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CRÍTICA DE CINE

‘Mirai, mi hermana pequeña’: Los ojos de la infancia

15/03/2019 - 

VALÈNCIA. Mamoru Hosoda se ha convertido en uno de los principales directores de animación que operan en la actualidad. Con su última película, Mirai, mi hermana pequeña, ha conseguido su primera nominación a los Oscar, pero lo cierto es que ya había alcanzado mucho antes el prestigio internacional gracias a un puñado de títulos en los que ha vertido su poderosa personalidad y su desbordante imaginación a la hora de hablar de la infancia y el crecimiento.

Debutó con La chica que viajaba a través del tiempo (2006), en la que utilizaba un dispositivo de ciencia ficción para hablar del inicio de la adolescencia, de cómo una joven teenager era capaz de afrontar sus primeras decepciones amorosas y su miedo a expresar sus sentimientos. Esta película sirvió para establecer señas de identidad. La mayoría de sus obras son historias de iniciación y aprendizaje, inundadas de valores alrededor de la amistad, la importancia de la familia y la necesidad de hacer frente a las inseguridades para luchar sin miedo ante los problemas de la vida, características que forma una parte fundamental de Mirai, mi hermana pequeña

En ella, el director sitúa la cámara a la altura de los ojos de un niño de cuatro años, Kun, que ve cómo su pequeño microcosmos se tambalea ante la llegada de su hermanita recién nacida, Mirai. Sus padres se encuentran desbordados por las circunstancias y su atención se centra en la pequeña, lo que provocará en él un inevitable sentimiento de abandono. El director nos muestra con una precisión elocuente el caos que genera la llegada de un bebé en el ámbito doméstico y apuesta por la participación del hombre en las tareas del hogar, generando comicidad a través de su incompetencia.

Al igual que los adultos deben prepararse para ser padres, también los niños deben aprender a ser hijos. Es un proceso que no suele retratar ninguna película porque resulta muy difícil de capturar. Y quizás por eso resulta tan especial este relato en el que el pequeño Kun deberá enfrentarse de forma directa a sus miedos e inseguridades para deshacerse de sus traumas y empezar así una nueva etapa vital. Como ocurre en todas las películas de Hosoda, esto lo conseguirá a través de la fantasía, que no se mostrará, como suele ser habitual, como un refugio donde esconderse de la realidad, sino como un espacio de conocimiento y de aprendizaje. 

Así, Kun, irá encontrándose con diversos miembros de su familia en distintas etapas de su vida: con su hermana pequeña ya convertida en adolescente, con su bisabuelo cuando era joven, con su perro trasformado en humano… viajará en el tiempo, del pasado al futuro, se introducirá en sus pesadillas y de cada uno de estos episodios extraerá una enseñanza. Así, irá configurando lo que será el germen de su personalidad, mientras desbloquea herramientas tan importantes como gestionar los sentimientos, conocer los límites y alcanzar una cierta independencia emocional que lo acerque cada vez más al mundo de los adultos. 

En esta ocasión, el director se muestra más esencial y minimalista que nunca a la hora de plasmar este camino de aprendizaje a través de la imaginación. En anteriores películas en las que había planteado un mecanismo similar, como es el caso de El niño y la bestia, la trama resultaba demasiado alambicada y había un exceso de imaginería visual. Aquí, el mundo real y el fantástico se encuentran unidos a través de estampas cotidianas, de forma que el costumbrismo se une a la imaginación de la forma más armónica posible. 

Mamoru Hosoda se formó en la rama de animación del estudio Tohei, pero en 2005 se estableció en la factoría Madhouse, la misma que albergó al último gran visionario de la animación reciente, el tristemente fallecido como solo 46 años Satoshi Kon. Precisamente parte de ese legado, lo recogió Hosoda en Summer Wars (2009), su película más exuberante a nivel formal, la más compleja y abstracta, en la que el mundo virtual luchaba por tomar el control del real a través de un virus informático que atacaba una hipotética red social a la que toda la humanidad se encontraba conectada. Conceptualmente muy elaborada y visualmente desbordante, la película supuso un punto de inflexión en su carrera y entre todas esas capas de lectura, emergía un mensaje muy claro en torno a la identidad de Japón y el enfrentamiento entre las tradiciones sobre las que se había asentado el país y el miedo a las nuevas tecnologías como forma de perder su idiosincrasia.


Tras esta aventura crearía su propio estudio de animación Studio Chizu junto a Yûichirô Saitô en las labores de producción, de donde parte Wolf Children (Los niños lobo), una preciosa fábula, más clásica en su concepción, de trazo poético y refinado repleta de lirismo, espiritualidad y amor por la naturaleza, y El niño y la bestia, que se convirtió en la primera película de animación en participar en la Sección Oficial del Festival de San Sebastián.

Con Mirai, mi hermana pequeña, el director alcanza la depuración formal y convierte a esta fábula de aprendizaje en una delicada historia sobre los miedos infantiles que arrastramos a nuestra edad adulta. 

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