VALÈNCIA. El oficio de escritor es bastante miserable. Lo decía Bolaño en una mítica entrevista, lo sabe cada escritor cuando un libro tira de él y lo mete en una batalla desigual como la del perro tras su reclamo. “Lo practica gente que está convencida de que es oficio un magnífico ─añadía el malogrado chileno─ y ahí hay una paradoja bestial. Un equívoco bestial”. Con todo, el escritor sabe dónde está cuando escribe. Está a ras de suelo, en el barro. “Con el culo al aire”, como diría Alfons Cervera.
Lo más duro viene luego, cuando el libro está terminado o, más bien, el autor está terminado para el libro y éste concluye, lo abandona, toma rumbo propio como un hijo que sale de casa. Ahí empieza la terrible pregunta que se intenta esquivar toda la vida: ¿qué significa ser escritor? El ordenador se cierra y la batalla por la edición empieza. Ningún escritor que se precie (ni tampoco quien se lo tome a chirigota) está preparado para semejante broma: la que se le viene encima antes de intentar publicar un libro.
Culturplaza acude a la Nau de la Universitat de València para hablar de estos temas con Alfons Cervera (Gestalgar, 1947). Se puede ser más o menos fan de su obra, pero lo que no ofrece duda es que Alfons pertenece a la Resistencia. Tiene una escritura ondulante, nocturna, de palabras que rozan como algas. Su tema es la memoria y su técnica es el descenso en apnea. Su pulso es incansable: más de veinte novelas, cinco volúmenes de poesía, colaborador habitual de varios medios (Levante-EMV, Turia, El Viejo Topo, eldiario.es, infoLibre…) y coqueteos diversos hasta con el guión de cómic y cinematográfico. Cuando ya llevaba una década publicando, el despegue fue con Maquis (que se publicó en 1997, lleva siete ediciones y estuvo en el programa de oposiciones a cátedra de Enseñanza Secundaria en Francia), pero su exploración no se limita al periodo que califica como “mal llamada guerra civil”. Otro mundo (Piel de Zapa, 2016), su favorita, se pasea por el recuerdo de su padre y es tan lírica como el resto. Recuerda a la narrativa de Lobo Antunes y su juego entre varios planos consiguen que sus voces se metan debajo de la piel.
Empezamos con un manojo de preguntas (que pronto proliferan) y unas pocas respuestas que enseguida palidecen. Hablamos del mercado, del oficio, del compromiso y de lecturas que visitar y revisitar y que siempre nos retan para ser mejores personas. Es de los pocos autores que lee a sus amigos, una especie de “padrino”. Lo admite con su sonrisa de pan de leche y uno se pregunta cuántos aspirantes a escritor le habrán dado la brasa esta semana: tiene fama de no negarse a ninguna presentación. Huelga decir que no le da la vida para leer con tranquilidad a semejante plaga.
─Leo poco lo que ahora se publica. No es una boutade, aunque lo tomé así cuando se lo oí decir no sé si a Juan Goytisolo. Cada día se publican cientos de libros, de toda clase, de todos los géneros. No podemos llegar a tantos. Por eso selecciono cuanto puedo. Tengo muchos amigos que escriben y entre ellos hay mucha literatura decente. Por eso son esos amigos y amigas una de mis fuentes de lectura. Y, sobre todo, acostumbro a releer, a releer constantemente. Y me voy, cómo no, a esa escritura eterna que desde siempre te enseña a leer y a escribir. Y hasta a vivir. Siempre fui un lector ecléctico, sin caídas fijas en ningún género y mucho menos en lo que aconseja -casi siempre interesadamente, con la complicidad del mercado- el canon literario. Me gusta ir a mi bola. Ahora mismo estoy releyendo mucho a Simenon, en las viejas colecciones (maravillosas) de los años cincuenta. Y a Jean Ray, ese escritor tan fantasma él mismo como los que él sacaba en sus cuentos y novelas. Y los relatos de Ross MacDonald protagonizados por el detective Lew Archer. Y a esa escritora, que murió joven y hoy está más que olvidada, que se llama Mercedes Soriano. Y qué me dices del gozo de volver siempre a Tolstoi, a Faulkner, a Virginia Woolf, a Stendhal o Thomas Bernhard… Y entre lo nuestro esa literatura que necesito como el agua: Joan Vinyoli, Andrés Estellés, María Beneyto, y aquella pequeña joya hoy también bastante borrada de nuestro mapa literario y sentimental que es Matèria de Bretanya, de Carmelina Sánchez-Cutillas… Y no para leer enteros a ninguno de ellos, no me hace falta, basta con unas pocas páginas para que, mientras estás leyendo, te parezca que las nubes vuelan a ras de suelo…
─ ¿Cómo trata el mercado a los autores que escriben como Sánchez-Cutillas o Mercedes Soriano? ¿Está el mercado sobresaturado?
─La gente no se cree lo poco que se vende, el libro electrónico ha fracasado porque las nuevas generaciones no leen. O leen en otros formatos y otra clase de escrituras. El otro día supe que en España hay un 65% que lee un libro al año. Imagino que eso es poquísimo. Pero, en todo caso, lo importante a mi entender no es cuánta gente lee sino qué lee la gente que lee. Y ahí juega el mercado capitalista sus reglas. Hay que vender como sea, y la mejor manera de vender como sea es etiquetando los productos como en un supermercado. Y en ese etiquetado destaca, claro está, esa literatura que se consume igual que si se estuviera consumiendo una hamburguesa de domingo por la tarde en un McDonald’s. La literatura pálida, como me gusta definir esos productos literarios. Si te fijas, verás cómo en las librerías abundan en primera fila los libros gordísimos. El mercado sabe que la gente tiene poco dinero y sabe también que compra pocos libros. Por lo tanto, tiene que ofrecer libros de “peso” a buen precio. Y claro, entre comprar un libro de ciento cincuenta páginas por veinte euros y otro de ochocientas por el mismo dinero… Antes se compraban libros a metros, para llenar el hueco en los aparadores de recién casados. Ahora se compran a peso… En fin…
Le comento que hay una paradoja imposible de superar en este punto. El autor literario, ese artesano “suicida” al que apelaba Bolaño, no sabe las reglas, si las supiera estaría hecho de otra pasta, acanallado, con másters que se pronuncian en inglés, siglas y escuelas de comercio en el currículum. Sonrisa de ganador. Pero un escritor elige perder.
En cierta medida, es un oficio imposible, añado, como el del médico. Un esfuerzo denodado en una batalla perdida de antemano. Un rapto de omnipotencia que pronto se desinfla y lo estampa a uno contra el suelo.
─No entiendo una cosa que me suena rarísima: ¡cuánta gente quiere hoy ser escritor o escritora! Entendería mejor a quien quiera ser actor o actriz, o cantante… No porque esas profesiones (a las que tanto admiro y entre las que tengo grandes amistades) lo tengan más fácil, claro que no, sino porque al menos tienen visibilidad en lo que hacen (cuando lo hacen, claro). Pero un escritor…La presencia pública del escritor ha de estar en función de su trabajo en solitario y, al menos en mi caso, de lo que ese trabajo puede suponer para ocupar un espacio social en el territorio del compromiso político, ideológico y social. La literatura o es compromiso o es poca cosa. Es lo que yo pienso y sé que eso no tiene por qué ser compartido por nadie más. Soy el mismo cuando escribo y fuera de mi escritura. Me cuesta entender eso de la esquizofrenia del escritor. A lo mejor no tengo razón, pero ya digo que me cuesta entender que la escritura es una cosa y otra muy distinta y hasta contraria la vida de quien escribe.
En su despacho de la Nau, donde prepara el Fòrum de Debats junto a otros técnicos culturales, parece una rara avis. Habla de estos temas con la hechura de quien los ha pensado ya muchas veces y los tiene superados. Pero se le escucha, no obstante, con un punto clandestino. Si hubiera habido una hoguera en la que calentarnos las manos y un libro que recitar de memoria, hubiéramos sido personajes de Bradbury. Se lo señalo, pero él prefiere citar a Onetti, quien distinguía entre los que escriben y los que quieren ser escritores.
─La figura del escritor me interesa poco o nada. Me interesa mucho más, como decía Onetti, la solitaria figura de quien escribe, sin ningún ánimo, además, de convertirse en Faulkner. O lo que es peor: con el ánimo de convertirse en Paulo Coelho o en émulo sin paliativos de ese disparate que son las no sé cuántas sombras de Grey (ya no sé, de verdad, por cuántas van) y atrocidades parecidas.
La perplejidad le da una expresión más redonda a sus carrillos, oscila entre la ingenuidad y la malicia. En este punto se hace fácil aludir al mito del escritor como un oráculo, un visionario, alguien a quien todo el mundo cita: la ansiada fama que ciega a las nuevas generaciones.
─Pero si no son famosos ─insiste─, no salen en la tele, nadie ve más que a periodistas y políticos en esa carnicería periodística y moral que son las tertulias televisivas.
No le basta, así que nos metemos en la segunda respuesta más fácil: el narcisismo. El tiempo de la autoexhibición constante. De los selfies y los likes.
─Se banaliza todo ─responde finalmente con amargura─. Estamos en el tiempo de lo banal. No hay un modelo de escritor como un artesano, una persona de oficio, sino que estar en Amazon es su objetivo definitivo… Nadie quiere leer, si leyeran todos los que escriben estaríamos salvados, seguro que el porcentaje general de lectura pasaría muy por encima del 65%. Yo antes iba mucho a Clubs de Lectura y me parecía un trabajo apasionante. Sin embargo, ahora veo cómo esos grupos se han convertido en Clubs de Escritura: prefieren escribir a leer. Y no lo entiendo. La única manera de llegar a escribir decentemente es leyendo, leyendo sin parar esos libros que nos enseñan a ver el mundo de otra manera, a ser incluso mejores de lo que somos, y no hablo de esa literatura ─especie de autoayuda camuflada─ que se alimenta cruelmente de la adolescencia o de gente madura que ha descubierto sus carencias afectivas cuando el tiempo ─al contrario de lo que cantaban los Rolling Stones─ ya no está de su parte…
Los Talleres de Escritura… Si él tuviera que enseñar en esos Talleres se lo tomaría con calma: primer trimestre, lectura de Anna Karenina. Tres meses de lectura y análisis. “Y no les permitiría escribir ni una línea. Después, Faulkner, luego Galdós…”. Y un largo etcétera. A menudo le llegan originales donde, si se muestra un poco crítico, hay un silencio rotundo por respuesta, “cuando yo lo que quiero es que me digan qué le falta o le sobra a mi escritura”.
Aspirantes ansiosos o infantilizados. Un mercado falso, inflado a costa de eso tan cruel a veces que es la autoedición, aquí o en cualquier país de Europa. Una velocidad de vértigo. “En los años 80, una novedad significaba tres meses en el escaparate: ahora te dan una semana”. Libros que desfilan como revistas. Y una banalización de la cultura que lo devora todo, no sólo la literatura, ¿terminaremos memorizando títulos para salvarla?
─Sí, de verdad que me preocupa el proceso de banalización que estamos sufriendo. En todos los aspectos. En todos los oficios. También en la literatura. Hace unos años, se acercó a la caseta donde yo estaba en la Feria del Libro de Valencia. Y le dijo a mi compañera de “firma” que por qué no se apuntaba al grupo de internet que ese tipo estaba coordinando: “Ya somos más de cuatro mil poetas”. ¡Cuatro mil poetas, dijo, y se quedó tan pancho! Si Borges se contentaba con cuatro: Quevedo, Browning, Unamuno y Walt Whitman.
Nos despedimos en la puerta de la Nau pero un veterano, Miguel Morata, recién jubilado de la mítica Librería Primado, se añade y estiramos la tertulia. Es gracias a resistentes como él que las librerías siguen abiertas, a beneficio cero. “Se publica mucho por el narcisismo ─ataja Miguel─, el afán de ser alguien a muy bajo esfuerzo”. Su sonrisa es la de siempre, pero tiene una serenidad nueva, una cualidad flotante, que perdura. Sigue en el mundillo pero ahora desde la barrera, le ha sentado bien librarse de esta batalla por la supervivencia. Ilustra la historia de una poetisa que le pidió permiso para dejar su montón de ejemplares en el mostrador mientras confesaba que no había leído poesía desde el bachiller. Tres meses más tarde los recogería intactos con una mueca de desdén.
Es fácil enredarse aquí con Zygmunt Bauman y su sociedad líquida, pero el tiempo se consume y hay que dejar la reflexión para otro día, quizá para uno de sus encuentros en el Fòrum de Debats. No deberíamos pecar de snobs, enfadarnos con los autores low-cost mientras ellos sean víctimas también de un enorme engaño. Se comercializa la omnipotencia y el pelotazo, concluimos. Los bancos están llenos de eslogans que rezan “adelante”, “tú puedes hacerlo”. Mr Wonderful inunda el mundo de libretas “no te pongas límites”. En la era de la psicopolítica y el plusmarquismo, todos picamos el anzuelo.
Ambos desaparecen pronto hacia el salón de actos de la Nau, el debat de esta tarde empieza enseguida. El sentimiento que deja la charla con Alfons es agridulce, pero más dulce que agrio.
Quién necesita cuatro mil poetas. Mientras existan personas como Alfons o Miguel, la Resistencia está garantizada.