tribuna libre / OPINIÓN

Un nuevo paradigma

2/07/2021 - 

El debate entre lo viejo y lo moderno se desgrana entre el recuerdo y la utopía, entre lo amargo y lo imposible. Desde el tempus fugit de Ingmar Bergman (Fresas salvajes) hasta la nostalgia de Jim Jarmusch (Mystery train), desde la mirada melancólica de Tati, al bisturí no-existencial -o prospectiva- de Antonioni, que precede al nuevo mundo ya aceptado de la Roma de Fellini. Nadie como un bardo o un filósofo para descubrir la realidad.

Dice Philipp Blom en sus Años de vértigo que nuestro siglo se asemeja de manera irremediable al anterior. Sobre todo en los tres primeros lustros. Habla de lo viejo, de lo nuevo y de los cambios, de las bases que se sientan en el camino y que concluyen –casualidad/causalidad mediante- en la I Guerra Mundial. Blom no predice ni la guerra, ni la pandemia, ni ningún efecto parecido. Él simplemente advierte de lo similar de dos periodos. Y a partir de aquí el recuerdo de la Bauhaus, de Duchamp y su urinario (ready-made), del misterio y la atonía del Cabaret Voltaire de Zurich, del dadá, de Tristan Tzara y del vergel inoperante de Breton. Del vértigo a la fractura y a un nuevo paradigma cultural que se focaliza en el objeto, en el ítem, en lo físico, en el hito perceptible, en aquello que se palpa. La metamorfosis del soporte, la intención y la soberbia. La cultura ya no existe, ha mutado a su contrario, ha olvidado su razón irrazonable. La contracultura, la vanguardia, devenida institucional, ha aceptado el nuevo clash como ortodoxia posmoderna.

Foto: ALFRED STIEGLITZ

Que el inicio de ambos siglos se asemeja es evidente, que la guerra y la pandemia son de alguna forma intercambiables, una realidad. Que asumimos la fractura, previsible. Otra vez lo viejo. Otra vez lo nuevo. Otra vez aquel inconformismo y su nostalgia, y el recuerdo del papel, del keroseno y de los lienzos de colores. Sin embargo, la academia ya ha aceptado a Beuys, a Luiselli, a las urnas con ovejas embalsamadas y a las pelotas de Spalding suspendidas en un líquido sin nombre. Todo vale. Y sin embargo la fractura se ha erigido en una herida que no sana, una alarma del paciente que fenece. Este es el momento de emprender nuestra avventura.

A partir de la Gran Guerra, el concepto de cultura se evapora, el objeto se disipa, el proceso (creativo) se convierte en radical. Ni siquiera el espíritu de artista -individual o colectivo- permanece.

A partir de la pandemia, la fractura mutará sin incidir en el objeto, en el proceso y su actitud, en el deseo del artista de erigirse en tótem de lo nuevo. La sustracción de lo moderno se ha gestado en las aulas -son tantas las normas del que solo cree en lo eterno. Quedará certificado que el objeto o el artista o la cultura son iconos sin capacidad de maniobra, que la fuente de este nuevo paradigma es el canal, el concepto y la retribución, y en esto –sí, aquí también- van a ser fundamentales los motores permanentes de este siglo: internet y sus aplicaciones (apepés para neófitos).

Admitámoslo, no obstante. Estos dos modelos coexisten –no miremos a otro lado-, aunque en breve primará lo nuevo, y el canal online, que ahora solo vende lo tangible con la firma, quedará pronto al servicio del artista irreverente, del outsider que prescinde de los ritos, las costumbres y el paisaje avejentado, y la obra cada vez será más virtual, y el artista perderá su nombre ante la oferta y la demanda, y la avalancha de modelos y de artistas y de obras, y de ahí que la experiencia se anteponga así a la marca, y lo artístico no será tan físico sino efímero, una experiencia digital, igual que las colecciones, convertidas al esquema de lo transversal y sostenible, a lo etéreo e interdisciplinar, un ejemplo de la nueva confusión -el esprit de nuestro tiempo. No veremos tantos cuadros como imágenes, sonidos o experiencias sensoriales que el espectador adaptará según su humor, su condición y su deseo, algo así como personalizar el algoritmo de la poesía al encefalograma registrado.

La cultura sufrirá un nuevo big bang y el entretenimiento pasará también al gran catálogo del arte, para lo bueno y para lo malo, en la salud y en la enfermedad. Y como ya no existirá ni la cultura o la incultura, todos nos convertiremos en apóstoles de lo acultural, en adeptos al anonimato de un hecho artístico tan nuevo como impersonal porque no habrá artistas superstars –o marcas-, porque ya no habrá canales como antaño, ese filtro-intermediario castrador del creativo. Y dado que lo cultural no prescindirá jamás de lo exclusivo y que este nuevo paradigma no será remunerado, el artista –creador- se convertirá en el objeto artístico renovado, o lo que es lo mismo, una nueva versión del antiguo mecenazgo. Y muchos artistas –creadores, insisto, por ser extensivos- se convertirán en alquimistas de experiencias al servicio de unos pocos, que serán los que alimenten la exclusividad del hecho artístico, los nuevos Esterházy de los nuevos Liszt. ¿Y además? Además habrá otros creadores que serán artistas for art’s sake, es decir por el placer de serlo, a mayor gloria del arte o de sus expresiones, y no obtendrán más beneficio que el aplauso de la masa, a través de otro canal más líquido y accesible que se reafirmará en su elemento evolutivo, como el Dorian Gray de Wilde.

Óscar Wilde.

¿Y después? Los caminos convergentes de lo viejo y lo moderno, y una enorme colisión, y la victoria de lo nuevo –que es la tendencia que siempre gana-, y llegará el momento en el que solo quede optar por el sendero único, la aceptación de una nueva realidad –la de la Roma de Fellini- y la necesidad de dejar atrás la perspectiva del eterno atormentado que camina entre dos siglos -o dos turbios paradigmas-, de olvidar al Newland Archer de La edad de la inocencia que sucumbe ante lo nuevo sin dejar de estar anclado en todo aquello que no lo es. Bref, tendremos que aceptar -como afirmaba Pieter Geyl- que “las guerras suelen tener el efecto de acelerar el proceso de la historia” y que –añado yo- luchar contra los procesos irreversibles quedan abocados al destino de otra guerra más cruenta. Todo cambio es el inicio de un final. Que se opere de manera armoniosa es cuestión del ser humano.

Digo yo que quizá es un buen momento para releer a Whitman. Por humano, iconoclasta y armonioso. Nunca fue tan necesaria la visión antropocéntrica del primer bardo-filósofo.

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