PUNT DE FUGA / OPINIÓN

¿Qué jornada laboral?

11/06/2021 - 

En los últimos meses el debate sobre la reducción de la jornada laboral a 32 horas semanales ha ido ganando entidad. A menudo se cae en el tópico de describir la lucha de clases como aquella que enfrenta a los trabajadores con los patronos para redistribuir las ganancias empresariales. A partir de esa simplificación se tiende a imaginar los conflictos laborales como orientados fundamentalmente a lograr incrementos salariales. En realidad, la lucha de los trabajadores ha tenido históricamente una riqueza y una profundidad mucho mayores.

Al repasar la historia del movimiento obrero en España se evidencia que desde sus inicios los conflictos laborales estuvieron motivados por la aspiración de los trabajadores al control de su propio tiempo. Los primeros motines de los obreros en las fábricas en la década de 1830 que acabaron con la destrucción de máquinas no estaban guiados, como se ha afirmado posteriormente, por una mentalidad anacrónica y neofeudal opuesta a la modernización de los procesos productivos. De lo que se trataba en cambio era de una lucha sobre el control del tiempo en la producción, es decir, de determinar si era el trabajador el que le marcaba el ritmo a la máquina o si era el patrón quien se lo imponía a los trabajadores a través del funcionamiento automatizado de las mismas.

La estructuración del movimiento obrero moderno se produjo a finales del siglo XIX con la multiplicación de las Sociedad obreras de resistencia al capital (como se denominaba entonces a los sindicatos). El surgimiento de las sociedades se produce al calor de la convocatoria de huelgas y protestas que tienen como reivindicación central no tanto el incremento de los salarios como, especialmente, la disminución de la jornada laboral que en aquel momento podía alargarse hasta las 13 o 14 horas diarias sin ningún día de descanso semanal. La huelga de La Canadiense en 1919 con la que la CNT logró imponer la regulación de la jornada de 8 horas, fue en realidad la culminación de una larga sedimentación de luchas sectoriales y locales que habían hecho descender progresivamente la jornada de trabajo en el transcurso de las décadas anteriores.

En la posguerra las conquistas logradas por los trabajadores fueron anuladas legalmente y el tejido organizativo sindical fue casi completamente desmantelado por la dureza de la represión. Durante casi dos décadas las formas de resistencia de los trabajadores en las fábricas fueron fundamentalmente pasivas marcadas por una subversión de los tiempos pautados por la empresa: el absentismo en el puesto de trabajo y el enlentecimiento intencionado de la producción.

Esto cambiará radicalmente a partir de 1959 con la aprobación del Plan de Estabilización auspiciado por el rescate del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial. Para mejorar los índices de productividad el Gobierno franquista impondrá a las empresas la implantación de la llamada Organización Científica del Trabajo (OCT), en pocas palabras, la introducción del cronómetro en la fábrica para medir la duración de cada tarea y fijar objetivos de blocado cumplimiento. Pero la OCT requiere que se den dos requisitos: el primero es la colaboración de los trabajadores porque son quienes mejor conocen el funcionamiento de la producción y pueden boicotear las mediciones. El segundo es la introducción del convenio colectivo, porque al exigirles los mismos objetivos a todos los trabajadores se tienen que fijar salarios y primas comunes trascendiendo la relación individualizada trabajador-empresa. La negociación de los convenios será, de hecho, el germen de la fundación de las Comisiones Obreras a comienzos de la década de 1960. La introducción de métodos más avanzados para el control del tiempo en los centros de trabajo se vuelve en contra de los patrones y del gobierno franquista que los han introducido.

Un ejemplo paradigmático es el de la que sería durante décadas la mayor corporación industrial en el País Valenciano, los Altos Hornos de Sagunto. Cuando la empresa introduce a finales de los años 50 la OCT tropieza con la resistencia de los trabajadores. El objetivo de estos no es el de impedir la implantación del sistema sino el de alcanzar una posición de fuerza desde la que negociar con la empresa. Cuando por fin se firma el primer convenio colectivo en 1961, la subida salarial supera el 70%. Los trabajadores no se pararán ahí, y entre 1959 y 1965, los salarios se multiplican por diez. Las modernas técnicas de organización de la producción lograban resultados mucho más eficientes pero el sistema en su conjunto dependía de que cada engranaje funcionara perfectamente y, por ese motivo, también era mucho más fácil de desestabilizar mediante la acción sindical a través de paros localizados. En 1970, en pleno franquismo, la dirección de los Altos Hornos se ve forzada a reconocer y a negociar directamente con una organización ilegal y subversiva como era Comisiones Obreras. Entre 1970 y 1976, el periodo de mayor agitación obrera en España y con un mayor número de huelgas, en los Altos Hornos no se producen grandes conflictos porque la empresa prefiere sentarse a negociar antes que enfrentarse directamente a los trabajadores.

Todo esto cambia a partir de la segunda mitad de la década de 1970 en la que se produce una gran crisis económica internacional alimentada por la estanflación (paro e inflación elevados) y marcada por el declive de algunos de los mayores complejos industriales del fordismo. En 1985 cerrarán los Altos Hornos de Sagunto. Esta crisis debilitará enormemente el movimiento obrero y será aprovechada para lanzar una larga ofensiva de signo neoliberal. En el caso particular de España todo este proceso se dará durante los años de la Transición y se traducirá en una débil institucionalización y en una crisis orgánica del sindicalismo que seguirá latente hasta nuestros días. en España los sindicatos tendrán que afrontar las siguientes décadas sin el nivel de afiliación sindical que se da en otros países europeos y sin su misma fuerza negociadora blindada legalmente.

Fuera de España el movimiento sindical se verá también invariablemente abocado a un largo periodo defensivo, aunque en algunos casos las centrales sindicales y los partidos de izquierda tratarán de contraatacar y retomar la iniciativa si bien con resultados dudosos. En Francia, el primer gobierno encabezado por François Mitterrand en 1981 incluía en su programa la rebaja de la jornada laboral de 40 a 35 horas semanales, aunque finalmente solo se aprobó la jornada de 39 horas. La rebaja de la jornada laboral a 35 horas, sin pérdida de salario, se conseguirá más adelante, con la Ley Aubry en el año 2000, con el gobierno de izquierdas liderado por Lionel Jospin. Tan solo dos años después se celebran elecciones presidenciales y Jospin no logra siquiera pasar a la segunda vuelta. A pesar de que en los 20 años siguientes la jornada de 35 horas no ha sido revocada y ha resistido los embates neoliberales, primero de Valls y después de Macron, sí que ha sido modificada para flexibilizar su aplicación. Por otra parte, su cumplimiento ha quedado en entredicho porque la capacidad de los trabajadores para negociar la jornada con las empresas se ha visto mermada progresivamente bajo la amenaza de las deslocalizaciones y los cierres, más aún a partir de la crisis de 2008.

De regreso a nuestro presente, la lucha por la reducción de la jornada laboral se enmarca hoy en un contexto de franca erosión del movimiento sindical en las últimas décadas y tras reiteradas oleadas de contrarreformas neoliberales que han conducido progresivamente a debilitar la negociación colectiva y a precarizar las condiciones laborales haciendo disminuir los salarios reales y la participación del trabajo en la renta nacional.

Quizás sea precisamente desde la consciencia de esa posición de debilidad que se pretenda ahora avanzar en la reducción de la jornada laboral apelando a sus efectos positivos sobre la productividad del trabajo beneficiando así a las propias empresas. Sin embargo, la capacidad de seducción que este argumento pueda tener para la patronal choca al menos con tres impedimentos: en primer lugar, sobre la base del caso francés no hay evidencia empírica de un incremento global de la productividad en la economía si bien sí que la hay de que la reducción de la jornada sirvió para aumentar el número total de empleados. En segundo lugar, todo parece indicar que puede haber empresas y sectores donde una reducción de la jornada laboral tenga un impacto positivo en la productividad, pero ese efecto no tiene porqué ser ni simétrico ni unívoco, en unos casos funcionará y en otros no. En tercer lugar, aunque así fuera, sería una ingenuidad creer que todas las empresas estarían interesadas en incrementar su productividad reduciendo la jornada. La cruda realidad es que habrá empresas más interesadas en conservar el mayor dominio posible sobre el tiempo de sus empleados y que buscarán mejorar su competitividad por otros medios. De hecho, los límites de esa estrategia salen a relucir cuando se traducen en un repertorio concreto de políticas públicas. En 2020 el servicio valenciano de empleo, el Labora, una de las instituciones que más ha interés ha demostrado en ese campo, publicó el informe ‘El futuro del trabajo’ en que, para incentivar la reducción de la jornada laboral, un grupo de expertos propone medidas tales como conceder subvenciones públicas o entregar premios y trofeos a las empresas que voluntariamente se acojan a la reducción de jornada.

 Estos argumentos no suponen un rechazo de programas piloto que están empezando a ponerse en marcha por parte de algunas instituciones que pueden resultar interesantes y complementar una estrategia con un alcance más global. Sin embargo, debemos ser conscientes de que el marco actual de relaciones laborales está condicionado por una enorme desigualdad de fuerzas entre capital y trabajo, es decir, por una legislación que, cuando se cumple, lo hace salvaguardando los intereses de los primeros y desprotegiendo a los segundos que, además, también padecen las consecuencias de la erosión del movimiento sindical. Situarnos en la larga genealogía de luchas obreras que han tenido lugar en este país desde el siglo XIX es útil para comprender que lucha de los trabajadores por mejorar sus condiciones de vida y por dominar su propio tiempo, solo es posible cuando se cuenta con estructuras sindicales fuertes y con una legislación laboral que refuerce la capacidad de combate y de negociación de los mismos. Por ese motivo, sentar las bases de un nuevo marco de relaciones laborales es primordial y es lo que puede permitir a los trabajadores recuperar el terreno perdido y situarse en una posición desde la que alcanzar nuevas conquistas sociales. Esa es la lucha que está librando actualmente el Ministerio de Trabajo encabezado por Yolanda Díaz, y de lograrse será la victoria que nos permita alcanzar otras.