de lo más extravagante se dedicarán a promocionar adeptos acérrimos. Es la mentalidad okupa traducida en leyes y decretos, en reglamentos y mandangas: desmantelar el inmueble ajeno, pelarlo a conciencia —con el esmero de la carcoma—, dejarlo en el chasis, en la estructura lironda, y abandonarlo después.
Y si estos vaticinios te parecen desproporcionados, saca tú otros de las actitudes y de las preferencias con las que se ha formado el nuevo gobierno. Prueba tú a pronosticar, con esa moderación roma que te caracteriza, los vergajazos que destina el poder a nuestras jorobas, y comprobarás la obsolescencia de tu instrumental analítico. El recién estrenado ejecutivo será un ejemplo de la manera en que la sociedad se autodestruye, del perjuicio que supone la imposición de la grosería. Porque la rebelión de las masas, también conocida como jaimitismo, no sucede sin más: tiene sus consecuencias.