Basada en un caso real que condenó erróneamente a cinco adolescentes afroamericanos por la violación de una mujer blanca a principios de los noventa, esta miniserie producida por Netflix mete el dedo en la llaga al demostrar las trampas del sistema policial y judicial en Norteamérica en su lucha contra el crimen
VALÈNCIA. Estados Unidos, 1989. El crack había irrumpido en los barrios pobres, mayoritariamente de gente de color, disparando la criminalidad. Ciudades como Nueva York padecían una media de seis asesinatos diarios. Tanto Nixon, tiempo atrás, como Ronald Reagan y su sucesor, George H. W. Bush, le habían declarado la guerra a las drogas enérgicamente (“el enemigo público número uno”, lo llamó Nixon). A medida que pasaban las décadas se duplicaban los presupuestos federales para sacar a las calles más policías y se abrían (o ampliaban) más prisiones. Con tales medidas represivas, aquel año de fin de década, alrededor de un millón de norteamericanos vivían encerrados en cárceles (cifra que todavía se duplicaría dos décadas después). El 40% de ellos eran negros.
La histeria social contra el crimen se veía amplificada y sobrerrepresentada en los medios. Periódicos como The New York Daily News vivían del sensacionalismo de lo que debía haberse tratado más bien como una epidemia social y sin embargo fue manejado con mano dura por las administraciones. En marzo, recién comenzaba la primavera, había nacido un programa de televisión en Fox que fue el antecesor de los reality shows. Se llamaba Cops. Creado como consecuencia de la huelga de guionistas (además de ser sumamente barato), el programa de televisión sobre arrestos policiales se convirtió en un filón que realimentaba perfectamente la preocupación social. La narrativa del formato era sumamente simple: policías blancos detienen a sospechosos criminales negros. Fin.
Con esta amalgama de información que les adelanto antes de hablarles de la serie, ya pueden contextualizar la época de la que voy a hablarles: 1989. El “miedo al crimen” (al igual que ha funcionado “el miedo a Vox” en las últimas elecciones generales) era por entonces una potente arma política que funcionaba para ganarse al electorado, además de mediática, para entretener a la población a base de miedo.
Llegó el fatídico día. Era una cálida noche del 19 de abril. Una mujer, joven y blanca, llamada Trisha Meili, apareció casi muerta después de haber sido violada en Central Park. El caso no era un crimen cualquiera: se trataba de un delito cruel hacia una mujer caucásica, joven, guapa y de profesión respetable (trabajaba en el sector financiero, la profesión más chic de la década). Para los gobernantes de la ciudad, que vivían de los réditos de “su lucha contra el crimen”, el delito debía ser resuelto, por tanto, con contundencia y rapidez.
Los medios, en busca de carnaza, se centraron en este caso más que cualquier otro de los que ocurrían cada día, sobre todo cuando salieron a la luz los perfiles de los detenidos: cinco chicos de color, entre 14 y 16 años, de Harlem. “Manada de lobos”; “salvajada”; “depredadores”, “bestias”; “animales”, se podía leer en las portadas de la prensa. La historia era perfecta. Se reafirmaba el mito de los “negros violadores de mujeres blancas”, un relato que ha estado presente desde tiempos inmemoriales en la cultura popular estadounidense (basta recordar El nacimiento de una nación de D. W. Griffith).
“Los cinco de Central Park”, como fueron apodados, eran en realidad Yusef Salamm, Raymond Santana, Antron McCray, Kevin Richardson y Korey Wise. Cinco chavales, sin antecedentes penales, que, junto a un abundante grupo de chicos del barrio de Harlem, estaban en el parque cuando el crimen ocurrió. Únicamente por esta circunstancia fueron detenidos e interrogados durante horas y horas, algunos de ellos sin ni siquiera presencia de sus padres, y por supuesto sin ayuda de ningún abogado. Tras larguísimos interrogatorios que los dejaron exhaustos y desesperados por salir de allí, fueron coaccionados para declarar en contra del resto e implicarse únicamente como testigos (así creían ellos).
Una vez grabadas sus declaraciones, utilizándolas como único argumento que los implicaba en el crimen, fueron juzgados y condenados. La sociedad norteamericana aplaudía desde sus casas, mientras que Donald Trump, mediante anuncios publicados en los periódicos principales del país, pedía la instauración de la pena de muerte en el estado de Nueva York. Las “bestias” se pudrirían al fin en correccionales (unos) o en la cárcel (el que tenía 16 años), y las administraciones librarían a la gente blanca de bien del peligro y el crimen en las calles. Final feliz…
Pues no. En 2001, un hombre llamado Matías Reyes confesó ser el verdadero autor de la violación, y tras comprobar las muestras de ADN, se confirmó que había sido él y no los cinco jóvenes.
Para cuando esta verdad salió a la luz, los focos ya no miraron con tanto ahínco hacia los injustamente condenados. Al revés: evitaron el mea culpa. Más allá de la responsabilidad de la prensa, por suerte para los cinco, por primera vez la justicia sí que trató de resarcir su error, indemnizándoles con 42 millones de dólares años después.
Basada en esta historia real, Netflix encargó a la prestigiosa creadora afroamericana Ava DuVernay llevar a cabo una serie de ficción de cuatro episodios sobre el caso y lo que ocurrió posteriormente. DuVernay es guionista y directora de películas y documentales de temática racial como la cinta premiada en el Festival de Sundance Middle of Nowhere (2012), o el excelente documental sobre la desigualdad racial en EEUU titulado 13th (2016), que les recomiendo visionar si se quedan con ganas de más. En televisión, es la creadora de la serie Queen Sugar.
Con el título de Así nos ven (When They See Us), cuenta entre los créditos con Oprah Winfrey como productora ejecutiva, además de otros nombres como el de Robert De Niro. Y entre el elenco de actores reconocerán a Felicity Huffman en el papel de la implacable fiscal de delitos de violencia, Linda Fairstein, además de a Michael Kenneth Williams, conocido por el público por su papel como Omar Little en The Wire.
Con un elevadísimo nivel interpretativo en su conjunto, destaca en su último episodio el trabajo del jovencísimo Jarrel Jerome (Moonlight) como Korey Wise, en una interpretación que sin duda le otorgará multitud de premios, además de ponerles la piel de gallina.
Esta semana, cuando la crítica casi de forma unánime tenía ya decidido que Chernobyl era sin duda la mejor serie del año, ha llegado sin hacer mucho ruido y por la puerta de atrás Así nos ven, la que a todas luces es la otra grandísima miniserie de este prolífico 2019. Con un profundo aroma a The Wire, a The night of, e incluso, en su último episodio, al El expreso de medianoche, les animo encarecidamente a verla. Y si quieren conocer a los verdaderos cinco chicos de Central Park, busquen por la hemeroteca el documental dirigido por Ken Burns y Susan Burns, The Central Park Five (2012), para que miren a los ojos a esos niños y comprendan lo equivocado que está el sistema.
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado