Es cierto que el asesinato de Laura Luelmo ha reavivado el sentimiento de vergüenza de género para algunos hombres. No tanto por el feminicidio, que nos afecta de manera transversal, sino por la inútil reacción del #NotAllMen (no todos los hombres). La vergüenza de género es capaz de arrastrarte hasta el silencio cuando se hace necesario recordar que no es a nosotros a los que nos violan hasta matarnos cuando salimos a correr. Bochorno mediante, allá voy una vez más esta semana: cuando los hombres salimos a correr nos ladran los perros, nos rozan las ortigas, nos pican bichos raros y hasta es posible que nos atraquen. Incluso, es posible que suframos uno de los contados robos con violencia que suceden en este país, que siendo en el espacio público uno de los más seguros del mundo, ha reducido en los últimos cinco años un 25% más este tipo de sucesos
Sí, puede que, en vez de la lotería, ‘nos toque’ enfrentarnos a las amenazas de un delincuente armado que quiere quitarnos el reloj inteligente que mide nuestras pulsaciones. Poder puede, pero explicar que, por una cuestión exclusivamente de género, lo que no nos sucede es que nos violen hasta matarnos, provoca vergüenza de género. Porque mientras el lugar en el que vivimos ha evolucionado en los últimos 30 años hasta alcanzar una de las tasas de homicidios más bajas del mundo por cada 100.000 habitantes (solo por delante de Irlanda, Países Bajos y Singapur), resulta que, en el mismo periodo, desde los años 80, la tasa de asesinatos con violencia contra las mujeres se ha congelado. Estable. En el mismo lugar. Como si nada. No relacionable con la cantidad de asesinatos en general, sino por la absurda causa de género.
Es absurdo recordar que los hombres no somos una entidad unívoca. De hecho, es sano recordar que somos tan increíblemente heterogéneos como las mujeres. Sin embargo, las reacciones en público sobre la violencia contra ellas –en sus incontables formas: económica, laboral, doméstica, sexual en sus múltiples versiones...– evidencian una especie de relato mayoritario: el de los ofendidos por género. Esta reacción es una de las también incontables resistencias que, intuyo, tenemos ante una realidad difícil de encajar.
La realidad es heredada, pero que se convierte en propia cuando sabemos que en los últimos 30 años mueren tantas mujeres por esta absurda causa como en los 80. E, intuyo, no es fácil de asimilar: en el periodo 2003-2013, el número de mujeres asesinadas a manos de sus parejas o exparejas, en esa década, era similar al del total de las víctimas de ETA a lo largo de su historia. Cinco años después, dado que las cifras de muertas por esta causa no han descendido, intuyo que cuando se actualicen los datos estaremos exactamente en el mismo lugar. #MeToo mediante, #NotAllMen como súper respuesta de altura y, sobre todo, con una muy lenta capacidad para modificar una cultura obligada a extinguirse.
La resistencia a los cambios culturales no entiende de géneros y las excusas para cambiar se encuentran a cada paso. Incluso, hasta en el relato oficial: Laura Luelmo no será oficialmente víctima de la violencia de género.¿Por qué? Pues porque el Gobierno estima que esas víctimas solo pueden pasar a la estadística oficial cuando hay una traza de “pareja” entre asesino y fallecida. Como no es el caso, como el lenguaje va a permear esa relación, la excusa se oficializa y fragmentamos el que, en mi opinión, es el hecho fundamental del caso: la violación. Fundamental porque, el mismo asesino (presunto, pero confeso) no intentó robarle nada material a la víctima. Ni en el momento de los hechos ni con voluntad de, por decir, quedarse con las llaves de su casa –la reconoció como la nueva vecina del barrio– para saquear sus efectos personales. Nada de todo esto. Si el agresor tuvo una voluntad con Luelmo según las periciales forenses fue una: violarla. Si se discrimina la posibilidad de que este hecho sea ajeno a una violencia por cuestión de género, entonces, institucionalmente (y ya no diré mediáticamente) se abre el jardín de las excusas. Abierta la posibilidad de excusarse, la responsabilidad corre menos prisa.
No pretendo extender la paranoia entre los hombres por estos asuntos, pero sé que la mayor parte de nosotros va a vivir el resto de su vida en un ejercicio de resituación por género. Una resituación profunda, como ni nuestros padres ni nuestros abuelos seguramente jamás hubieran podido imaginar. Muy lejos tendrá que emigrar aquel que piense que ese cambio de roles le va a pasar de largo. Muy lejos tendrá que irse el que crea que puede sostener sus privilegios de género, porque sumados a otros o no, según el caso y no forma parte de esta conversación, le pertenecen por la arbitraria razón de haber nacido hombre.
Los resistentes cuentan con buena parte del sistema económico, académico y mediático en posesión de los recursos contra el cambio. Como poco, actúan relegando los tiempos, pero conscientes de la vía de agua insoldable ante un futuro irreversible. Ante ese futuro, interpreto que hay varias formas de afrontar el tiempo que nos ha tocado vivir. A mí, sin pretender influir en la postura de nadie, me gusta verlo con una perspectiva de lo más optimista: desde el primero de mis días hasta el último, cuando ese último llegue, habré tenido una oportunidad inédita de sumar a un escenario más justo que el original. Un escenario que no se priva de lo que, más allá de lo material (aunque supongo que también), podría haber aportado ya en el pasado una igualdad de fuerzas intelectuales, sociales y emocionales sin discriminación de género.
No hay precedentes en la historia para la corrección de este desequilibrio cultural y sus raíces son tan profundas que sé que no vamos a estar a la altura. Es altamente probable que no nos dé tiempo a estarlo, pero debemos estarlo. Sé que el #NotAllMen resulta de lo más desalentador, que es la quintaesencia de saber eso, que no se estará a la altura, pero no debe distraer el foco en exceso de que es propio de nuestro tiempo estarlo. El tránsito es tan largo como inevitable y en el momento en que uno acepta que proyecta su realidad y sus relaciones desde una perspectiva viciada, desde que uno asume cuál es su rol en la generación de la desigualdad, en el momento en el que se siente parte del movimiento y que decodifica que ese es el compromiso que le pertenece, que le estimula el destino final al que quiere acercarse, que no le genera ninguna alergia que ese destino parta de la palabra feminismo y que esa palabra no exija la degradación de género, sino la reversión de aquello que sometió a las que tanto han hecho –con desigualdad de oportunidades, próximas, directas y desconocidas– para estar donde está, en es momento se acaban las resistencias y se deja de ser tan creativo con las excusas.
Cuando uno interpreta el lugar en el que vive, en el que le gustaría vivir, cuando se es consciente de una fotografía lo más general posible, incluso las acusaciones más personales –que son una de las resistencias más subterráneas y potentes del género– se diluyen con facilidad al comprender lo irresponsable que puede llegar a ser con las personas que más quiere. Y no hay que empequeñecerse por el tamaño de la gesta. El movimiento para nosotros comienza por pasos muy simples. Uno de ellos, por ejemplo, lo hemos podido dar esta semana: si asesinan a una mujer para violarla, cuando se ponga el foco sobre la evidente inseguridad por motivos de género que sufren las mujeres, tenemos la opción de comprender que no hablan de los hombres con ánimo de acusarnos del homicidio. No a cada uno de nosotros. El foco se pone sobre el género porque a Luelmo ni le robaron el el pulsómetro ni las zapatillas.
El movimiento para nosotros comienza por algo tan sencillo como aceptar esto y no responder como el enésimo colectivo de ofendidos. No hay nadie a quien tengamos que explicarle que no violamos a las mujeres. Desde la reflexión, que pasa ante todo por escuchar, y desde la inflexión, que pasa sobre todo por hablar de ello entre nosotros, podemos dar pasos de lo más accesibles. Si reflexionamos, si inflexionamos, podemos asimilar juntos y en cada escenario una escala de grises social que permite que, hasta la fecha, por motivos exclusivamente de género, suceda algo tan absurdo, inútil y antiguo como la muerte de una mujer por el hecho de serlo.
Nosotros tenemos la capacidad de interpretar que cada día se denuncian, al menos, cuatro violaciones (no hace falta que dé una pista sobre en qué dirección de género). Podemos interpretar que otras violaciones, sin tan siquiera especular con la cifra, no se denuncian, igual que podemos comprender que el autor de esas cuatro o cinco violaciones denunciadas cada día en España es un hombre distinto. Podemos, sencillamente, ganar tiempo al tiempo y no reducirnos a una discusión tan estéril como la del #NotAllMen. Podemos invertir tiempo en luchar contra el machismo desde la cotidianidad porque podemos ser conscientes de lo poco que nos aporta o de lo ajeno a nosotros que es. Porque puede que no vayamos a estar a la altura, pero debemos estarlo. Es vergonzoso que ofrezcamos resistencia a un colectivo que todo lo que propone es acabar con el machismo. ¿Queremos ser machistas, entonces? No lo creo. Es más, creo que la inmensa mayoría de nosotros, superado este inicio de siglo, no piensa ni de lejos que las mujeres sean menos. Y sin embargo, entonces, si no lo son, ¿por qué lo son para el sistema, en nuestro día a día, a nuestro alrededor? Las respuestas las damos todo el tiempo, cada día, aunque no estemos a la altura. Pero debemos estarlo.