Una de las primeras decisiones que tomé aquel otoño de 1993, cuando volví a Nueva York dentro de un programa de trabajo a lo largo de todo el país y que duró varios meses, fue regalarme toda una tarde por Manhattan hasta dar con una tienda de discos. En aquellos tiempos el CD ya había arrinconado al vinilo, de cuya larga colección afortunadamente no consiguieron que me desprendiera.
No existía el móvil, menos el GPS, menos aún internet. La gran novedad por aquel entonces era el fax. Así que, la búsqueda consistió en una aventura ocular hasta que di con una de ellas, una de esas tiendas únicas y maravillosas en las que cuando entrabas te dabas cuenta de que estabas en otro mundo, repleto de sonidos, carátulas, camisetas, carteles: un auténtico universo del melómano en el que, silenciosamente, todos los que allí estábamos husmeábamos entre cajones y cajoneras sin mirarnos o esperando que acabara el que iba delante y resoplabas cuando cogía algún ejemplar que hubieras deseado pillar en aquel momento.
Mi objetivo principal estaba en conseguir el disco de la grabación del concierto homenaje a Bob Dylan por su 30 aniversario con una lista de invitados a los que no me podía resistir: Tom Petty, Richie Havens, The Band, Eric Clapton, George Harrison, Kris Kristofferson, Sheryl Crow, Johnny Cash, Neil Young, Roger McGuinn… Habíamos leído tanto de su preparación que necesitábamos escucharlo porque el resultado final no había llegado a España y aún tardaría, pero aquel trabajo, en aquel momento, era imprescindible conseguirlo, aunque un servidor no fuera entonces, ni ahora, un fan desmedido de Dylan, pero sí alguien que lo respetaba profundamente y lo consideraba un tótem generacional
Salí de aquella tienda con la grabación junto a otras muchas inesperadas de Neil Young y del compadreo generacional. Aquella tienda era como si un amante del whisky hubiera entrado al museo secreto del bourbon. Una auténtica borrachera sonora y visual. Por aquí, aún llevábamos años de retraso comercial y editorial. Continuábamos aprendiendo o estando al día en inglés. Me sentí un afortunado, un avanzado a mi propio tiempo.
Ese disco, como el unplugged de Young, me acompaño de este a oeste del país, pasando por el medio oeste, la Ruta 66 o las reservas indias. Fue un viaje iniciático acompañado por la música de sus leyendas que un grupo de jovenzuelos realizábamos en automóvil, casi en silencio, y descubriendo en moteles de carretera amaneceres, atardeceres sabores y experiencias.
Esta semana Dylan ha cumplido 80 años. Uff! Aún no me lo creo. ¡Cómo pasa el tiempo! He de admitir que hoy su música forma parte de mi planeta más personal. Aunque sin locuras generacionales. Dejé de creer en ellas cuando algunos mitos cayeron por su carácter o arrogancia. También renuncié a conocer estrellas salvo si se trataba por un asunto profesional.
En el caso de Dylan, debe de ser un tipo muy complicado y hasta insoportable, pero es nuestro Dylan, ese al que he podido ver en varias ocasiones en plan generoso, rácano, aburrido y hasta brillante y único, cuando lo entiendes o crees hacerlo.
Me hubiera gustado en esta época en el que nuestros mitos van cumpliendo años o desapareciendo -estas últimas semanas se fueron Brines, Battiato y Halffter, a quienes tuve la suerte de entrevistar- saber qué pensaría el músico de Minnesota -menuda zona para llegar al mundo- cuando descubrió que ese día saltaba a una edad crucial, por muy en forma que esté o mucho se cuide para continuar rodando por el mundo como si fuera un adolescente que no sabe hacer otra cosas más que grabar canciones y actuar cada noche bajo esa denominación de “Never ending tour”.
Un día un amigo y asistente de una gran estrella de la lírica describía cómo era la vida real de un divo alejado de los escenarios apenas 48 horas.
“No existe”, me dijo. “No saben hacer otra cosa. Pero el día que no puedan más, morirán de tristeza. Las grandes estrellas no tienen vida interior ni paralela salvo si existe a su alrededor un círculo que sepa sacarlos del agujero en el momento oportuno y les haga entender que la vida son cuatro días y no todo es éxito y menos aún ego, aunque no lo entiendan”, remató.
El espectáculo es un mundo cruel que te eleva y destrona. Pero del que no te puedes desenganchar si lo tomas muy en serio o has nacido en él o para él. Por ello viven en el Olimpo de la leyenda o pasan a mejor vida sin que nadie les olvide. Eso sólo lo alcanzan los más grandes, aunque cada día aparezcan menos y sean meros objetos de consumo.
Por eso entiendo a Dylan, capaz de pasar de un Nobel, y a todas esas estrellas que acaban estrelladas ante su propia realidad y sólo habrán sido capaces de vivir en una burbuja de intereses.
No sé si hablar de pasión o esclavitud. O de locura e inmortalidad. Porque no creo que nadie lo piense. Es el círculo de un mundo exigente y el hoyo de un sistema que se convierte en un bucle del que llegas a perder el ritmo de sus propios tiempos. Al menos, lo imagino. He conocido muchas estrellas abandonadas a su suerte, de lenta agonía y desesperadas ante el fracaso. Así que puedo llegar a entenderlo. Por eso sé que no han sido ni son felices por mucho dinero que posean y se alejen del mundo, mientras el tiempo corre y uno se dé cuenta de que la edad te va a dar cada día una oportunidad menos que se diluirá al día siguiente.
Mi admiración a todos ellos. Nos han dado a través de su vida momentos de felicidad que podremos recordar en grabaciones, imágenes, libros, canciones, poemas o pinturas. Nunca morirán en la búsqueda de su verdad dentro de un mundo que olvida y hoy se ha convertido en una búsqueda algorrítmica.
Pero el espectáculo debe continuar para guardar en nuestra memoria a los más grandes, aquellos que durante décadas nos han acompañado y no sólo sucedáneos televisivos de adolescente bajo el lema: usar, consumir y desechar. En eso estoy con Dylan. Por muchos años que cumpla, siempre será eterno. Enormemente eterno; con sus 80 años recién cumplidos.