VALÈNCIA. La foto que encabeza este artículo se tomó en 1995 en La Riviera, Madrid. Actuaba James Brown y Carmen Alborch era Ministra de Cultura. En aquella época, no era habitual ver a políticos en conciertos de música pop y rock. Carmen sí iba porque ya lo hacía antes de ser ministra. Recuerdo verla en el primer concierto que Iggy Pop dio en València, y luego otra vez cuando actuó David Byrne, siempre en la sala Arena. El primer concierto al que acudí con ella, uno de Willy Deville, también fue allí. Por aquel entonces yo trabajaba con su hermano Rafa en un programa de Canal 9 y esa noche les acompañé a aquel concierto. Después fuimos todos a Barracabar, aunque Jorge Albi creo que ya lo había dejado para irse a Madrid. Poco más de un año después yo también me trasladaba a Madrid. Ampliar el horizonte profesional se hacía más que necesario. Cuando llegué, Carmen llevaba varios meses en el Ministerio.
Albi terminó trabajando como programador en La Riviera y eso le convirtió en el anfitrión perfecto para los amigos, valencianos o no, que frecuentábamos la sala que por aquel entonces solía traer conciertos de obligatoria asistencia. Cuando Jorge regentaba Barracabar, Carmen solía dejarse caer por allí algunas noches, porque los bares nocturnos donde se destilaba la cultura de una manera diferente también eran su casa. Cada vez que Jorge la veía entrar ponía en el plato una canción de Rockpile que a ella le gustaba mucho. La noche de la foto, un grupo de amigos fuimos a La Riviera porque actuaba James Brown. Cuando quedamos para tomar unas cañas antes del concierto, hubo debate acerca de la autenticidad del pelazo del cantante. Todos esperaban mi veredicto en calidad de experto musical. No supe qué decirles. Con James Brown pasa lo mismo que con Camilo Sesto. Es complicado discernir la naturaleza de la mata de pelo que les sale de la cabeza.
Esta pequeña anécdota en realidad me da pie para hablar de Carmen Alborch porque hace dos días fue el 8 de marzo, una jornada fundamental para ella, tanto que estuvo presente en la manifestación de València representada por la Geganta, aquella que también la hizo visible como candidata a las elecciones municipales de 2007. Con Carmen aprendí en qué consistía el feminismo y lo importante que era también para los hombres luchar por él. Su visión me ayudó a limpiar mi mirada de prejuicios y esto a su vez me enseñó a escuchar. Porque pertenezco a una generación para la que la desigualdad era un hecho tan cotidiano como tomarse un café o encender la televisión. Y aunque por una cuestión de sensibilidad, he tendido a cambiar eso de un modo natural, el lastre de una educación machista no se suelta fácilmente si uno no sabe escuchar y ejercitar la autocrítica. Con Carmen Alborch aprendí eso y desde entonces, cada texto que he escrito en el que aparece la igualdad, he pensado en ella. Porque a veces uno piensa que tiene unos planteamientos claros y sin darse cuenta repite algunos de los viejos errores que hay que erradicar para que terminen las diferencias de género.
Aquella noche de julio fue especialmente divertida. El concierto, que fue estupendo, al menos para todos nosotros, que nunca habíamos visto a James Brown entrar en estado de ignición sobre un escenario. Jorge nos acompañó durante buena parte del concierto. No recuerdo si fue él, o fue Carmen, o yo quien dijo: “Hay que destarifar más”. Estábamos en Madrid y a todos los que formábamos aquel grupo nos tiraba lo gamberro. Así que nos entró una especie de ataque de morriña colectivo entre los arrebatos de los vientos y los contoneos de las coristas. Y decidimos que, Madrid estaría encantada y agradecida si algunos valencianos de pro nos dedicábamos a predicar las bondades del destarifo. Predicar con la práctica, se entiende. Viendo la fiebre de españolitis que nos invade, creo que hay que destarifar todavía más que nunca, que este país no está hecho ni de un único idioma ni de una sola cultura, collons.
-Hay que destarifar más –proponía Carmen.
Y en caso de que el destarifo no fuese procedente –al fin y al cabo, ella era ministra; pero sobre todo, ella era así-, nos conminaba al menos a que no perdiéramos el sano espíritu que predispone a ello.
-Es que es un verbo que hay que decir más –insistía-. Y yo, que siempre adoré Madrid pero que nunca logré quitarme esta cosa berlanguiana que nos persigue a casi todos los de la zona, me lo tomé como una cruzada. Mentar el destarifo en plena Castellana, en las oficinas de una multinacional del disco, en el recibidor de un hotel de lujo mientras haces tiempo con otros periodistas para entrevistar a una estrella se convirtió en la versión horchatera del supercalifragilisticoexpialidoso de Mary Poppins, solo que mucho más fácil de decir.
Y destarifamos, por supuesto que sí, porque ahí estaba el amigo Albi, que nunca necesitó esforzarse mucho para conjugar con gusto ese verbo tan querido. Y destarifamos aunque eso no significa ni mucho menos olvidar lo que es importante ni lo que es primordial. Destarifamos porque la vida también es eso, destarifo y absurdo, y porque la risa sirve para coger oxígeno, y decir I feel good como decía James Brown, y poder volver a la carga, porque hay muchas batallas aún que ganar, y si lo piensas bien, es triste tener que pelear por acabar con tantas injusticias tan evidentes. Hay que reírse, hay que insistir, hay que aprender, hay que destarifar, hay que enseñar y no hay que ceder, no en este tema. Carmen era, Carmen es, la síntesis de todo eso, uno de los caminos posibles para que algo se convierta en mucho más. Ese camino que tan solo hace dos días nos mostraron miles y miles de mujeres tomando pacíficamente las calles de este país y de otros muchos.