VALÈNCIA. La literatura gastronómica cuenta con firmas enormemente reconocidas: Pla, Luján, Salter, Lie-bling, Cunqueiro, Peyró… Todos ellos varones, por cierto. Hace apenas unas semanas la editorial Anagrama ha publicado un extraordinario libro titulado El pan que como, de Paloma Díaz-Más, profesora universitaria e investigadora del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), especializada en la literatura oral y en la cultura sefardí. Con ella conversamos a propósito de las diferencias entre las cocinas de principio de siglo y las de estos Tiempos Modernos.
-¿Puede explicarse la historia de un país como España a través de un plato como el cocido?
-Yo creo que la historia de cualquier país puede explicarse a través de sus guisos tradicionales. En el caso del cocido, se trata de un plato universal, que se da en muchas culturas (en las distintas zonas de España y en otros países del mundo), ya que consiste en algo muy sencillo: hervir en agua, juntos, distintos ingredientes. Pero en cada lugar tiene sus nombre y sus características específicas, derivadas de cómo se vive en ese lugar concreto. Los ingredientes y la forma de prepararlos están determinados por el clima, la agricultura y la ganadería del lugar, pero también por tradiciones sociales, culturales y religiosas conservadas y transmitidas de generación en generación durante siglos. Que todo eso quepa en un plato es algo que invita a la reflexión, a mirar los detalles de nuestra vida cotidiana con otros ojos, tratando no sólo de comer, sino de saber lo que comemos y de pensar en cuántas cosas han tenido que pasar a lo largo de la Historia y de la vida para que ese plato llegue a nuestra mesa.
-Al principio del libro, usted habla de un término japonés al que vuelve con frecuencia: itadakimasu, ¿cómo lo definiría?
-Es una palabra que yo no conocía. La encontré por casualidad en un blog sobre cultura japonesa, y me encantó. Se dice cuando se va a comer, y expresa agradecimiento a las personas que han intervenido para producir y preparar la comida y también gratitud a los seres vivos (animales, plantas) que han perdido la vida para que nos alimentemos de ellos. Es la idea que preside todo el libro. Por cierto: estaba previsto que este libro se publicase en abril, pero como consecuencia de la pandemia ha salido ahora, en un momento en el que creo que estamos mejor preparados para entender el concepto de itadakimasu porque durante el confinamiento hemos aprendido a valorar la importancia de esos oficios invisibles (cajeras-reponedoras de supermercados, carniceros, pescaderas, panaderas, transportistas, agricultores, ganaderos, pescadores) que nos permiten comer todos los días. Quizás antes no reparábamos en lo complejo que resulta que la comida llegue a nuestra mesa, ni en cuántas personas tienen que aportar su esfuerzo y su trabajo para que comamos. Ahora los hemos visto arriesgar su salud para proporcionarnos comida. Creo que hoy podemos entender esa idea de agradecimiento mejor que hace unos meses.
-En el libro se mezclan continuamente -como en los mejores platos de cocina- la gastronomía con antropología, literatura, historia, cultura popular y etimología. Y es muy curioso, por ejemplo, comprobar cómo hay una versión del cocido madrileño, que es la adafina judía que se hace sin fuego. ¿En qué consiste la peculiaridad de este plato?
-La adafina es un plato de los judíos sefardíes, es decir, de los descendientes de los expulsados de la península ibérica a finales del siglo XV (y sólo de ellos, porque los judíos de otros orígenes no conocen la adafina, y no saben lo que se pierden). Es como el cocido, pero ateniéndose a las prescripciones del judaísmo, que son bastante detalla-das y estrictas y afectan tanto a los ingredientes como a la forma de guisarlo. Entre los ingredientes no hay, por supuesto, carne de cerdo, sino de pollo y vacuno, además de verduras, huevos y un toque muy mediterráneo de plantas aromáticas (comino, cilantro, azafrán, mejorana). Y como era un plato que se solía comer en el sabbat, el día santo del judaísmo, en el que están prohibidas muchas actividades (entre ellas, encender fuego), la forma tradicional de prepararlo era dejando el puchero toda la noche al rescoldo, en las brasas de un fuego que se había encendido el día anterior. De esa manera, la adafina se cocía durante ocho o nueve horas prácticamente sola, despacito, al calor de las brasas, mientras la familia dormía.
-Las cocinas son los grandes escenarios de este libro y usted señala cómo han cambiado desde que usted era pequeña y recuerda que eran lugares tremendamente habitados, comparadas con las cocinas de ahora, pulcras pero con menos vida. ¿Por qué son tan importantes las cocinas, especialmente para las mujeres?
-En tiempos, la cocina eran muy importante no sólo para las mujeres (que tradicionalmente eran las que cocinaban), sino para toda la familia. Era el lugar donde se hacía vida en común con la familia y también con los vecinos, entre otras cosas porque en las viviendas antiguas solía ser también el sitio más cálido y acogedor de la casa (el resto de las habitaciones, sin calefacción, estaban gélidas y sólo podían utilizarse para dormir o para estar en buen tiempo). Desde la prehistoria, las casas se han organizado en torno al fuego. Tener un hogar significa para nosotros mucho más que tener una casa, tiene unas implicaciones sociales y afectivas importantes. Pero, ¿qué significa hogar? Viene del latín focus, fuego; así que el hogar es, literalmente, el lugar donde está el fuego; o sea, la cocina.
-Dedica un capítulo al vino que antes se tomaban a granel en tabernas y ahora parece estar inserto en esta impostura de los foodies. Y recuerda cómo el vino, hace años, lo bebía toda la familia, incluidos los niños. Y en la juventud, usted lo asocia a la militancia política. ¿Qué tiene el vino que despierta tantas y tantas evocaciones?
-El vino no es sólo una bebida, sino un alimento (un alimento fermentado y, por tanto, moderadamente alcohólico, pero alimento al fin) propio de los países mediterráneos, en los que se cultiva la vid; su equivalente en los países del norte de Europa es la cerveza, que al principio era una sopa de cebada que se tomaba tibia. Se trata, en los dos casos, de alimentos energéticos, que proporcionan calorías y que servían para completar la dieta de la gente que trabajaba mucho y tenía que mantenerse con la poca comida que podía conseguir. Además, en épocas en que el agua no reunía suficientes condiciones higiénicas, mezclar el agua con vino era una forma de desinfectar la bebida, añadiéndole un poco de alcohol. Luego, a lo largo de la historia, esas bebidas alimenticias han ido evolucionando, se han mejorado y han adquirido nuevos significados y nuevos usos sociales e incluso religiosos. Como sucede con todos los alimentos antiguos, hay una larga historia detrás de cada copa de vino.
-Un cambio fundamental en la cocina se produce cuando el homínido domestica el fuego. ¿Qué significa ese hecho de capturar, guardar y custodiar el fuego?
-Es un avance evolutivo fundamental. Ningún otro animal es capaz de controlar el fuego, sólo los seres humanos lo hacen. Así que capturar, guardar y custodiar el fuego es uno de los rasgos que caracterizan a los humanos. Naturalmente, todas las culturas han elaborado mitos para explicar esa relación con el fuego. En la cultura grecolatina, de la que descendemos, el mito es el del gigante Prometeo, que robó el fuego a los dioses para entregárselo a los seres humanos. Naturalmente, tanto Prometeo como los humanos fueron duramente castigados por los dioses, pero el fuego ya estaba en la tierra, recién bajado del Olimpo, la morada de los dioses.
-Las legumbres también son analizadas en el libro y me gusta cuando explica que Cicerón provenía de Cicero que significa 'garbanzo' y el significado de las 'lentejas viudas'. ¿Por qué la legumbre se asocia siempre a pobreza?
-Porque las legumbres son alimentos baratos y accesibles: son fáciles de cultivar y de conservar una vez secas y resultan muy alimenticias, ya que proporcionan proteínas vegetales de muy buena calidad. Desde la Antigüedad hasta por lo menos el siglo XX, las clases sociales altas (la aristocracia, la burguesía) buscaron alimentarse sobre todo con proteínas animales, es decir, con carne, que resulta mucho más cara de producir y más difícil de conservar. Pero los pobres no tenían fácil el acceso a la carne, demasiado cara para ellos, y por eso tenían que recurrir a las verduras, las legumbres y, a partir del siglo XIX, las patatas. Paradójicamente, los pobres mantenían (cuando tenían comida) una dieta más saludable que los ricos y poderosos. Hoy, en lugar de entregarnos a la comida basura, deberíamos aprender (o reaprender) a comer como nuestros abuelos pobres de los pueblos, a base de legumbres con algo.
-Hay otro capítulo dedicado a la matanza cuya lectura hoy, en determinados círculos, sería insoportable: ¿cómo es posible que la relación de los homínidos con la carne haya variado tanto a lo largo de los siglos?
-Sobre todo, lo que pasa es que hoy la comida nos llega ya procesada: la carne limpia, troceada, nos recuerda poco al animal del que procede, parece como si ese animal nunca hubiera estado vivo, como si nadie hubiera tenido que matarlo para que se convierta en el alimento que nosotros nos comemos. Pero en tiempos de nuestros padres y abuelos la gente tenía que matar los animales que iba a comerse, sobre todo en el medio rural: se hacía la matanza del cerdo, las mujeres mataban aves o conejos y luego los guisaban, los hombres salían de caza y volvían con liebres o perdices que toda la familia comía. Hoy la mayoría de nosotros (yo incluida) seríamos incapaces de matar un animal. Pero eso no significa que renunciemos a comer su carne: preferimos que nos lo den ya muerto y envasado y así nos olvidamos de que esa carne es la de un animal que perdió la vida para alimentarnos, y por el que deberíamos decir itadakimasu.
-Habla del ayuno como una prohibición pero también como un modo distinto de comer. ¿De dónde viene esta práctica y qué significa ayunar?
-Comer es una necesidad básica, pero, precisamente por eso, también es un placer. Así que renunciar a comer es renunciar a algo placentero, que puede ser muy refinado pero apela a algo muy básico, lo mismo que el sexo. Por eso muchas religiones prescriben el ayuno total o parcial en determinadas fechas y circunstancias: ayunar significa renunciar a un placer muy elemental, muy evidente. Esa renuncia es un sacrificio que sirve también como purificación, como desapego de las cosas del mundo, incluso de las más necesarias.
-Por último, el libro termina con unos capítulos dedicados a sentirnos culpables por comer mucho. ¿De dónde viene esa culpa?
-Creo que viene sobre todo de que nos sobra la comida y no tenemos necesidad de luchar para conseguirla. Significativamente, en los países donde se pasa hambre, o donde la mayoría de la gente no tiene fácil acceso a la comida, no se producen trastornos alimenticios como la bulimia o la anorexia. Estos trastornos son una cosa muy seria, enfermedades mentales que sólo se curan con ayuda médica, pero que son típicos de sociedades en las que los individuos no tienen dificultades para obtener alimentos y en las que se marcan pautas estéticas absurdas, como la identificación entre belleza y delgadez. Lo tradicional ha sido siempre lo contrario, identificar belleza y abundancia de carnes, y no hay más que ver cómo se representa a las mujeres hermosas en la pintura y la escultura clásicas, desde los griegos hasta el siglo XIX: no hay ninguna flaca. Habría que educar a las nuevas generaciones en hábitos de alimentación saludables, y para ello también puede ser útil hacerles tomar conciencia de la cantidad de esfuerzo y sacrificio que son necesarios para producir alimentos; unos esfuerzos que no debemos despreciar. Es decir, una vez más, la idea de itadakimasu. Porque, como digo en el libro, “la única manera de no sentirse culpable es estar agradecido”.