VALÈNCIA. Un grupo de jóvenes se entrena sin descanso y con violencia en lo alto de una montaña. Lo hacen armados con metralletas, soportando unas indicaciones que corresponden a un régimen militar. Tienen un instructor al mando que viene a vigilarlos de vez en cuando y a prepararlos para afrontar la misión que tienen entre manos, el secuestro de una mujer extranjera. No sabemos quién es esta señora, ni tampoco quiénes son estos chicos, ni a qué grupo pertenecen, si son paramilitares o guerrilleros colombianos, ni qué intenciones tienen. Esta ambigüedad le sirve al director para configurar una película enigmática, que juega con las texturas, que propone imágenes que trascienden el propio relato cinematográfico y que intenta configurar una metáfora en torno a la violencia a través de recursos estilísticos y narrativos diferentes que lo acercan al cine más sensitivo.
Monos es la tercera película de Alejandro Landes después del documental Cocalero (2007) sobre Evo Morales y el filme de ficción Porfirio (2011). Es su trabajo más ambicioso, con una voluntad autoral y formal muy potente en la que encontramos un flujo de ideas constante. Así, la película se convierte en una experiencia tan incómoda como radical e hipnótica que nos sitúa en un territorio a medio camino entre la fábula, la realidad y la pesadilla generando un cúmulo de emociones viscerales.
Desde los primeros compases acompañamos a Rambo, Lobo, Pitufo, Perro, Patagrande, Leidi y Sueca, desde la montaña al interior de la jungla. Al principio se encuentran sometidos a la dictadura de sus superiores, pero poco a poco se irán sublevando e irán apareciendo las rencillas y las luchas de poder entre ellos. El director apuesta por una narración episódica. A medida que vayan internándose en la selva el relato se volverá más y más abstracto y los personajes más primarios y animales, como si se estuvieran mimetizando con el entorno salvaje que les rodea y todas las enseñanzas que han recibido les hubiera vaciado de su humanidad.
El director sabía que estaba tratando con un material sensible. Poca gente en su país se atreve a hablar de los conflictos armados, pero él no quería hacer un relato ideológico o político, quería explorar de qué forma afecta la violencia a los más jóvenes, en esa zona fronteriza en que todavía son mitad niños y mitad hombres, en la que conservan cierta ingenuidad, pero que al mismo tiempo resultan todavía más peligrosos por su imprevisibilidad. Quería establecer un juego de espejos entre la adolescencia y la guerra, mostrar un espacio donde la identidad se diluyera.
Por eso las imágenes de Monos son tan inesperadas como sus propios personajes. Hay algunas escenas muy físicas, otras que alcanzan resonancias poéticas. En general hay una pulsión constante que nos introduce en un espacio de enajenación y locura. Los jóvenes atraviesan por todas las etapas propias de su edad: la necesidad de sentirse arropados dentro de un grupo hasta la rebelión total de todas las imposiciones.
Muchos han definido Monos como una versión contemporánea de El señor de las moscas, pero al propio Alejandro Landes le parece una comparación demasiado obvia, por eso incluye un guiño a la película de Harry Hook poniendo una cabeza de cerdo en un palo como signo intimidatorio. Al director le gusta más compararla al cine de Claire Denis, en especial a Buen trabajo (1999) en la que también se apostaba por explorar el cuerpo de los soldados protagonistas y por una serie de rituales que caracterizan el grupo.
En realidad, Landes quería hacer una coming-of-age en la que la violencia y la decadencia moral tuvieran un peso específico. Por eso también utilizó como referencia el cine de Harmony Korine y algunas de sus obras como Gummo (1997), en la que también se retrataba a un grupo de amigos que vivían en un ambiente marginal y aprendían a crecer a su manera, adentrándose en territorios muy sórdidos.
Se trata de una película en constante movimiento, tanto a nivel físico como metafórico. Los personajes cambian, se encuentran en metamorfosis y poco a poco su aventura íntima va tomando velocidad hasta precipitarse como una cascada.
El director utiliza el paisaje real para llevarlo al fantástico y toda la película navega entre esa fina línea, algo a lo que contribuye la fotografía de Jasper Wolf y la increíble banda sonora de Mica Levi, la compositora responsable de grandes scores como el de Under the Skin o Jackie, y que aquí apuesta por una envoltura sonora atmosférica que se rompe en ciertos momentos con compases atávicos y tribales.