Según la RAE, una distopía es una «representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana». Las distopías son, en sí mismas, y en líneas generales, futuros indeseables. En ellos existen sistemas totalitarios, represión y control social, crisis climáticas, feroces instintos humanos de supervivencia... Lo más espeluznante cobra sentido –y forma– en estas narraciones. Este género, común en la literatura y también en lo audiovisual, nos hace reflexionar sobre las consecuencias más desastrosas de nuestras acciones. ¿Por qué entonces nos gusta leer sobre estos temibles escenarios? Nos adentramos en una oscura carretera –al más puro estilo Cormac McCarthy– sin tener certeza alguna sobre ello.
VALÈNCIA. ¿A qué temperatura arden los libros? Los más fieles defensores de las distopías lo sabrán. Y no por casualidad, sino porque Fahrenheit 451, la famosa novela de Ray Bradbury –y considerada una de sus mejores obras– se vale de este pretexto para vertebrar un relato perturbador: el de una sociedad futura en la cual los libros están prohibidos y existen «bomberos» –como el protagonista– cuyo objetivo es destruirlos. A los 451 grados de temperatura en la escala Fahrenheit es cuando el papel de los libros se inflama y arde. ¿Vivir sin la literatura? Para muchos, desde luego, sería un futuro totalmente indeseable.
La distopía es uno de los géneros con más adeptos y adeptas actualmente. Y no solo en la literatura, que también, sino en un sinfín de productos culturales que hemos consumido a través de nuestras pantallas en un año que, paradójicamente, se ha convertido en uno de los más surrealistas de nuestras vidas. Las distopías dibujan futuros indeseables, espeluznantes, catastróficos. Pero, pese a ello, nos gustan. El éxito que tienen estas historias lo avalan sin lugar a dudas.
Black Mirror, la ya mitíquisima distopía firmada por Charlie Brooker, explora por ejemplo el lado oscuro de la tecnología de forma magistral. Lo más inquietante de la producción británica: que ya ha acertado, incluso anticipado, algunas escalofriantes situaciones. Las distopías literarias, por su parte, también causan furor. No solo entre los y las adolescentes –Los juegos del hambre, Divergente, El corredor del laberinto y tantas otras–, sino también entre el público adulto: Un mundo feliz, 1984, La naranja mecánica, V de Vendetta, El cuento de la criada, etc. La lista sería prácticamente interminable y algunos de los títulos de estas novelas se han colado en las listas de best-sellers y más reconocidos escritos del pasado siglo y de este.
No cabe duda del actual boom que está experimentando el género. Pero, ¿a qué se debe? ¿Por qué nos atraen este tipo de relatos? «Incluso si plasman un mundo peligroso o asfixiante, tienen un componente de evasión de nuestra realidad. Nos sirven para desconectar de nuestra propia distopía: de lo que vivimos ahora», apunta el escritor y periodista Francesc Miralles.
Para Francisco Martorell Campos, doctor en Filosofía y autor de Soñar de otro modo. Cómo perdimos la utopía y de qué modo recuperarla (La Caja Books, 2019) el éxito de la distopía no es un fenómeno precisamente nuevo. «Fue desplegándose a la luz de los traumas vividos a lo largo del siglo XX. Después de la primera Guerra Mundial, la distopía literaria comenzó a ganarle terreno muy rápido a la utopía, y al acabar la Segunda acaparó todo el protagonismo y toda la atención», señala.
Los temas de los que se vale la distopía no han mutado mucho desde aquella época: el miedo colectivo a la energía atómica, la superpoblación, la ingeniería genética, la polución, los totalitarismos, un capitalismo despiadado… Aunque, eso sí, «los éxitos previos del género distópico nunca lograron el impacto mainstream de nuestros días», reconoce Martorell Campos. «Ahora mismo, la distopía es una mercancía muy rentable, una moda de masas equipada con sus propios fans, best-sellers, blockbusters, galardones y productos de merchandising».
El boom de la distopía no es tampoco casual en nuestros tiempos; unos tiempos marcados por una atmósfera «catastrofista» que, en palabras del doctor en Filosofía, define nuestra época. «La distopía nos enseña a querellarnos contra el status quo, incluso a resistir y sublevarnos, pero no a conocer con un mínimo de detalle qué mundo debería reemplazarlo», defiende el filósofo, que actualmente se encuentra realizando un ensayo contra este género.
Y es que las distopías pueden leerse de muchas maneras. Lo ve de esa forma la profesora de literatura en la Universidad de Alcalá y especialista en ciencia ficción, Teresa López-Pellisa. «Hay distopías que incitan al miedo y a la parálisis con discursos conservadores que nos indican que mejor que nos quedamos como estamos, ya que podríamos estar peor. Pero hay textos distópicos con una gran carga crítica y política que nos incitan a la movilidad, ya que nos avisan de que o cambiamos la situación actual, o las cosas pueden empeorar», apunta.
«Muchas distopías tienen la intención manifiesta de mostrarnos los peores escenarios para que salgamos de la inopia, saltemos a la acción y evitemos que se hagan realidad», coincide Martorell Campos. «Lamentablemente, el miedo es un arma de doble filo. Igual saca a miles de personas a la calle a protestar contra el cambio climático que contra la llegada de refugiados. La saturación de futuros distópicos de todo tipo tiene todas las papeletas de habituarnos a lo peor, de desensibilizarnos ante la crueldad y la injusticia mayúsculas, vividas como un espectáculo de entretenimiento que anula el potencial movilizador que pudiera albergar el miedo», reflexiona.
Para el escritor y periodista Francesc Miralles, por otro lado, las distopías pueden servir a un precepto: el de enseñarnos a vivir con la incertidumbre y enfrentarse a ella. «De las distopías aprendemos acerca de la resiliencia; de la extraordinaria capacidad del ser humano para adaptarse a las circunstancias más adversas», opina. Hay muchas maneras de tomarse una distopía. Y, como las decisiones a las que se suelen enfrentar sus protagonistas, depende de cada uno encontrar consuelo, esperanza o desencanto en ellas.
«Las distopías, como las utopías, se presentan como una crítica al presente», comenta Teresa López-Pellisa. Las diferencias entre ambos géneros, sin embargo, son flagrantes. «Las distopías se basan en el discurso del miedo y se centran en las narrativas del no. En cambio, la utopía representa las narrativas del sí y nos proponen alternativas y posibilidades de futuro», añade López-Pellisa. Por ello, para la investigadora sería positivo que la coyuntura actual promoviera la gestación de discursos utópicos; de, en definitiva, «escenarios de posibilidad».
El gran problema, sin embargo, es que «hoy carecemos de la esperanza de solventar las amenazas que nos acucian», menciona Martorell Campos. «Los atentados del 11 de septiembre de 2001, la crisis financiera de 2008, la actual pandemia y el cambio climático han propagado tales dolencias, cimientos del miedo al futuro del que se nutre tradicionalmente la distopía», insiste el doctor en Filosofía.
¿Podría ser, quizá, que las utopías son menos atractivas para los lectores y las lectoras? «El 99% de las utopías son sumamente tediosas, sermones interminables y bienintencionados de carácter netamente descriptivo. Pero la crisis de la utopía literaria no obedece a estos motivos», señala Martorell Campos. «La crisis de la utopía literaria en particular y de la utopía en general se debe a otro factor, a la universalización del capitalismo, régimen privado de adversarios que lo domina todo, en primer lugar a nuestro pensamiento y nuestra imaginación. Tanto es así que somos incapaces de imaginar futuros civilizados donde no exista», lamenta.
En cualquier caso, para la profesora de literatura en la Universidad de Alcalá y especialista en ciencia ficción, Teresa López-Pellisa, no debemos perder de vista la «ciencia ficción». «Como cualquier otro género literario, nos habla de los problemas de nuestro presente y de la condición del ser humano, aunque su peculiaridad radica en que lo hace a partir de la especulación y la proyección de esos conflictos en otros mundos posibles», puntualiza. Sucede, además, en un momento donde las fronteras entre la realidad y la ficción están cada vez más desdibujadas. O al menos lo parece. Un vistazo a este 2020 no hace más que reafirmar que todo cuanto conocemos puede cambiar de la forma más inesperada. Ilógica. Improbable.
Quizá no haya forma posible de escapar de los futuros indeseables que nos dibujan las distopías porque, en el fondo, atribuimos su existencia a la parte más negativa del ser humano. La tenemos. Está ahí. Este año nos sobran razones para creerlo. Y es que, como también apunta Miralles, quizá no podamos huir de lo que nos lleva años advirtiendo la literatura porque una vez más –como siempre– esta no deja de ser un espejo de nuestro comportamiento, deseos y esperanzas.
«Periódicamente nos veremos expuestos a catástrofes y cambios radicales, queramos o no. Como decía ya en 1951 Alan Watts, la seguridad no existe, es solo una ilusión», concluye el escritor y periodista. Disfruten del viaje, rumbo a la más adictiva, maravillosa y deslumbrante distopía. O no. Porque, ya saben: para bien o para mal, la historia todavía no está escrita.