Hay controversia entre los traductores sobre algo que al resto nos hace mucha gracia: el cambio en el título de una obra. En España, Rosemary’s Baby (1968) se tituló La semilla del diablo. A nuestra latitud, Alien (1979) ya era Alien, el octavo pasajero, y a su paso por Hungría Alien, el octavo pasajero está muerto. En China, los responsables de marketing de El sexto sentido (1999) optaron por titularla Él es un fantasma. Hablamos de un tiempo pretérito, casi olvidado, donde no existía Twitter ni el delito por spoiler al que se enfrenta cualquier frutero mientras trata de ser amable.
El oficio de la traducción, en el caso del título, sufre de las tensiones por venta. Los equipos de marketing pesan y así, aunque Kubrick (¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú) o Thomas Anderson (Pozos de ambición) validen estas tergiversaciones, hay que recordar que el conflicto es anterior a la imprenta. Tanto es así que el canon romántico sobre el que basamos nuestras relaciones, Romeo y Julieta, es el remake literario de una traducción de una novela italiana al inglés a la que le cambiaron el título. Pero lo firmaba Shakespeare, que es lo que cuenta.
De vez en cuando una traducción sirve para intensificar el mensaje. Así sucedió con la recopilación de cuentos titulada The Jungle Book, obra de Rudyard Kipling. Desconocemos si el Nobel bombaití aprobó la traducción del título al español: El libro de las tierras vírgenes. Sea como fuere, la lectura de estos cuentos llenos de amor por lo verde y orientalismo –tan de su tiempo y tan bien escritos– se estimula para nosotros con este título con el que, todavía hoy, se sigue vendiendo la obra en España.
Es curioso como este título original nos hace poner el foco en la relación que existe del ser humano como explorador. Desde la filosofía y lo moralizante del texto, visualizamos a Mowgli y al resto de personajes de otra forma sobre el terreno de juego selvático. Porque hasta hace apenas unas décadas, todos nuestros antepasados sostenían con mayor o peor ambición esta condición: éramos exploradores. Sin embargo, desde que hace 50 años dimos ‘un pequeño paso para el hombre’ en la Luna, nuestra ambición congénita se torció.
El hambre por la exploración tenía un sentido evidente: alcanzar un lugar desconocido para establecer nuestras propias normas, para explorar una libertad ajena a cualquier otra imposición. Esta necesidad de conquistar un espacio propio, muy cerca de las reflexiones que Virginia Woolf compiló en Una habitación propia, también tiene su versión colectiva. Pero ahora que ya no existe ningún tramo del mapa por reconocer, ahora que las aerolíneas son low cost y las cámaras de tan alta definición en un drone de 59,99 euros, ¿dónde encontramos nuestro escape a un universo paralelo?
El monumental ensayo Teenage. La invención de la juventud 1875-1945 nos recuerda con toneladas de referencias cómo la existencia de la juventud sucedió hace apenas cuatro días. La mayoría de nuestros abuelos (por no rebobinar demasiado la cinta) transitaron de la infancia al compromiso matrimonial en un abrir y cerrar de ojos. Hoy en día, la cantidad de menores de 30 años que no ha enlazado dos declaraciones de la Renta estables preocupa a casi todos menos a los representantes eventuales de las instituciones. Los cuentos de Kipling nos retrotraen filosóficamente al mito del buen salvaje, que aunque nuestra Educación afrancesada sitúe en manos de Rousseau, proviene de los textos españoles que llegaron de Colón hacia delante con el descubrimiento de América.
El increíble Teenage que cito, escrito por Jon Savage, nos recuerda paso a paso cómo la construcción de una nueva clase social dominante –la juventud– ha servido para acelerar nuestro lugar en el Universo. También las búsquedas de indetidad colectivas. Nunca antes un estrato tan agitado de la población había tenido tanta influencia. Nunca antes, la relación con el juego –o infancia adulta– había influido tanto en los valores y el sentido de producción y legado de los humanos. Aunque el relato se interrumpe en 1945, hay una serie de emulsiones maravillosas de la juventud a partir de entonces. Espacios de libertad donde el juego se dispersa como un gas, ocupando todo el espacio, gracias a la base fundamental para la creación: la ausencia de normas.
Esta ausencia de normas cambió a las sociedades circundantes, fueran sus beneficiados conscientes o no. Se pueden hacer muchos paralelismos entre el Verano del Amor de California, la familia techno del Berlín intramuros o la marcha valenciana de las discotecas antes de 1990. Lo importante de esos momentos, en realidad, tenía que ver con la anomia. Una ausencia de normas, una ausencia de foco y por tanto de tutela de cualquier tipo, que permitió viajes mentales para la construcción de un nuevo mundo. Todo, como siempre, de espaldas a las instituciones o la gestión política, porque los fines de ambos bandos son muy distintos.
Aunque no es el momento de repetir el ejercicio, igual que Sillicon Valley y San Francisco tienen mucho que ver con el primero de los casos enumerados, nuestra singular versión local sirve para entroncar a casi todos los nombres de influencia cultural desde entonces: Montesinos, Mariscal, Bolta, Alborch, Roca… Todos conectados por un movimiento sin márgenes. La gran pregunta, no sé si para muchos pero sí para mí, es dónde se encuentran ahora los espacios no marcados. Dónde encuentra la juventud hoy una forma de hacer las cosas, de recibir estímulos y expresarse sin control ni limite de movimientos. Ese lugar existe y es de este mundo, pero no está en este mundo.
La juventud compite contra un monstruo mucho más complejo que el Gran Hermano que vislumbró George Orwell en 1984. Así lo demuestra el genial reportaje de The Baffler titulado Big Mood Machine. En él, la periodista Liz Pelly nos detalla cuál es el verdadero negocio de Spotify: vender nuestras emociones. Desde 2015 la empresa sueca vende nuestro estado de ánimo al mejor postor, con un trazado completo de nuestra forma de ser, sentir y pensar ‘gracias’ a la música. La música, no como símbolo de libertad, sino como llave para convertir en usable nuestra forma de pensar. Spotify controla cómo sentimos y, a través de reproducciones y playlist, trata de interferir en ello para servirnos la publicidad tal y como el mercado la necesita. Interviene y trata de influir, pero no solo eso: también controla que una multinacional de refrescos u otra que vende coches diésel emita su cuña en el momento emocional adecuado para que impacte al precio al que se vende. Un precio mucho mayor, efectivamente, para que la publicidad impacte con gran influencia en ese espacio hasta ahora reservado de la mente.
En este mundo viejo en el que estamos obligados a vender nuestra transparencia para seguir existiendo, en el que la música no es sinónimo de libertad, sino de mercantilización de nuestro estado de ánimo (que alguien avise a Frank Zappa), hay una esperanza. Hay un nuevo mundo tan ajeno e inesperado como el que encontraron los californianos en el Summer of Love, los berlineses en der klang der familie o la exploración nocturna valenciana. Y ese mundo no está exactamente en este, porque les recuerdo que, en un sentido físico, no nos queda ningún tramo por explorar. Sin embargo, a través del suficiente ancho de banda y sin que nadie se preocupa en exceso, esa revolución juvenil sucede desde hace años en las LAN party.
Este fin de semana se ha celebrado en València la edición de 2019 de DreamHack. El evento más importante de esta franquicia –también de origen sueco– que reúne a más de 3000 jugadores y otros tantos miles de consumidores. Aparentemente imbuidos en competiciones de eSports (con más de 300.000 euros en premios allí, este fin de semana), detrás de todas esas ventanitas iluminadas en la oscuridad se encuentran los agujeros de gusano al otro mundo donde hoy suceden esas cosas estimulantes. El lugar no tutelado de libertad, inseguro como lo fueron los anteriores espacios de libertad real, está en la web profunda. Los exploradores de este tiempo, algunos de ellos menores, no siempre son conscientes de su potencialidad, pero es en estos otros espacios de interrelación humana y virtual donde se gesta la inspiración de algo nuevo.
Unas horas entre la marabunta de cables y cuerpos en tránsito sirve para mantener la esperanza en la humanidad y admitir que la juventud, hasta que se demuestre lo contrario, acaba siendo mucho más sagaz que sus agentes limitadores: nosotros, los adultos. Y es divertido encontrar paralelismos de todo tipo entre estos miles de anónimos y los que lo fueron en esos otros momentos de la historia más influyente, pero sobre todo genera mucha paz comprender que las herramientas congénitas que han llevado a la especie a tener cierto dominio sobre su entorno, siguen siendo tan poderosas y desconocidas como las fuerzas que interactúan en la deep web.
En València, por cierto, mientras España se hunde en su sistema de medios de M-30 hacia dentro, se ha celebrado un año más este evento. Es el más grande de esta todopoderosa empresa multinacional, excluyendo el que celebran en su sede de Suecia. A buen seguro este tránsito de jóvenes nos legará algo positivo. Sobre todo si dejamos de ser el territorio que peor retiene el talento, si es que eso algún día está en la agenda política.