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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

Mi cabeza es mi casa (excepto cuando llueve)

22/03/2020 - 

VALÈNCIA. Selecciono una de mis recopilaciones virtuales mientras voy Alfafar para comprar víveres. Suena Borderline de Tame Impala. Fantaseo con la posibilidad de adaptar todo lo que diga a partir de ahora a la métrica de sus versos, y hablar cantando pero con el falsete de Kevin Parker. En Carrefour compro una libreta porque he decidido que la próxima novela la voy a escribir directamente a mano, como si fuera una redacción de colegio muy larga. Cuando tenía 15 años escuché una canción de titulada My Head Is My Only House (Unless When It Rains). Era una versión grabada por The Tubes que me sirvió para descubrir a su autor, Captain Beefheart. Pero sobre todo me brindó una imagen de mí mismo con la que poder definirme a mí mismo.  He de aprovechar este momento, que tampoco sé cómo definir, para empezar a redactar una historia. Escribir. Como si fuera surfista y tuviese que aprovechar una ola enorme que se aproxima. Acabo de leerme Boulder, de Eva Baltasar y volvería a leerlo una y otra vez hasta empaparme por completo de su lenguaje. Me planteo abordar la literatura siguiendo ejemplos de la música pop. Los Rolling Stones querían ser Chuck Berry y Bo Diddley, pero al final creaban una música que no era exactamente esa. Partir de un patrón para hacer algo que, si todo va bien, no se parecerá a ninguno de los patrones.

Escucho las canciones de Revinientes, un proyecto sonoro creado y ejecutado por Agustín Fernández Mallo y Pilar Rubí, cuya primera fase acaban de estrenar en su plataforma de Soundcloud. La música está construida con elementos muy dispares, muy diferentes entre sí. Hay melodías pop, ruidismo, jazz. Me recuerdan a muchas cosas que fueron fundamentales para mí, como la no wave, el postpunk británico y europeo de los primeros años ochenta,las hogueras electrónicas de formaciones que en plena eclosión de lo digital celebraban los experimentos análogicos. La poesía expresionista de los textos me devuelve al instante subversivo que fue leer por vez primera las letras de Mars y DNA. Para ello había que romper la funda interior del elepé No New York porque estaban impresas en el reverso, con toda la mala baba. Las canciones de Revinientes me transmiten todo eso, transportan todo eso, pero no son nada de eso. Son ellas mismas, igual que Les Quatre Columnes de Montjuic, destruidas y posteriormente reconstruidas, que se alzan ahora también en la portada de su disco y hacia las cuales dirijo la mirada instintivamente cada vez que estoy en Barcelona. Me perturban todas aquellas construcciones que se empeñan en alcanzar el cielo. Me perturba todo aquello que invade mi cabeza, alterando su orden para ofrecerme una mirada distinta de lo que ya creía conocer. Es lo que me pasa con las canciones de Revinientes.

Tanto meditar en el pasado sobre el que sustenta mi futuro me lleva a los estantes donde acumulo los vinilos. Busco algunos de ellos en el desorden perpetuo que reina en mi casa -tan parecida a mi cabeza-, un caos encubierto por un engañoso orden formal. Saco vinilos viejos y al tocarlos me siento a salvo. Me rodeo de discos antiguos mientras escucho a un grupo nuevo llamado Sorry. Sentir una atracción real por grupos completamente nuevos hace que me encuentre todavía capaz de seguir desempeñando mi función de periodista musical. Ninguna de estas reflexiones tiene que ver con el hecho de estar metido en casa. Si saliera a pasear por la playa o fuese al gimnasio de Sedaví tal como solía hacerlo hasta hace poco, mi cabeza rebosaría igualmente este tipo de ideas.

Acabo el último libro de Paco Inclán, Dadas las circunstancias. Adoro lo que escribe Paco. Me parece tan único, tan dueño de su propia visión que no puedo dejar de admirarlo. De hecho, mientras corrijo este texto, me doy cuenta de que yo bien podría ser el personaje de uno de sus relatos, que hablan de extravagantes que viven felizmente refugiados en sus cráneos, quizá trastornados por un mundo que siempre será más extravagante que ellos. Escucho el nuevo disco de Real Estate y también a un grupo que acabo de descubrir que se llama Mush. El cantante me recuerda mucho al Richard Hell del principio, y la música es como nueva ola de 1978 que suena así más por accidente que por premeditación. El cartero me deja en la puerta de casa Búnker, las memorias de Toteking. El plan era entrevistarlo, pero debido a este periodo especial, los planes laborales atraviesan una zona de turbulencias. No voy a preocuparme por aquello sobre lo cual no tengo ningún control. Por eso me niego a ver las noticias de ninguna de las maneras. Escucho el nuevo disco de The Orielles, tan distinto a su debut. Eso es algo -evolucionar, cambiar, fluir- que siempre me parece fenomenal. Vivir enclaustrado en una situación de alarma e incertidumbre me lleva plantearme cuestiones ridículas, como por ejemplo esta: ¿Por qué nunca le he prestado mucha atención a los discos de Cerrone? Estas cosas también las pensaba subido a la elíptica trotando hacia ninguna parte.

Un mensajero llama al timbre. Abro con la mascarilla tapándome la boca y las manos enfundadas en guantes de plástico. Me mira como si estuviera en la carpa científica que montan en E.T. Si llevo esta parafernalia con tanta soltura, deduzco, es porque hay una parte de mí que fantaseaba con salir en la portada del primer disco de Devo. La mascarilla tiene un inconveniente: al respirar se me empañan las gafas. Cuando estaba en la cola del supermercado tuve la impresión de que el único que tenía ese problema era yo. También fue bastante dramático el hecho de tener que pagar con el móvil llevando guantes que impiden el contacto de la huella dactilar con la superficie del teléfono. La cajera me miraba con expresión resignada. Me hubiese gustado explicarle lo que me ocurría cantando Borderline. No me desenvuelvo bien habitando este mundo, y para colmo, las situaciones de crisis no facilitan mi denodado empeño por ser cívico y empático. Todas estas ideas se evaporan cuando abro la caja que me ha traído el mensajero del que hablaba antes. The Rise Of David Bowie, un libro de fotografías de Mick Rock que Taschen sacó hace un par de años y que ahora se reedita a precio más económico. El libro es apoteósico, con estampas de Bowie a lo largo de 1972 y 1973, cuando al fin se convirtió en una estrella. Acumular objetos preciados me produce un gran placer. Cuando tenía 15 años -todo me pasó a los 15 años, fue un año de vértigo, en serio- leí en una revista un artículo de Diego Manrique sobre Richard Hell que me cautivó. En el texto explicaba que Hell estaba fascinado por el personaje del duque Des Esseintes, protagonista de Contra natura, así que me fui a buscar el libro y no paré hasta leérmelo enterito. No me gusta conservar objetos que no me proporcionen algún tipo de estímulo. Lo que estorba lo voy bajando al trastero. Un día me encerraré yo también en el trastero.

Aprovecho que tengo algo más de tiempo para ordenar los estantes con discos, libros, etcétera. Escucho el último disco de Bill Fay, que es como la misa que un agnóstico como yo necesita escuchar. Pongo emoticonos que se mean de risa cada vez que me llega un wasap con algún meme ocurrente. Hablo por teléfono como no lo había hecho desde el 11-S.  Subo y bajo siete pisos de escaleras para hacer algo de ejercicio. Me acuerdo de mi amigo Paco Sellés; si al menos pudiera ir a la playa que hay cerca de casa, sería más fácil tenerlo un poco más cerca.  Me acuerdo una y otra vez de la canción Life During Wartime de Talking Heads; ahora entiendo por qué me gustaba tanto: me estaban advirtiendo. Me entran ganas de ponerme los guantes y la mascarilla, bajar al portal y, desde una distancia más que prudente, cantarle Borderline al conserje. Mi cabeza es mi única casa, salvo cuando hay tormenta.

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