La crisis del FIB hay que entenderla como un punto de inflexión en el negocio de los festivales. La eternidad no existe. Y menos cuando se olvida al espectador
No se fíen mucho de quienes consideran que la cultura ha de estar siempre subvencionada, o que la creación es propia de los astros que iluminan un estado de ánimo difícil de explicar. Esos son vividores o se mantienen de las monsergas. Al fin y al cabo, la culturilla, entendida como cultura bajo el concepto de Duchamp, siempre ha sido un negocio/oficio: trabajaban y trabajan para el régimen de turno o a su sombra. Pero un verdadero creador no alardea de intelectualidad y necesidad social, menos aún funciona a base de limosna, aunque sea lo que se lleva.
Pero es que, llegados al extremo, hemos convertido hasta los festivales musicales del verano, que no dejan de ser negocio puro y duro para pueblos, ciudades o comunidades -sobre todo para grandes superficies y supermercados de proximidad- en eventos con derecho a reclamar subvención, y a los conciudadanos a correr con los gastos paralelos, como seguridad y atenciones sanitarias e incomodidades y molestias añadidas. A destajo. Pero eso sí, casi nadie quiere hablar abiertamente de tasas turísticas. Ya las pagamos quienes vivimos en zonas turísticas. Somos así de generosos e ingenuos.
A mí que no me vengan con que la tasa turística es impopular. Lo impopular es acarrear con tanto/a obtuso/a y de paso los gastos que siempre pagan los mismos y se los llevan los de siempre, entre ellos impopulares “políticos” de ausencia de originalidad e ideas. ¡El que mancha, paga!
En Cullera, por ejemplo, con el tema del Medusa hasta han cortado, calles, accesos urbanos, caminos comarcales y locales con absoluto descaro. Porque sí. Y por mucho que lo diga o se lo crea el secretario autonómico del ramo, Francesc Colomer, los festivales no fidelizan un tipo de turismo. En algunos casos hasta lo expulsa durante una semana, si se saltan las normas de convivencia. Además, no necesitan una marca de denominación de origen bajo el amparo institucional. Eso, si no piensa como concejal.
Los festivales musicales de verano no son meros reclamos turísticos. A su alrededor se mueve mucho dinero e igual que suben como la espuma también pueden caer en el abismo. Mueven dinero en todos los aspectos, hasta en alquileres de terrenos destinados a acampada o parking, aunque no siempre ofrezcan las mejores garantías de salubridad y comodidad. ¡Pues no hay negocio escondido! Que lo mire Colomer.
En este país se organizan al año más de 800 festivales y al frente de ese amplio volumen de convocatorias está la Comunitat Valenciana donde hasta ahora tiene como referentes nacionales FIB, Arenal, Rototom, Low o Medusa. Pero igual que su presencia es reconocida, la decadencia también le puede sorprender.
Eso es lo que le ha ocurrido en el FIB, que este año parece haber muerto de éxito con una notable pérdida de asistentes y queja vinculante del sector servicios que no quiere mediocridades futuras. Normal. Negocio. De hecho, lo tenía claro uno de los últimos dueños del festival de Benicàssim: ante la crisis aparente: esto se arreglaba con más ayudas públicas en forma de subvención. Estos guiris han aprendido la picaresca española con rapidez.
El FIB parece haber tocado techo y enfila un proceso complicado tras el cambio de titularidad. Tiene su explicación. No ha sabido afrontar una renovación generacional y su eclecticismo le ha hecho alejarse de su público natural.
Todos sabemos que a Cullera se acude por la música electrónica y el bakalao, baccalao; el Arenal es como una gran fiesta generacional donde el cartel suele ser, al fin y al cabo, lo de menos, o el Rototom es una apuesta por el reggae y el trance mental. El FIB fue referente en la denominada música independiente que tiene un público muy fiel, pero al que no se le puede seducir con otras ideas.
Durante la etapa de los Morán al frente, quienes acudían sabían bien lo que se íban a encontrar y era exactamente eso lo que se buscaba. Por ello, quizás, atraía a más gente de fuera que autóctona. Su contenido no dejaba de ser singular o particular. Durante los últimos años el FIB parece haber querido encontrar una nueva identidad/fórmula sin renunciar del todo a su pasado, pero con una apuesta más dubitativa. Más negocio que ideas.
Los que comenzaron acudiendo al FIB hoy seguramente están o superan la barrera de los cincuenta años. Ya no van a festivales,
El FIB es el primero de los festivales multitudinarios que se topa con una realidad inesperada. Más bien diría que es el primero que alcanza su punto de inflexión o su crisis de los 25. Su recuperación será a todas luces complicada si no se reinventa con inteligencia y menos concepto de negocio.
Su situación actual debería de ser considerada una advertencia y un aviso en torno a la inflación en la oferta. Como bien se sabe, también se puede morir de éxito. Y si no, acuérdense de Woodstock. Al fin y al cabo, nada es eterno.