Permítanme que les hable de la economía de la reputación. Los dioses han infringido su castigo sobre la soberbia y mediocre humanidad. O hablando en plata, el reciente incidente protagonizado por el Jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, general Santiago Marín, en la rueda de prensa del llamado “Alto Mando de Moncloa”, formado por ministros principales, especialistas y diversos uniformados pone en evidencia lo débiles que somos ante el cataclismo. Y sobre todo, lo mal que hablamos, lo mal que respondemos ante la tragedia porque España es un país de portavoces mediocres. Las palabras del benemérito acerca de la minimización de bulos que afectan a la reputación del Gobierno constatan de nuevo que no es España, no lo ha sido en su historia, un lugar en en el que nos sobren quienes saben compartir reflexiones ante auditorios numerosos de forma solvente. Nos cuesta hablar en público y la crisis del Covid-19 ha conmocionado los cimientos de nuestra sociedad, dejando a la intemperie la mayoría de nuestras carencias como colectivo. También en esta faceta.
La pandemia, como conflicto de gestión gubernamental, está obligando a nuestros gobernantes a trabajar en estas prioridades -y quizás no por este orden-: salud, economía y reputación/cognitivo. Quiero hablarles del último punto. Respecto a la reputación, la verdad muere en la playa de la guerra, ya lo saben, lo que se dice sobre nosotros sin saberlo resulta gravemente contaminado en cada crisis. De forma consuetudinaria este tipo de catástrofes -la pandemia, pero también una gran inundación, un atentado terrorista o un accidente ferroviario- las hemos identificado como “hechos-ruptura”. Se trata de eventos que generan bruscas interrupciones en la cotidianidad, que requieren acciones extraordinarias para su entendimiento y su gestión. Sin duda el hecho que ahora nos acongoja lo es y requiere una estrategia de comunicación propia.
La táctica de las instituciones, ya sean públicas o privadas, ante acontecimientos de este tipo consiste -tradicionalmente- en ejercer el control sobre las consecuencias del hecho-ruptura: generar contexto, encapsular las derivaciones posibles, explicar lo acontecido, reaccionar y dar cuenta de la estrategia inmediata y futura. La geografía humana patria de portaparoli es conocida: el vaticanista Navarro Valls, los socialistas monclovitas Eduardo Sotillos, Solana, Alfredo Pérez Rubalcaba, los populares Miguel Ángel Rodríguez, Zaplana o Rajoy, y las “portavozas” del gobierno autonómico pasadas y presentes, Alicia de Miguel, María José Catalá o Mónica Oltra, son ejemplos solventes conocidos. Menos populares son los portavoces del ámbito privado pero, en definitiva, todos abordan su misión que no es otra que la de moderar la conversación entre sus instituciones y los públicos a los que van dirigidos.
Desde el ámbito técnico de la comunicación corporativa entendemos que hay varias habilidades -las skills de la jerga- que debería reunir el portavoz, más aún en la gestión de una crisis. Frente al conflicto deberíamos encontrar a una persona que debe mostrarse profesional -en su especialidad-, debe ser congruente, empático, humilde y solvente, debe ser creíble y lo más “humano” posible. Y ahora la gran pregunta: ¿se ha elegido bien a los portavoces del Covid-19?
Los distintos gobiernos -central o autonómicos- han escogido fórmulas parecidas con distintos resultados y la culpa de tan diversa casuística la tiene el contexto. En el caso del Consell, de la Generalitat, lo tenían más sencillo dentro de la dificultad. Los focos no están puestos prioritariamente sobre las autonomías, la estrategia es menos compleja. En este caso el president Ximo Puig está gestionando con cierta solvencia su interlocución. Situado el problema con todo su conflicto en Madrid, es más sencillo despejar hacia Moncloa los balones extraños y surfear la ola de las buenas decisiones. Además el Palau gótico 'regala' carisma. En el capítulo de las luces ha sido pionero al aceptar preguntas sin intermediarios -hay una dinámica más amable por parte del periodismo valenciano- y compensa sus limitaciones en la puesta en escena con altas dosis de naturalidad. Menos fortuna ha tiene cada día Ana Barceló, consellera de Sanidad, menos acostumbrada a las preguntas directas y que gestiona de forma indisimuladamente negligente los temas más comprometidos -verbigracia las responsabilidades de los profesionales sanitarios en el contagio dentro del colectivo-. Por no alargarnos, mención a parte merecen las iniciales intervenciones de Hermelinda Vanaclocha, la epidemióloga 'oficial'. La solvente doctora pero temible portavoz respondió con un “yo no se de fútbol” ante el vector de contagio primigenio, el partido Atalanta-Valencia CF.
Pero concluyamos con lo que cada día vemos en Moncloa y, principalmente, con el llamado “alto mando”. Un portavoz puede ser individual o coral. Presidencia del Gobierno adoptó desde el principio una cultura de equipo que, en esta ocasión, permite blindar en cierta forma al líder, que solo ha de preparar una comparecencia semanal, la célebre y muy comentada “Aló presidente Sánchez”. La estrategia funcionó al principio pero se ha demostrado ya como caduca, ineficaz, agotada. Los portavoces no son capaces defender la gestión de la crisis, de soportar el rozamiento con el ámbito de la realidad publicada, los engranajes de la exposición a los medios son inmisericordes. Apelan ya casi a modo de imploración a la comprensión, al aplauso. Ni siquiera el 'consensuado' Fernando Simón ha soportado la presión y los últimos episodios que protagoniza -memorable su vis a vis con otro mal portavoz, el ministro Pedro Duque-, lo han incinerado como cara amable. Su look sport, de profesor chiflado, eficaz idea en los albores de la crisis, chirría en un escenario de luto creciente y más aún cuando el resto del equipo médico habitual obvia la corbata negra. La idea de aportar uniformados al atrezzo también fue teóricamente afortunada porque avala la versión 'bélica' de la estrategia, la tan fomentada fórmula “sangre, sudor y lágrimas”. Pero es aquí donde de forma más desnuda se evidencia el dramático erial de nuestras instituciones. España no es un país de portavoces.
En ese sentido, el general Marín dijo lo que dijo. O bien fue un inocente exceso de celo papista porque los niños dicen los que escuchan en casa; o bien el gobierno realmente ha encargado a la Guardia Civil la “minimización” de los argumentos contrarios a la estrategia de crisis; o bien fue un lapsus de quien pretendía argumentar que se perseguirán los bulos. No es lo importante en en el caso que nos ocupa y, no obstante, nos inclinamos por la tercera opción. Lo que debe preocupar a gobiernos y empresas es que, aunque en esta ocasión llegamos tarde, deben superar ecuaciones superadas -marketing antes que comunicación- e introducir en la agenda de sus áreas de decisión o de sus consejos de administración la comunicación como eje. Y seguidamente, programas de formación de portavoces. Las catástrofes en la gestión de su reputación por la ausencia de interlocutores solventes cuestan dinero y credibilidad. La formación de portavoces dentro de la estrategia de comunicación como eje de la cultura corporativa es una asignatura pendiente y obligada. La economía de la reputación -dar a conocer y convencer- llegó para quedarse.
Luis Motes en CEO en Doyou Media