VALÈNCIA. Tras años y años de experiencia, he desarrollado una gran habilidad en el complejo arte del fracaso. En las grandes decepciones existenciales y en los pequeños chascos rutinarios. Me hipnotiza la épica y los tabús que lo envuelven, la relación que tenemos con él, su negación en una sociedad obsesionada con el éxito. O mejor dicho, con unas directrices profesionales y personales que se asumen como sinónimo del éxito. Me fascina como eje para las ficciones (apropiándome de Tolstói sin ningún tipo de decoro: “Todos los triunfadores son iguales, pero cada fracasado lo es a su manera”). Y, sobre todo, me interesa el fracaso como afectada por sus desmanes. Lo mío es un conocimiento práctico, de primera mano. Soy una experta en fijarme metas que no voy a lograr, en imponerme listas de tareas inasumibles en un día de tiempo terrestre. Tengo diversos diplomas como especialista en autoconvencerme de que puedo abarcar muchas más obligaciones de las que realmente soy capaz. En imaginar planes que no ejecuto. Sigo marcándome mis propósitos del año, del mes, de la semana, del domingo. Y sigo incumpliéndolos sistemáticamente.
Me gustaría que tanta experiencia en el campo de no alcanzar mis objetivos me hubiese proporcionado cierta resignación zen. Quisiera ser una de esas humanas que asumen imperturbables sus propios errores. Por supuesto, no es así. Mis excursiones a la decepción me frustran lo más grande. Dramo, rehago escenarios en mi mente, me pregunto cómo podría haberlo hecho mejor, de qué manera se podría haber abordado el penúltimo naufragio.
Últimamente, pienso mucho en mis vínculos con el fracaso debido a un asuntillo en el que fallo estrepitosamente jornada tras jornada: soy incapaz de irme a dormir pronto. No hay manera. No estoy configurada para recogerme a una hora temprana. Soy procrastinadora del sueño. He probado todo tipo de trucos y rutinas, he leído estudios al respecto, me he bajado apps, he obligado a mis seres queridos a que me manden mensajes amenazantes para obligarme a planchar la oreja. Nada funciona. Envidio con toda mi alma a esas personas que se deslizan entre las sábanas nada más cenar. En mi caso, una fuerza interior me obliga a - atención, se viene concepto perverso- ‘aprovechar’ los últimos restos del día. Encontrar migajas de tiempo libre que hayan sobrado en la interminable concatenación de obligaciones cotidianas. Retraso el momento de cerrar los ojos porque quiero pensar que todavía puedo exprimir un poco más el reloj. Que aún tengo margen para leer uno de esos reportajes cuyos enlaces voy guardando en un grupo de WhatsApp conmigo misma. Que las 00:30 es la mejor hora para ordenar la habitación o para ver ese vídeo de YouTube que tenía pendiente.
En mi incapacidad por estar un martes a las 23 h ya con los ojos cerradísimos juega un simpático papel nuestro amigo el turbocapitalismo y sus tramoyas de hiperproductividad. Ya sabéis, niños, siempre se puede hacer más, rendir más, ser más eficiente con vuestro tiempo. Bajo ese prisma, parar, hacer menos, hacer ‘poco’ (¿quién decide cuánto es suficiente?), ya constituye un fracaso en sí mismo. La teoría me la controlo. Sé que patalean por ahí asuntos sistémicos, que no es solo mi biorritmo de búho lo que está en juego. Sin embargo, cuando me prometo a mí misma que esta noche sí voy a trabajar en mi higiene del sueño (existe el concepto, buscadlo) y luego me descubro visitando una web cualquiera más allá de la medianoche, resulta muy complicado no acabar invadida por la culpa. “Ni buscar instantes de ocio para compensar la autoexplotación ni leches, lo que pasa es que eres un desastre. Ya basta de excusas”. Me riño a mí misma, me digo que he vuelto a fallar, ¿cómo no puedo conseguir algo tan sencillo como irme a dormir pronto? ¿Si fracaso en un tema así de banal cómo espero lograr otros objetivos más complejos?
Lo que sí tengo claro es que estoy hartísima de historias de campeones que jamás se dan por vencidos, luchan por sus sueños cueste lo que cueste y acaban consiguiendo todo lo que se proponen. Para empezar, porque detrás de esas figuras suele ser fácil encontrar a) a unos papás ricos desembuchadores de panoja y b) una buena pila de cadáveres emocionales a los que se ha ido aplastando hasta llegar a la cima. Y además, porque por cada victorioso empresario de sí mismo, hay 4000 personas que lo intentaron con el mismo ímpetu y, sin embargo, no llegaron al podio. Por supuesto, aquí los relatos canónicos buscan convencerte de que si se quedaron por el camino es porque no se esforzaron lo suficiente. La morralla sobre autosuperación y autoayuda que nos inunda siempre tiene a bien comentarte que tus problemas son escollos individuales, aquí no hay ningún malestar estructural, circulen. Paparruchas. Uno puede dar lo mejor de sí mismo y no lograr lo que se proponga. A veces las cosas salen mal; a veces el amor no es correspondido, a tu jefe no le gusta tu proyecto y ese viaje que habías preparado con tanta ilusión queda empañado por una conjuntivitis. Y nada de eso se debe a que no lo hayas deseado con suficiente fuerza o a que el universo conspire contra ti. Al universo le das bastante igual.
Las redes sociales están plagadas de seres pluscuamperfectos que presumen de tener su hoja de servicios reluciente en cualquier momento. Bien por ellos, pero estaríamos bastante menos insatisfechos con nosotros mismos si las versiones que prevalecieran en el espacio público fueran las de los pringados. Las de quienes se olvidan de tender la lavadora y acaban con un montón de ropa que apesta a humedad, quienes desayunan un café de pie porque no han hecho caso del despertador. Quienes no obtienen ese trabajo, quienes se presentan a premios y no vuelven a casa colmados de galardones, quienes se dan de bruces con el ‘no’. Ojalá habláramos más de acumular decepciones y aprender a surfear las expectativas (las de los otros y las propias), no como una antesala para el triunfo, sino como una parte de la existencia que debe tener sentido por sí misma.
Asumir el fracaso como una posibilidad factible aligera la vida, actúa como antídoto contra la presión asfixiante. No se trata tampoco de tirar la toalla a los cinco minutos y revolcarse por inercia en la parálisis y la autocompasión, sino de conocer y abrazar las propias limitaciones, integrarlas en tus mapas íntimos. No quedarnos atrapados en ese sabor metálico que inunda la boca cuando fallas, pero tampoco fingir que perder no es una opción. A veces quieres ganar y no ganas. En ese punto toca hacer balance y, si nos compensa, seguir intentándolo con unos cuantos fardos de culpa menos. Continuar probando porque te apetece y no porque un modelo muy concreto de lo que se entiende por ser exitoso sea la única vía aceptada socialmente.
Bien digerido, el fracaso puede resultar liberador: no eres capaz de conseguir absolutamente todo lo que deseas...y no pasa nada.