El mundo del pijerío está cada día más concurrido. No éramos pocos los cayetanos de Núñez de Balboa que parió la abuela de Stalin, y ahora nos ha salido la dura competencia de los pijocomunistas, niños de papá progresista que no dan palo al agua porque viven a gastos pagados
Como mi madre, yo también estoy enganchado a Love is in the air, la serie turca que arrasa entre la clase media depauperada. Acabo de leer que los protagonistas, Kerem Bürsin y Hande Erçel, son pareja en la vida real.
Ello me lleva a preguntarme por qué el abuelito Biden la tiene tomada con los turcos. ¡Con lo romántica que es la serie! Y además es para todos los públicos; no sale ni una escena de cama. Erdogan vela por la moral de su pueblo. Y hace muy bien el sultán.
“Los pijos de izquierdas están borrachos de ideología. El frío de la realidad les incordia. No madrugan, tampoco necesitan trabajar. Papá les paga el alquiler”
Pero no deseo desviarme del propósito de este artículo. Se cumple un año de la revuelta de los cayetanos contra el Gobierno calamidad. Es necesario hacerles justicia recordando su gesta. ¡Quién hubiera estado en Núñez de Balboa portando la bandera nacional y golpeando una señal de tráfico con un palo de golf, como el del padre de Echenique en un club de élite de Zaragoza! Pero con un gris de Marlaska en cada rotonda de España, no hay manera de dar un paso sin ser identificado.
Siento debilidad por los cayetanos. Aprecio el porte, el saber estar, las maneras elegantes de la gente bien. He intentado ser uno de ellos, pero me falta cuna. Soy un proyecto de pijo, un quiero y no puedo, un gatillazo pequeñoburgués. En fin.
Después de tantas lecturas, de idas y venidas, de intentar encontrarme, he visto por fin la luz: mis referentes humanos, el espejo en el que deseo mirarme, son Pocholo Martínez-Bordiu y Cayetano Martínez de Irujo. También Silvio Berlusconi, pero no me meteré en ese jardín para no ser tachado de hombre de otro tiempo, de un machismo felizmente superado.
Mi educación sentimental fueron Hombres G, Mecano, el hijo del arquitecto Bofill y el añorado Ricardo Costa, al que Hugo Boss tenga en su gloria. Yo ahorraba para comprarme un polo Lacoste, unos vaqueros Levi’s y unos náuticos Sebago. Me hice con una pulserita con la enseña nacional en un mercadillo de jipis, en La Manga, y el jersey de pico lo llevaba sobre los hombros, como el adusto Aznar.
Pero los tiempos han cambiado, por desgracia. Ahora nos ha salido una dura competencia: son los pijocomunistas, una especie depredadora más dañina, si cabe, que la nuestra, según las últimas teorías de la nueva sociología.
Si hubiera que elegir una fecha para la reafirmación del pijerío de izquierdas, esa sería el 15-M. Los niños bien de papás progresistas, aburridos de sus vidas burguesas, salieron a la calle para gritar aquella niñería de “¡No nos representan, no nos representan!” desde sus tiendas de campaña quechua, en la Puerta del Sol.
Aquellos pijos habían ido a la universidad. No necesitaron becas. Luego hicieron másteres y aprendieron idiomas en el extranjero. Papá lo pagaba. Hoy, si alguno es ya padre, llevará a sus hijos a colegios privados, por lo general gestionados por cooperativas que tienen el progresismo por ideario, enseñado como una religión laica.
No se debe confundir a los pijocomunistas con los honrados comunistas de toda la vida que trabajaban en las fábricas de Pegaso y la Perkins, pues nada tienen que ver Marcelino Camacho y Paco Frutos con don Pedro de Iglesias y Turrión. Son maneras diferentes de ver la vida.
Los pijos de izquierdas suelen estar borrachos de ideología. El frío de la realidad les incordia. No madrugan, tampoco necesitan trabajar. Papá también les paga el alquiler. Por lo general, son vagos. El tiempo lo pasando chapoteando en Telegram y Twitter, viendo series, y los más espabilados leyendo a Laclau y al pederasta de Foucault.
Los pijocomunistas son el paradigma del buen ciudadano, al menos en la teoría, porque cuando no se les ve, barren para casa, como todos hacemos. Son feministas, ecologistas de fin de semana, escuchan a Love of Lesbian, se definen como veganos o vegetarianos y se muestran comprensivos, cuando no decididamente partidarios, del hecho diferencial vasco, catalán, gallego, catalán, balear y murciano. Por eso huyen de todo lo que huela a España y lo español, cuando deberían estar agradecidos a la España de sus padres y abuelos, gracias a la cual viven como viven.
Algunos, los más avispados, han prosperado desde el 15-M. Ahí los tenéis viviendo como pachás. Si se dedican a la política, son vividores de lo público. Los vivales de toda la vida. Cuando hay elecciones, como ha sucedido en Madrid, sustituyen el coche oficial por un taxi, se ponen la sudadera de Fariña y pisan los barrios obreros para engatusar a los pocos ingenuos que aún se creen sus trolas. Pero ya no cuela.
¡Ah! Y les gusta dar la brasa con la guerra civil, en la que sólo hay buenos republicanos y malotes como Franco —al que han hecho grande de tanto citarlo—. Anuncian el retorno del fascismo ante la incredulidad de las masas, que no acaban de verlo claro. Les encantaría vivir otra carlistada y jugar a quemar iglesias una mañana de agosto del 36.
Son caprichosos como cualquier niño, aunque hayan cumplido los cuarenta años. Para ellos no hay deberes; sólo derechos. La culpa la tuvo el mayo del 68 y unos padres irresponsables que los malcriaron concediéndoles todo lo que pedían. Lo peor es que algunos de aquellos críos crecieron, han tomado el poder y nos están amargando la vida.