Chema López recupera la memoria de una figura clave de la vanguardia valenciana que murió en trágicas circunstancias a los 22 años
VALÈNCIA. “Las razones de escribir un libro pueden reportarse al deseo de modificar las relaciones entre un hombre y sus semejantes. Estas relaciones son juzgadas inaceptables y percibidas como una atroz miseria. Sin embargo a medida que escribo este libro he tenido conciencia de que él era impotente para arreglar las cuentas a esta miseria”. Estas frases, fruto de una atormentada lucidez, se atribuyen a una carta que Eduardo Hervás escribió y se perdió entre otros borradores y poemas mecanografiados suyos. No sería publicada hasta que pasaran 22 años desde su fallecimiento, en 1994, en un inédito y completo recopilatorio editado por Rafael Ballester Añón para la Institució Alfons el Magnànim. En él se recogen, no solo los poemas de Hervás pertenecientes a sus dos únicos libros impresos, sino a toda su obra; que a pesar de haberse desarrollado en tan sólo cinco años, ya ha sido merecedora de una antología. Ahora, este libro forma parte, junto a otros tesoros personales, de una exposición que a cargo de Chema López para el IVAM, en el que sus obras conversan con las de Hervás.
La vida de Hervás cayó en el olvido porque, a pesar del respeto que se labró en los círculos artísticos de València durante su juventud, su carrera solo abarcó desde sus 17 años hasta los 21, cuando falleció el mismo día que se acabó de imprimir su primer poemario, Intervalo, considerada ahora una de las joyas de la poesía vanguardista de entonces, que luego influiría claramente a otros artistas de la talla de Leopoldo María Panero. Su poesía fue fruto de una inteligencia extremadamente lúcida y cultivada, según cuenta la gente que le conoció y le ha estudiado. Cuenta Ballester que “la notable precocidad del autor hace pensar en una versión local del paradigma Arthur Rimbaud”.
Pero más allá de sus aciertos, la figura de Hervás es fascinante por su complejidad. Entre sus apuntes se encuentran esquemas teóricos que reflexionan sobre el marxismo, el psicoanálisis o la propia creación poética. Su introspección fue creciendo exponencialmente, en parte provocada por su percepción de no acabar de pertenecer a nada de lo que le ofrecía la sociedad, y en parte por el rechazo intrínseco que despertaba su discurso revolucionario, su precocidad intelectual y el hecho de ser un hombre homosexual en una España tremendamente reaccionaria.
Intervalo, el poemario que preparó, no vio publicado y ahora se ha merecido una vitrina en el IVAM, es un reflejo de la preocupación que adquirió por “aplicar la idea de transformación profunda no sólo a la realidad política sino a lo personal”, según Ballester en la antología. Él lo llamaba “práctica no poética de la poesía” y lo desarrolló en las primeras frases de su libro: “—una frase que irrumpe, se dilata, y nos enseña cómo [crecer./Una frase interviene, se desliza en nosotros, y se dispone a transformar la determinación de la lectura, la posición que no posee: nuestro origen no pesa si cambia de Estado/nuestro trabajo anuncia cómo nos disponemos/a no renunciar a nuestra desaparición/necesaria y gozosa”. El mismo día que estas frases estuvieron listas para empezar a ser leídas, Hervás murió en aquellas trágicas circunstancias que adelantan un tormento como el que ahora se le presupone aquellos días.
Chema López observa con satisfacción un trabajo que no parecía tan fácil de responder en un primer momento. Desde el IVAM le pidieron una serie de obras que estarían alojadas en la biblioteca del museo y que estaría estrechamente relacionada con la exposición Tiempos Convulsos, que rescata obras adquiridas durante los 30 años de la pinacoteca y que intentan explicar, desde las microhistorias, la Historia mundial desde el final de la 2º Guerra Mundial hasta la actualidad. ¿La premisa? Hablar de tres artistas que han estado cerca de caer en el olvido: el propio Hervás, Max Aub y Rafael Chirbes.
Y en realidad, con el montaje ya dispuesto, los tres parecen trazar una particular Historia de España con una coherencia involuntaria que ha aparecido al ponerlos en contacto. En un primer lugar, Max Aub fue un exiliado del franquismo que pasó de ser uno de los intelectuales más reconocidos de España a ser silenciado por la dictadura, consecuencia de su militancia de izquierdas y de gestionar -entre otras cosas- la compra del Gernika a Picasso para ser expuesto en el Pabellón de España en la Exposición Universal de París de 1937.
El relevo de Max Aub parece haber sido recogido por Chirbes, que empezó a valorarse cuando el prestigioso crítico literario alemán Marcel Reich-Ranicki valoró La larga marcha como "la novela que necesitaba Europa para entender la posguerra". Alemania se adelantó a España reconociendo al autor, que intentó radiografiar un país a través de las vergüenzas de cada uno, un intimismo que no se tomó en serio hasta que el diagnóstico social de la crisis económica confirmó el cuadro médico que él dibujó con años de antelación.
Finalmente, Hervás representa la vanguardia. Formaba parte de aquellos jóvenes a los que, con Franco aún vivo, les enseñaron un camino de progreso que nunca llegaría, y que les llevaría a una lucha infértil contra la propia izquierda. La ideología es el motor de su literatura, y a la vez, el motivo de su desencanto vital. ¿Para qué vivir sin escribir y para qué escribir si nada cambia?
A los tres les une sus tendencias marxistas, su militancia sin matices, la hostilidad con la que recibió sus obras el público, el olvido al que fueron condenados y la justicia poética del tiempo que les ha reconocido su aportación, aunque de manera póstuma.
Con todo esto, Chema López ha construido una muestra que les expone como creadores, como personas y como signo de sus tiempos, intentando demostrar que a veces la ficción es la que supera a la realidad. Las vitrinas les muestran como esclavos de una sociedad que comprenden pero no comparten, y a los visitantes les da la oportunidad de descubrirles, y así, hacerles partícipes del descubrimiento en vez del silencio.