Está siendo un verano de virulentos episodios climáticos. Los incendios en Grecia, Turquía y California. Las inundaciones en Alemania. Las olas de calor en Noruega y Canadá. Episodios de dramáticas consecuencias naturales y humanas. En ese contexto, el esperado informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC, en sus siglas en inglés), vio la luz esta semana.
El veredicto del IPCC señala sin matices la responsabilidad de los gobiernos, la imposibilidad de una vuelta atrás a una normalidad sin catástrofes y la necesidad de actuar de manera inmediata para frenar una degradación planetaria que amenaza la continuidad de la vida.
La publicación del informe al mismo tiempo que se anuncia la intención de aumentar todavía más la capacidad de los aeropuertos del Prat y de Barajas —y también la del Puerto de València— está provocando una situación que sería hasta cómica si no se jugase con la salud y la seguridad de las personas. Hemos llegado a escuchar, en el caso de la defensa de la ampliación del Prat, que se construirá “el aeropuerto más verde del mundo” e incluso, que dicha ampliación es una “oportunidad para reducir las emisiones”. Es como intentar curar la obesidad comprando pantalones más grandes, para así poder comer de manera aún menos saludable.
El discurso a favor de la ampliación del Prat está también marcado por cierto elitismo económico. El argumento oficial se basa en atraer a personas ricas en capital financiero o humano —talento e inversores—, con vuelos internacionales en conexión, que supuestamente impulsarán el crecimiento económico de la ciudad y su área metropolitana. ¿De verdad Barcelona necesita más aviones para ello? ¿No es mejor como ciudad concentrarse en mejorar la calidad, la sostenibilidad y la cohesión de la metrópolis? En un momento en que los más ricos migrarán por razones climáticas al ser los afortunados que pueden elegir; si se busca atraerlos, ¿no es como pegarse un tiro en el pie devaluar todavía más la calidad del medioambiente local?
La necesidad de actuar de manera urgente para frenar el daño climático a escala global nos tiene que empujar a repensar el rol de las infraestructuras en la economía del mañana. En un artículo reciente propuse, por ejemplo, una moratoria de 10 años a la construcción de nuevas infraestructuras que no demuestren su estricta sostenibilidad.
También me parece imprescindible incorporar al debate público la relación entre desigualdad y degradación medioambiental. Aunque la palabra desigualdad (inequality) solo aparece mencionada 3 veces en las más de 3000 páginas del informe del IPCC, la relación entre desigualdad y cambio climático es relevante y funciona en los dos sentidos.
Está demostrado (como referencia, este informe del Banco Mundial) que las personas más pobres son las que más sufren los impactos negativos del cambio climático: con propiedades no aseguradas, imposibilidad de migrar, lentitud en la reconstrucción y recuperación económica, etc.
Lo que no es tan evidente pero sí importante, es que la desigualdad es también causante del daño al medioambiente. Cada vez hay más pruebas que indican que los países ricos más desiguales generan mayores niveles de contaminación que sus equivalentes más igualitarios. Crean más residuos, comen más carne y producen más dióxido de carbono. El 10 por ciento más rico de la población mundial es responsable de alrededor del 50 por ciento de las emisiones mundiales. Sin embargo, en los países que tienen una mayor igualdad de ingresos, como Alemania, Japón y Corea del Sur, no sólo los ricos contaminan menos, sino que la contaminación es menor por término medio.
Eso se puede explicar porque las sociedades más desiguales, urbanamente segregadas y dispersas en el territorio, con sistemas de transporte público menos inclusivos, disparan las emisiones relacionadas con el uso del automóvil privado. Culturas más individualistas infravaloran la importancia del medioambiente como bien común y priman decisiones de consumo más contaminantes, sobre todo las de aquellos que tienen más: por ejemplo, llenando las piscinas de agua en sequía o volando en primera.
No hay alternativa a tomar decisiones urgentes para reducir las emisiones y eso deberá significar también reducir las desigualdades globales. Es nuestra responsabilidad y requiere, en el mundo de hoy, invertir más en personas que en infraestructuras.