Si a algo estamos asistiendo en estos días no es solo a los -ojalá- últimos episodios de una lucha que, hasta la llegada de la vacuna, íbamos perdiendo. También asistimos, aunque sin tanto redoble de tambores, al final de una era: la neoliberal. Cuestión, como les comentaré, también a celebrar.
Que la academia sueca haya galardonado con el Nobel de Economía a los científicos que han probado que el aumento del salario mínimo no causa despidos masivos es un signo de cómo caen mantras y paradigmas economicistas hasta ahora inamovibles. No es solo una bofetada en toda la cara al Banco de España, cuyo último informe sobre el aumento del salario mínimo impulsado desde el Gobierno aventuraba una destrucción de empleo contra toda evidencia científica internacional, sino que también es una jarra de agua fría para una oposición centrada en hacer de esta crisis sanitaria una excusa perfecta para llegar al gobierno y seguir apretando las tuercas de la clase media y trabajadora.
En los últimos 40 años, poco se ha hablado de la ideologización extrema que ha llevado a la economía a una especie de darwinismo en el que al final siempre ganan los de arriba de la pirámide: se ha satanizado la intervención del Estado en la economía, se ha defendido que un Estado de Bienestar débil redundaría en una evolución positiva del capital privado y, por extensión, el dinero circularía llenándonos los bolsillos si nos esforzábamos lo suficiente. Lo importante, según el mantra, es crecer, eso de la igualdad ya vendría sola.
Desde los años 70 del pasado siglo, hemos escuchado -y seguimos haciéndolo a mucho trasnochado; pregunten en la Diputación de Alicante- que los impuestos son malos, que hay que bajárselos a todo el mundo, y que cuanto menos paguen los ricos y los grandes negocios más se estimulará la inversión en el corto plazo mejorando así el beneficio económico del conjunto de la sociedad a largo plazo. Esta segunda parte del plan, permítanme la ironía, resulta de un plazo taaaaaan largo que todavía no hemos visto en décadas ese equilibrio que nos iban a legar los ricos desde su mundo de inversiones y sicavs. Más bien lo contrario: la desigualdad ha crecido, la brecha económica entre los de arriba y los de abajo se ha hecho abismal…
La salida de la crisis del 2008, capitaneada por la hoy tan laureada Angela Merkel, tuvo un efecto de paquete bomba en las vidas de todos. Acuérdense eso de reducir el gasto, el endeudamiento público y todas las monsergas que sirvieron para que, hachazo tras hachazo, nuestro sistema educativo, sanitario y social sufriera un proceso de esclerotización. La bomba, claro, estalló con el COVID. Por eso es tan importante resaltar la firmeza con la que nuestro profesorado o todo el sector sanitario ha respondido a la última crisis. También el esfuerzo del Estado (que somos todos y todas) por mantener a flote muchas de nuestras empresas (y sus trabajadores).
Corren otros vientos diferentes a la austeridad del gasto público que se pregona desde el conservadurismo político y empresarial, y que tanto defendió la excanciller. El debate no es cuánto de más hemos de pagar de impuestos para optar a una administración pública digna, sino quién debe pagarla. España ha de repensar cómo redistribuye la riqueza y el esfuerzo fiscal, ya que tres cuartas partes de la recaudación del Estado, de acuerdo con la Agencia Tributaria (informe 2020), recaen sobre las familias. Los esfuerzos fiscales están descompensados: mientras una pyme paga un 15 por ciento de media sobre el total de sus ganancias; los grupos bancarios, constructoras e inmobiliarias aportan menos de un 3 por ciento. Por no hablar de la evasión fiscal. Según un informe de Tax Justice Network los Estados con ingresos bajos y medio-bajos pierden cada año el 5,8% de recaudación por los abusos de multinacionales y ricos; en el caso de España más de 3.700 millones de euros. Casi nada.
Por eso desde Compromís siempre hemos abogado porque sean las rentas altas las que asuman un mayor esfuerzo. En 2015, cuando llegamos al gobierno valenciano éramos la autonomía donde las rentas bajas pagaban más que nadie en toda España y las altas, las que menos. Hoy esa realidad se ha invertido, apostando incluso por incrementos del tramo del impuesto de patrimonio para fortunas de más de 500.000 euros.
Así que, un consejo: cuando un político les diga que va a bajarnos los impuestos a todas las personas contribuyentes -ricos, no tan ricos y pobres- porque así se recaudará más, échense la mano al bolsillo. “Agua para todos e impuestos para nadie”, los oirán decir…