Hay escritores serios y tenaces, con obras dignas, que se mueven en los márgenes del mundo literario. Ignorados por las editoriales consagradas, se autoeditan sus libros y van a ferias en busca de lectores. Estos autores desconocidos para el gran público se merecen nuestro reconocimiento
Allí donde hay una librería, allí estoy yo. Si me pierdo, ya sabéis dónde encontrarme. Las ferias del libro son también de mi agrado. Cada año tienen menos casetas porque cada año cierran más librerías. Santa Pola, donde paso parte del verano, ha tenido una feria del libro en la segunda quincena de julio y la primera de agosto. Ha sido una feria modesta, con una oferta reducida a cinco librerías. La feria ha estado situada en uno de los lugares más transitados del pueblo, en la plaza de la Glorieta, junto al castillo-fortaleza. No sé cuánto habrán vendido los libreros, pero me imagino que no se habrán hecho millonarios. Nadie se hace rico vendiendo a Cervantes.
“Hay que honrar a estos escritores modestos que no figuran en las listas de los más vendidos, ni aparecen en los suplementos de los periódicos”
Casi todos los días he bajado a echar un vistazo. Los libreros se acostumbraron a verme rebuscar entre los ejemplares de segunda mano, a responder mis preguntas y a alegrarse cuando acababa comprando algún título. Soy un poco quisquilloso y es difícil convencerme. Las novedades no me interesan; busco libros y autores que resisten el paso del tiempo. En Santa Pola me compré Cómo me hice monja de César Aira, y Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer de David Foster Wallace. Mejor el primero que el segundo.
Desde el primer día me atrajo observar a un hombre bien vestido (el único varón que usaba pantalones largos en Santa Pola) que abordaba, de manera educada, a todo aquel que paseaba cerca de la feria. Este hombre moreno, bajito, inasequible al desaliento y al calor, con la espalda empapada de sudor, me intrigó. ¿Quién sería? ¿A qué se dedicaba? Lo veía a todas horas: a las dos de la tarde, cuando la plaza estaba vacía y ardía el sol, y a las ocho cuando se llenaba de turistas camino de las heladerías.
Un día, venciendo mi timidez, me decidí a hablar con él. Se llamaba Alejandro y era comercial de una empresa dedicada a la venta y la distribución de libros escritos por autores poco conocidos. Este tipo de escritor suele autoeditarse sus primeras obras y luego deja la distribución en manos de empresas como la de Alejandro.
Tenía una mesa con una selección de los autores que distribuye y, como buen comercial, intentó venderme uno. Al principio, yo no estaba por la labor. Pero él insistió: podía elegir, enfatizó, entre libros infantiles, una novela romántica “picantona”, otra histórica que se desarrolla en África, y una cuarta de suspense. Me decanté por esta última, La playa del hombre muerto, de K. Dilano. Más allá del género, desconocía de qué iba. Luego resultó que era una historia de intriga y de pasión desenfrenada entre dos hombres —Daniel y Alain— en Barcelona. ¡Para que luego digan que uno no es un lector moderno!
Antes de despedirnos, Alejandro me presentó a Dolores Bernabé, una de las autoras de su catálogo. Está especializada en literatura infantil. Me comentó que le iba bien. Su último libro Flapin, el duende de los sueños va por la quinta edición, según me dijo, y yo la creo.
Dolores Bernabé fue uno de los autores invitados para firmar ejemplares y hablar con los lectores. Yo siento mucho respeto por estos escritores porque sé lo difícil que es escribir. Desde luego no es lo que hace la humorista Paz Padilla. Verlos sentados frente a las casetas, exponiendo sus novelas y libros de poemas en mesas plegables, despertaba mi admiración. Además de ser escritores, deben ser vendedores de su obra, y no todos sirven para relaciones públicas. ¿Cuántos ejemplares vendieron en una tarde? Algunos vinieron de Murcia para ganar lectores, lo que es admirable en un país en que se publica mucho (más de 80.000 títulos al año), pero apenas se lee.
Antes de que sea demasiado tarde, hay que honrar a estos escritores modestos que no figuran en las listas de los más vendidos, ni aparecen en los suplementos culturales de los periódicos, ni son acogidos por las grandes editoriales. Escritores desconocidos para el gran público, consagrados a sus obras con entereza y dignidad, que “intentan encontrar su mundo y su voz”, como recuerda mi amigo José Julio Perlado en sus memorias Los cuadernos Miquelrius.
Son hombres y mujeres de cualquier edad, jóvenes y maduros, que lo han apostado todo a la incierta carta de la literatura, llegando incluso a pagarse las ediciones de los primeros libros. Hay algo de hermoso y heroico en esta actitud romántica de quienes se rebelan contra un mundo de autómatas y papagayos siniestros que ha dictado la sentencia de muerte de la literatura. A nosotros, sus futuros huérfanos, nos queda la noble encomienda de organizarle un entierro a la altura de su belleza.