la encrucijada / OPINIÓN

Separados

14/04/2020 - 

No forma parte de los síntomas del virus, pero sí de sus consecuencias. Confinamiento equivale a separación. A alejamiento de lo que deseas, por más rutinaria que fuera su presencia en el pasado. Nos hemos separado de familiares, de amigos, de colegas. Los ecosistemas sociales analógicos se han disuelto.

Padres con hijos en otras ciudades o países. Abuelos que ya no recogen ni cuidan de sus nietos. Parejas que consumen su afecto sin abrazos ni besos. Seres queridos que se marchan para siempre sin apenas compañía. Personas mayores que, sin apoyo externo, -las grandes ciudades son en ocasiones muy crueles-, se aventuran a proveerse de alimentos y medicinas con el inevitable temor de que el coronavirus les aceche.

La separación refuerza con grueso trazo la sensación de estar incompletos. Sabemos que es provisional, pero desconocemos hasta cuándo permaneceremos enclaustrados. La incompletitud devalúa el ánimo. Descubrimos que, junto a las grandes y buenas noticias, aquellas que eran más modestas también importan porque, aunque no las percibiéramos como relevantes, aportaban novedades gratificantes. Los encuentros, las visitas, las idas y venidas para cuidar de los más pequeños, los buenos días de los compañeros de trabajo y las pequeñas anécdotas que te levantaban una sonrisa, los aniversarios y esas paellas del domingo bajo un azul primaveral que alentaba chistes y burlas amistosas.

Y, ahora, el Covid-19 también nos ha alejado al impedirnos la celebración comunitaria de la Pascua. Esa Pascua valenciana que supera los símbolos dolorosos de la Semana Santa centrándose en los jubilosos que abarcan desde el Domingo de Resurrección hasta el día de san Vicent. Fechas que siempre han constituido un desahogo, incluso en etapas del pasado cercadas por el más estrecho beaterío. Porque, aunque puede que ya sean cosas que se desvanecen, muchas parejas y amistades han emergido de las pandillas, las excursiones, la compartición de la gastronomía pascual, los bailes improvisados en descampados, casas de campo y playas.

Se distancian las personas y lo hacen los países. China, Estados Unidos y la Unión Europea son o han sido epicentros de la pandemia. Sin embargo, nadie convoca un G-20 o un G-7. Ensimismamiento de los actores internacionales. Con el mismo mal dentro de sus respectivas casas, con las mismas consecuencias sobre la mesa, silencio y aislamiento mutuos.

Se distancian, al menos en España, los responsables públicos. Pedimos unidad a Europa para que mutualice su apoyo a los países más afectados de la Unión, pero aquí la tregua política inicial, forzada por el inicio de la pandemia, se desguaza a ojos vista. Los muertos comienzan a emplearse como arma arrojadiza. Se intenta la transformación de los errores propios en ajenos. ¿Nos harán caso desde fuera si el lenguaje de la división es lo que nos caracteriza desde dentro? ¿Se puede reclamar solidaridad externa, cuando se regatea con avaricia la solidaridad interna?

Observamos otros alejamientos. Sorprende que sea noticia el traslado, desde Soria al hospital de otra comunidad autónoma, de un afectado por la pandemia. Que lo sea porque se trata del único caso conocido. Hubiesen podido existir más porque la incidencia del coronavirus muestra intensidades territoriales diferentes. Pese a ello, la compartición de recursos ha sido mínima.

Alguien abogará pronto por la recentralización de las competencias sanitarias; pero no, no es eso. Lo que necesitamos es que las CCAA vecinas lleguen a convenios de cooperación mutua ante casos de emergencia; y, a continuación, que se establezca un segundo nivel de pactos, entre las CCAA y el Ministerio de Sanidad, para fijar claramente la colaboración cuando no exista vecindad, pero sí necesidades inaplazables de recursos sanitarios en cualquier punto del territorio. En España, las instituciones hablan muy poco entre sí y parecen más castillos que avenidas intercomunicadas. No necesitan del Covid-19 para distanciarse, porque se han acostumbrado a trabajar tomando como principales referencias su espacio competencial y relaciones esporádicas con otras administraciones cuando no hay más remedio.

Al remate, el confinamiento obligado sólo lo padecemos los ciudadanos. Otros, con mayores obligaciones públicas que nosotros, se han recluido por propia voluntad, desde hace tiempo, en sus respectivos cuarteles y parecen gozar, no sólo de su deliberado aislamiento, sino de la amplitud de los fosos que les distancian de aquéllos que son sus colegas, no de ideología, pero sí en la responsabilidad de aportar soluciones rigurosas al primer problema del país.

El día después del estado de alarma, cuando recuperemos la normalidad, todos sentiremos la alegría del reencuentro. Incluso experimentaremos la calidez de los desconocidos, porque los buenos días o las buenas tardes brotarán con mayor frecuencia que en el pasado. Perdonaremos enojos que sentíamos hacia otras personas porque nos unirá el sentimiento de ser supervivientes. Acabaremos rápidamente con las distancias, salvo las que nos recomienden las autoridades sanitarias, y nos aprestaremos a la recuperación económica y del empleo. Afrontaremos sacrificios para conseguirlo, pero los aplicaremos y los superaremos más pronto que tarde.

Si ese es el horizonte, que no espere nadie nuestra comprensión si, en las más altas esferas de decisión y diálogo público e institucional, lo que brota es la siembra de batallas estériles, la estética del puñetazo dialéctico y del menosprecio sistemático. También el confinamiento sectario tendrá que seguir la vía de aproximación que trazaremos los ciudadanos: para evitarle repudio y evitarnos vergüenza ajena.