Durante la pandemia mundial, Donald Trump ha escenificado el fin del liderazgo de Estados Unidos. Su nacionalismo mal entendido, como suele ocurrir con los nacionalismos, está pasando factura en su nación.
Me explico: durante muchísimos años hemos visto en las películas de Hollywood cómo los estadounidenses se enfrentaban a extraterrestres, meteoritos, zombies, supervillanos o científicos locos cuya intención era destruir nuestro planeta. Las naves nodrizas se posaban sobre la Casa Blanca y aunque también bajaban a Nueva Delhi, los indios no hacían nada. Correr entre las calles llenas de especias chocándose con vacas y esperar a que Estados Unidos diese instrucciones. Los meteoritos caían también en Nigeria además de en Nueva York, pero ¿qué van a hacer los nigerianos, pobres, contra un meteorito? Esperar a los marines americanos, claro. Los villanos ponían bombas en Los Ángeles y en Roma, pero los italianos saben mucho de pizza y poco de supervillanos, por lo que se encomendaban a los exboinas verdes que sí sabían de verdad. Resumiendo: en estas películas eran siempre los norteamericanos los primeros en reaccionar y los únicos con valor y medios para salvar a la humanidad del desastre.
Se dice pronto: salvar a la humanidad.
Recuerdo el discurso del presidente de EE.UU. (interpretado por Bill Pullman) en Independence Day, probablemente la película donde mejor se aprecia la megalomanía americana y su autoproclamado destino heorico. En ella le habla a unos militares, pero en sus palabras vemos que le está hablando al mundo entero. Su vocación es la de luchar por la Tierra, no solo por su país. Durante muchos años así fue: Estados Unidos lideró la lucha global contra los comunistas, contra los rusos o contra el terrorismo islámico. Contra todo aquello que creían pernicioso para el orden mundial, lo fuese o no.
Estados Unidos se veía a sí mismo como el capitán, el líder, el salvador de la humanidad.
Pero entonces llega Trump a la Casa Blanca con su America First y su merchandasing nacionalista de gorritas, banderitas, pins y caras pintadas. Y una pandemia global, tan similar a esas películas de catástrofes, se extiende por nuestro planeta. Pero Trump no va a ser ese líder que salve a la humanidad del desastre. Trump está demasiado ocupado encerrando mejicanos o metiéndose con las feministas.
Vamos a imaginar la pandemia con Obama como presidente. O con George Bush. Con Clinton o con Reagan, qué importa. Puedo imaginarme a Obama dando un discurso al mundo, hablando de unirnos todos en la lucha como hace Bill Pullman en la película. Puedo imaginarme a Bush, iluminado, atacando a los países culpables de que Dios mande una pandemia. Puedo imaginar a cada presidente anterior dirigiéndose al resto de países en un discurso oficial, asumiendo su papel de cabecilla.
Sin embargo, es difícil imaginarse a Trump ante un auditorio diciendo algo que no suene a broma. Sus mayores éxitos son que la pandemia es una gripe más o que se cura si nos inyectamos desinfectante. Ni una palabra al mundo o al desafío común. Ni un intento de organizar o gestionar la crisis mundial. Al contrario, sus tejemanejes para conseguir las vacunas antes que el resto de países, de forma unilateral, deja muy claro que estamos ante la ley de la selva, verdadero paso ideológico del nacionalismo: si no como, me comen.
Estados Unidos ni está ni se le espera. Porque la vocación de este país ha cambiado: America First! Los americanos siempre lucharon por sus propios intereses, eso es innegable, pero su destino como país, en estos momentos, es muy diferente.
¿Es esto bueno o malo?
Pues no tengo ni idea. Solo pongo el foco en el hecho de que hay un tipo de nacionalismo bastante paleto que en nombre de la patria se carga la patria. Porque con Trump, por mucho que lleve gorritas con la bandera americana, Estados Unidos ha perdido su hegemonía política mundial. Ha pasado de ser el país al que mirábamos esperando que hablara, al país del que nos mofamos cada vez que su presidente da un discurso.
Será difícil que los americanos vuelvan a tener la misma credibilidad tras Trump y su gestión de la pandemia rozando el ridículo. Pero no echemos la culpa a Trump. Trump es solo un ególatra de color extraño que ha ganado las elecciones. Él no tiene la culpa de que lo hayan votado. Él no tiene la culpa de haberse convertido en símbolo de unos tiempos convulsos en los que el mundo giró la cabeza hacia Asia mientras el presidente de Estados Unidos, ajeno a todo, se hacía el graciosete en Twitter.
(A mí el nacionalismo de Trump, de Bolsonaro, o incluso el de Vox, me recuerdan mucho al de Chavez o Maduro en Venezuela, aunque les sepa mal la comparación. Abascal no lleva chándals con la bandera (tiempo al tiempo) pero su escalada de mascarillas con la rojigualda, por ejemplo, me produce mucha pena. Principalmente porque soy español y mi bandera acaba pringada de su racismo, machismo e intolerancia. Los souvenirs patrioteros les tapan a la gente real que vive y trabaja por el país y que ES el país mucho más que los himnos. Pero sobre todo porque nacer en un país no puede ser tu mayor logro. Y si así es, si ser nacido en un país es aquello de lo que más orgulloso te sientes, es de una gran tristeza lo poco que has conseguido. Igual deberías hacer algo con tu vida.)