En la normalidad se está a salvo de lo extraño. Queremos ser normales. Desde la infancia pensamos que lo somos porque lo extraño, lo monstruoso, siempre es asunto de los demás, de aquellos que están fuera y están lejos. Todo va bien mientras alimentamos esa fantasía. Velocidad de crucero. Pero la vida nos enseñará tarde o temprano que lo extraño habita cerca, en el lugar donde crecimos o nos hemos instalado, en nuestros ritos y manías. Quizá en quienes queremos o nos quieren. Y dentro de nosotros mismos, por supuesto.
La literatura se ocupa por entero de este territorio y de esta conmoción. Según David Lynch, una obra de arte debe mostrarnos simplemente que el mundo es un lugar muy extraño. Pero últimamente el mundo se ha graduado en arte y se dedica a mostrarse a sí mismo sin mediadores, ya no hacen falta artistas que lo descifren.
Estos días volvemos al toque de queda y ya nadie duda que la normalidad se escurre lejos de lo corriente. Es una mala imitadora de lo que recordamos. Hay trozos del mundo en los que se nota más y otros menos. Orillas quietas y zonas en las que se sienten rabiosamente los cambios. Pienso en el verano y pienso que está hecho de aeropuertos y siestas, pero no encuentro nada en su sitio este año.
Aeropuerto.
Viajo a Palma para visitar a mi tía de noventa, que ha aguantado año y pico de encierro en su residencia y camina como una refugiada de guerra. Tiene permiso para salir sola del centro y miraremos la bahía desde el bar que hay en el bloque de al lado. Se reeditan los encuentros familiares aunque pidan pasaporte Covid y algún que otro sobresalto. Alguien ha dicho que ya se puede y, si no fuera así, igualmente lo haríamos. Cojo mi primer avión en dos años pero pronto me siento una figurante de una peli de época: volar parece un ritual remoto, arqueológico.
El aeropuerto está tan vacío que me invade la congoja de los espacios desiertos. Puertas de embarque de la 13 a la 22 sin un alma en las filas de bancos. Me angustia que estén fijados al suelo, pero no lo he sabido hasta ahora. Intento encontrar la belleza de los lugares despoblados, la elegancia de las máquinas que sedujo a Marinetti y los futuristas del siglo XX. Un avión se desplaza por la pista a velocidad constante y se me antoja un movimiento hermoso, que irradia control. Me visita la sensación de privilegio que le espera a un visitante en un museo pequeño o perdido, la ilusión fácil de ser un turista pionero, de la época en la que el turismo no había sido bautizado. Pero aquí ni siquiera hay nadie detrás del mostrador. He sentido un punto de pánico al llegar porque parecía que se me hubiera olvidado dónde ir primero y dónde luego (mostrador, pantallas murales, seguridad, puerta de embarque). Al venir sola, me he dado cuenta de lo mucho que dependo de Rafa para las cosas prácticas y del rebaño para calmarme. La presencia de las personas aporta normalidad, permiso: me liberaría de la duda, ¿será que volar todavía es pecado? Minutos antes he temblado hasta escucharle a la mujer de Iberia que no hacía falta PCR. En una funda de plástico llevaba mi pasaporte vacunal pero no le ha interesado a nadie, ni en Valencia ni el Palma (terminaré el viaje como esos niños que aspiran a un elogio por alguna pequeña hazaña y no logran la atención de los adultos). El anuncio de una clínica privada y sus pomposas pruebas Covid me había intimidado al franquear la puerta en Manises, pero nadie me tomará ni la fiebre. Los viajeros, pocos, van llegando. Hablan en susurros, impresionados quizá por el eco de la gran terminal vacía. Tras el cristal ovalado e inmenso se ven operarios, coches, grúas y pasarelas que hablan de que el hormiguero está en marcha otra vez. Debería alegrarme y no lo consigo, ¿era esto lo que estábamos deseando?
Siesta.
“Bueno, me levanto…” Pero no me levanto. Rafa me ha dado la mano para que me quede y la perra, que se ha colado entre nosotros, hunde su hocico en mi pantorrilla, ¿de veras quiero levantarme? Pronto oigo su respiración pedregosa, profunda, que bordea un ronquido y sé que la siesta es la médula del calor. El nudo. Como el hueso del melocotón, la siesta concentra la carne del verano alrededor, es su tope, la meta de un mordisco jugoso. Se trabaja tanto y tan duro hasta llegar aquí. Ayer era Rocío la que miraba conmigo el techo desde la almohada y me decía “es un gran cargador”. Callé, un poco perpleja. “La cama, es un cargador gigante, mamá” El fotograma terrible de Matrix me vino a la cabeza pero no dije nada. Y sufrí una pequeña conmoción donde cabía el asombro y la tristeza. Tristeza de estar tan lejos de sus trece años, de una generación que mide su mundo en función de artilugios digitales, que ya no hará las mismas metáforas que la mía.
Quién me iba a decir que los aeropuertos no parecen futuristas pero la siesta sí, parece que gira con el siglo. El calor es narcótico y lo difumina todo, es lo único que resiste el paso de las épocas. La canícula ha aplastado mi voluntad pero puedo pensar tonterías como esta, cosa que me calma de tan familiar. Examino a Rafa dormido con el móvil encima y sigo su oscilación según inspira y espira. Los airpods reproducen en su oído el sonido de una lluvia que ya fue, que no está cayendo ahora en ninguna parte. Yo me resisto a que mis siestas sean tan modernas: a mí cuando me duermo me resbalan libros, lápices, marcapáginas hechos con limas de uñas o tickets de compra. Un puñado de objetos en vías de extinción, exóticos dentro de nada, piezas para un museo.
Pensamiento artesanal.
Rafa se ha quedado dormido con el índice en la boca como si pensara. Pensar es su gran ocupación, me digo, quizá también sea un trabajo amenazado. Sueño y delirio traen nuestro quehacer central a la vista como la espuma del tiempo. Los psicóticos deliran igualmente con sus oficios y siempre suenan un poco vetustos en el hospital: hay quien pide el alta para ir al huerto, quien se angustia porque debe abrir su botica o tejer cestas de enea. Ojalá pensar no sea pronto tan decorativo como las cestas de enea. Según los vaticinios, los algoritmos nos tomarán el relevo en unas cuantas décadas y tomarán decisiones mucho más acertadas. De nuestros pensamientos, para entonces, ¿qué se dirá? Reflexión natural, origen 100 % humano. Hecho a mano.