VALÈNCIA. Contaba el libro Young Americans, la cultura del rock de los valencianos Justo Serna y Alejandro Lillo, que en el paso de los 50 a los 60 la sensación que tenían los jóvenes era que el mundo estaba a punto de estallar. Paralelamente, surgió el Pop Art, expresión artística en la que se rompe con un pasado con el que no hay por qué ser respetuosos y se recupera la cultura de masas. "La vida, en efecto, es expansiva y los jóvenes lo esperan todo". En una época de bienestar material, como eran los Estados Unidos de John F. Kennedy, los jóvenes se negaban al conformismo. Mientras tanto, los adultos estaban hartos de sus insolencias y su soberbia infantil, que había llegado de la mano de esa sociedad de consumo. Ante esa oposición, se afirmaban con el rock and roll.
El rock les daba mundos privados. Hasta Karol Wojtyla llegó a manifestarse en contra de ese concepto que distanciaba a los miembros de las familias. Pero los jóvenes querían estar en estado de trance, en esa alucinación instantánea que era una canción o un estribillo. En la actualidad, todo aquello ha evolucionado hasta marcar las pautas de consumo de amplias capas de la población. Despreocupación y diversión hasta morir, serían los efectos de la alienación total en la economía de mercado. Y con ecos de aquella revolución juvenil, durante medio siglo el target de la publicidad ha sido un consumidor supuestamente joven, aunque tuviera cincuenta y pico años. El libro concluía con una reflexión interesante. "El mismo espíritu que impulsó a aquellos muchachos a acelerar, debería obligarnos a nosotros a detenernos y reflexionar".
Para ir empezando con la reflexión, la noticia de The Guardian que aseguraba que cada vez hay menos grupos de música. Mientras los estudios de mercado informan de que a la Generación Z le gusta la música más que a las anteriores, los grupos van menguando. Las causas podrían ser el auge de la tecnología, hoy puede hacer música todo el mundo en su casa con su ordenador, y el elevado precio de los instrumentos tradicionales, el alquiler de un local de ensayo y los desplazamientos para tocar en otros lugares, además de las dificultades que tienen los locales pequeños para programar conciertos.
En estas circunstancias ha aparecido un documental dirigido por Dave Grohl titulado What Drives Us. Una serie de entrevistas a estrellas del rock que reflexionan sobre por qué hacían lo que hacían. Lógicamente, antes de ser millonarios, unos eran leyendas consagradas y otros tuvieron que subirse a una furgoneta y echar kilómetros, durmiendo de mala manera, para perder dinero o ganar muy poco, pasar hambre y frío, solo con la esperanza o la ilusión de grabar en algún momento y entrar en los circuitos comerciales.
El documental tiene buen tono. Se escucha más hablar de la conexión con el público y de alcanzar el éxtasis compartiendo tus canciones que de motivos más prosaicos como entrar en un grupo para ligar más, para ser adorado, para ser alguien o para ganar dinero, o ni siquiera eso. Muchos de los grupos que probaron suerte en Estados Unidos en los 80 estaban formados por emigrantes que huían de la incipiente desindustrialización del interior de Estados Unidos y querían hacer lo que fuese antes de acabar en el McDonalds.
Al menos Brian Johnson, de AC/DC, sí que muestra ese perfil. Cuenta que empezó a trabajar a los 15 en una fábrica y que en su pueblo, en los West Midlands, de donde es capital Birmingham, la única forma conocida de escapar de la pobreza era hacerse músico o jugar al fútbol. Si cambiamos músico por tronista o concursante de Gran Hermano, la comparación con la España de hace unos años es pertinente. Trabajaba en el turno de noche, cuatro días a la semana, y cuando vio a Little Richard en televisión cantar con toda su alma y esa alegría contagiosa se preguntó por qué se metía todos los días en un agujero bajo tierra cuando la gente fuera estaba haciendo cosas como esa.
Ben Harper luego habla de los encuentros de iniciación. En su caso fue que sus vecinos del barrio eran nada menos que los Christian Death, que le pasaron a los Clash y a los Jam para que empezase a enterarse de qué iba el negociado. Flea, por su parte, que empezó a drogarse con 11 años, dice que siempre rechazó a los fans del rock porque para él todo el rollo que llevaban se reducía a vestirse y peinarse, mientras que para él tocar la trompeta era su única forma de evasión en un entorno hostil y soñaba con ser jazzman de mayor.
Sin embargo, la parte realmente interesante llega con Ian MacKaye (Fugazi, Minor Threat) cuando explica cómo se estableció en Estados Unidos el circuito de directos en el que se rodaron grupos como los suyos, DOA o Black Flag, que iniciaron una revolución que acabó en lo que luego hemos conocido como rock alternativo, dándose la paradoja de que era el mainstream, como prueba el propio autor del documental, Grohl, y sus Foo Fighters.
Todos tuvieron en común, tanto los punk como Slayer, que les tocó chupar carretera, hacer flyers, aparecer en fanzines y sonar en radios universitarias. Esa vida en la furgoneta la describen los entrevistados como un matrimonio entre varias personas. Hay casos, como cuenta Mike Watt (Minutemen), de haberse hecho 45 conciertos en 45 días, un total de 13.000 kilómetros, conduciendo él todos los trayectos. Para hacer eso hay que valer, es una forma de vida. También se compara con vivir como los gitanos de antaño.
De ahí el documental salta al reverso tenebroso de forma muy brusca y muy estadounidense. Pone a DH Peligro (Dead Kennedys y Red Hot Chili Peppers) a contar cómo se hizo primero adicto al alcohol y luego al crack y a la heroína, hasta el punto de perderlo todo y acabar en refugios para homeless de Los Angeles después de haber sido una estrella que vivía en la opulencia. Y luego, vuelta al contenido edulcorado. Al menos Flea sí que observa que todos los grupos que llenan ahora grandes recintos provienen en su inmensa mayoría de los 90 hacia atrás. Parece que en algún momento se cortó el grifo de la fama.
Hubiera sido más interesante profundizar en esa ruptura. ¿Envejece el público? ¿El exceso de oferta impide que vuelvan a surgir grupos que llenen como unos Metallica o unos U2? Tampoco tenemos a la inanidad representada. Tocar te tiene que gustar, pero si llegas a algo, y no es fácil, tiene cierto sentido y alguna trascendencia, aunque solo sea verse ahora en bases de datos de Internet o enciclopedias de determinados géneros. Pero, ¿todos aquellos que se han autoproducido, han salido con sellos de amigos o demasiado pequeños, y no han llegado movilizar público prácticamente? Hace años un grupo de Madrid se hizo un documental para mayor gloria de sí mismos. Era sobre una gira europea que habían realizado. En algún lugar, un usuario comentó que no había visto en el metraje la razón por la cual unos treintañeros largos se echaban a la carretera a tocar en pequeños escenarios. Esa faceta de alienación de la sociedad del espectáculo siempre ha sido cubierta con el tupido velo de un romanticismo rockero que hace que, ahora, en tiempos de sobreabundancia, no deje de ser inquietante la sensación de empezar a pensar lo estéril que podía ser.