Pasados ya tres trimestres de gestión de la pandemia de covid-19 desde que allá a comienzos de 2020 lo que inicialmente era un brote en China empezara a reproducirse por los cinco continentes, sabemos todavía demasiado poco sobre cómo contener los contagios con el menor coste social y económico. A la vista está. Por eso, en parte, nos va como nos va. Sí sabemos ya, en cambio, que hay al menos tres grandes tipos de estrategias posibles para enfrentarse a la situación.
Por un lado, tenemos a los países que han apostado por tratar de erradicar completamente de su territorio, y con independencia de lo que se haga o deje de hacer en el resto del mundo, la enfermedad. En la base de esta estrategia está la idea de que, al menos a medio y largo plazo, es mucho más rentable en términos de coste económico y social establecer unas muy severas restricciones en la actualidad, tras lo que late la convicción de que los daños producidos por el virus si no se le pone freno serían, a la postre, muy superiores a los infligidos por estas duras medidas. Con independencia de que nos creamos o no las cifras de algunos de estos países, sí parece que esta política es viable, al menos, en determinadas condiciones.
Países muy aislados como Islandia o Nueva Zelanda, por ejemplo, han aprovechado esta situación para optar por ella. Un tamaño relativamente pequeño puede ayudar también en esta línea. Asimismo, el hecho de tener vecinos que adopten una estrategia semejante facilita indudablemente las cosas (de modo equivalente a cómo las dificulta estar rodeado de vecinos, con los que inevitablemente hay relaciones comerciales e intercambios de todo tipo, que, en cambio, no apuesten por hacer esfuerzos en esta dirección), lo que ayuda a que en Asia se concentre la mayoría de los países, desde China a Japón, pasando por Taiwán, Singapur o Corea del Sur, que se han esforzado por llegar a niveles prácticamente equivalentes a una incidencia 0 del covid-19. Por último, al menos desde Europa, se ha señalado que una visión más autoritaria de la capacidad de actuación del poder estatal y menos garantista de los derechos de los ciudadanos es en el fondo necesaria para poder poner en marcha las medidas de restricción, en ocasiones muy severas, que requiere una estrategia de este tipo.
En el otro extremo, encontramos a los países que han optado por una estrategia de convivencia con el virus, tratando de establecer las restricciones mínimas posibles mientras no se produzca un colapso general de la capacidad de garantizar la debida asistencia sanitaria a la población, con la explicitada esperanza, además, de lograr conseguir cuanto antes la llamada “inmunidad de rebaño” (un porcentaje suficientemente alto de personas que ya hayan superado la enfermedad a partir del cual los contagios se ralenticen hasta acabar siendo casi inexistentes).
En la base de esta actuación late cierta convicción de que, en el fondo y a la postre, la covid-19 no es tan dañina, ni por sus tasas de mortalidad ni sobre todo por su muy escasa incidencia en personas más o menos jóvenes sin patologías previas, como para justificar infligir costes sociales y económicos considerables, lo que haría que no compensara el esfuerzo de tratar de erradicar, o incluso sólo de contener de verdad, la transmisión de la enfermedad a partir de cierto punto. Países como Suecia o algunos estados de EEUU (como, notoriamente, Florida) han apostado por este modelo de forma abierta desde el principio y todavía hoy siguen en esta línea. También en lugares tan poblados o diversos como Brasil es esta, aparentemente, la vía marcada por su gobierno federal. En otros casos, como en los Países Bajos o el Reino Unido, las autoridades y científicos responsables del diseño de la estrategia para luchar contra la pandemia la consideraron, e incluso la pusieron en práctica inicialmente, para acabar rectificando cuando los contagios se multiplicaron más allá de un punto, la presión hospitalaria subió hasta comprometer la asistencia y, sobre todo, la opinión pública reaccionó en consecuencia.
Por último, a medio camino entre ambas aproximaciones tenemos a muchos países, entre ellos a la mayoría de nuestros vecinos europeos y, también, a España. La idea en este caso es tratar de proteger a la población, si no aspirando a erradicar el virus en nuestro territorio, sí dificultando lo más posible su propagación, rastreando todos los contagios y aislando los brotes, por medio de medidas dinámicas que restrinjan más o menos la actividad según la situación epidemiológica en cada lugar y momento. Con ello se busca minimizar el impacto sobre la vida social y económica, reduciendo así los costes a corto plazo de la lucha contra la pandemia, con la esperanza de que con estas limitaciones ya será suficiente, de la mano de un tratamiento sanitario y hospitalario propio de los países desarrollados, para mantener los contagios por debajo de ciertos umbrales, que se entienden los prudentes para permitir una efectiva trazabilidad y evitar un descontrol absoluto de la transmisión que comprometiera la asistencia sanitaria.
Lo cierto, sin embargo, es que estos umbrales se han ido revisando constantemente al alza, tanto en el diseño global realizado por el centro europeo de referencia en materia de enfermedades infecciosas como, como hemos podido comprobar, en España. Así, a la postre, da la sensación de que poco a poco esta estrategia ha convergido (al menos, hasta cierto punto) con la de los países que han apostado por la inmunidad de rebaño, en el sentido de que las restricciones, aunque sin duda existen, son bastante livianas si las comparamos no sólo con las del primer grupo… sino también y muy significativamente con las restricciones y umbrales diseñados ex ante a partir de criterios epidemiológicos por nuestras propias autoridades. Y parece que así será, al menos, mientras nuestros sistemas de salud tengan capacidad para absorber y tratar a los enfermos, ayudados porque las medidas de cautela adoptadas por gran parte de la población están permitiendo que el incremento de contagios, hospitalizaciones y muertes sea más lento que en la primera ola de la pasada primavera. Lo cual justificaría, según los encargados de gestionar la situación, una situación como la que vivimos en estos momentos, con prácticamente toda la actividad económica y social todavía en marcha, si bien con limitaciones diversas, dado que estamos logrando contener el virus mejor que en la primera ola.
Sin embargo, si analizamos las cifras oficiales de España, una evaluación tan complaciente no parece sostenerse. Durante la primera ola se imputaron al coronavirus de forma directa unas 30.000 muertes (empleando métodos alternativos que parecen razonables, como es calcular la incidencia de la pandemia a partir del exceso de muertes producidas durante estos meses, serían más bien unas 50.000), pero desde el verano ya se acumulan otros 15.000 fallecidos oficiales (que otros cómputos elevan a unos 25.000) que permiten aventurar que hacia finales de año habremos replicado cifras muy semejantes a las de la primavera. Es cierto que esta vez en un período de 6 meses y no en sólo 2 meses y medio, pero ello no quita para que se trate de unas cifras muy elevadas, que contrastan con la normalidad vital y tranquilidad social asociada a la actuación de los poderes públicos, reacios a adoptar medidas más restrictivas o a prevenir en exceso a la población.
Puede ser perfectamente defendible y entendible, y de hecho no es sólo una cuestión española, como ya he comentado, esta aproximación. Sin embargo, resulta muy criticable que no se explique a la ciudadanía con sinceridad que ésta es la evaluación que en estos momentos impera. Y lo es por varias razones.
La primera, porque nos hurta el necesario debate público, ciudadano y político sobre cuál ha de ser el concreto valor que demos a la protección de la población, también de la más vulnerable, frente a los embates de una pandemia como la que vivimos, así como cuánto estamos dispuestos a (o consideramos adecuado) sacrificar para tratar de garantizarla.
La segunda, porque, además, esquivar esta cuestión impide el diseño y puesta en práctica de otras medidas que son coherentes con una estrategia de convivencia con el virus y que, dado que en España oficialmente no la estamos siguiendo, aquí brillan por su ausencia: por ejemplo, establecer directrices muy claras de protección de la población más vulnerable, así como una intensa campaña informativa sobre quiénes, cómo y por qué deberían desde autoconfinarse a, como mínimo, extremar la cautela en toda su vida diaria, así como las debidas explicaciones sobre cómo proceder para ello. Todo ello son acciones que, por ejemplo, Suecia sí está desarrollando pero que aquí brillan por su ausencia porque, al menos oficialmente, estamos tratando de combatir el virus y sólo sigue la vida social y económica allí donde no hay riesgos relevantes, pues el compromiso público de nuestras autoridades es que si se detecta que éstos existen en algunos ámbitos, entonces sí los cerramos o limitamos estrictamente.
Una vez más ha de repetirse que la gestión de la presente crisis ha puesto de manifiesto muchos defectos estructurales de nuestro sistema, algunos de ellos graves. Aunque es cierto que también nos ha permitido identificar algunas de las luces de la descentralización, como por ejemplo la capacidad de ciertos gobiernos autonómicos para desarrollar políticas de mérito que luego otros territorios pueden copiar.
Hay bastantes ejemplos que suelen destacarse, y que si nos ceñimos a España podrían ir desde la gestión de los datos en Castilla y León a las compras de material sanitario en los peores momentos de la pandemia desarrollada en el País Valenciano, de la que incluso se beneficiaron otras Comunidades Autónomas; pasando quizás también, a falta de conocer del todo sus efectos, por las estrategias recientes de rastreo de la Comunidad de Madrid. Ahora bien, en esta evaluación pocas dudas caben de la manera en que se ha dado (o, más bien, no dado) información a la ciudadanía sobre las razones de la toma de decisiones, la transparencia sobre los informes y evaluaciones de los expertos y, en general, la exposición y explicación de la situación a la población, tratándola como si fuera madura y responsable, constituyen algunas de las más notorias carencias estructurales que se pueden señalar como triste enseñanza de estos meses.
Una carencia, además, particularmente problemática, porque nos devuelve una imagen en el espejo no del todo agradable sobre un elemento nuclear de la convivencia democrática: a la postre, y en contra de la retórica al uso, no parece que nuestras autoridades nos estén considerando a este respecto de modo muy diferente a como nosotros pensamos, con cierta displicencia, que son tratados los ciudadanos de esos lejanos países asiáticos que, como repetimos ritualmente, “pueden adoptar políticas mucho más restrictivas sin problema alguno porque no se sienten en la obligación de rendir cuentas a la población con estándares mínimamente exigentes”.
Parece que habremos de empezar a cuestionarnos, un día de estos, qué nos ha revelado la situación que estamos viviendo sobre los que nos aplicamos a nosotros mismos. Porque muy probablemente no son para estar satisfechos. Por mucho que en un caso el consenso generado en las elites y que se impone a la ciudadanía sea tratar de lograr a toda costa la contención del virus y aquí, en cambio, se busque que la economía sufra lo menos posible. No sabemos, aún a día de hoy, muy bien cuál de las dos estrategias es mejor y ni siquiera en qué evaluaciones se han basado nuestras autoridades para optar por uno u otro modelo. Pero sí sabemos que ese proceso ha sido poco o nada participado democráticamente.